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Mayo del 2008,

San José Costa Rica. 

 

Los pobres viven su espiritualidad y no la escriben.
Un día quizás alguien sabrá escribirla también.
Pero lo que vale es lo que se vive.

 

José Comblin

    Preliminar


    El editor o editores de un trabajo colectivo sobre teologías latinoamericanas de la liberación me invita a contribuir en su empeño con una presentación sobre el eventual fracaso de las teologías latinoamericanas de la liberación y, desde aquí, acerca de las implicaciones inmediatas y futuras de la o las crisis que sufrirían estas teologías para los actuales emprendimientos de los creyentes cristianos en procesos de liberación. Se trata de una invitación atractiva y compleja que parte ya con un acierto: no habla de una Teología latinoamericana de la liberación, sino de teologías latinoamericanas de la liberación. Existirían, pues, diferenciados, un nombre/concepto y prácticas específicas y diversas que estarían dando sentido sociohistórico a la expresión “teologías latinoamericanas de la liberación”. Un alcance inmediato de este acierto es que resulta poco probable que estas ‘teologías’ diversas hayan fracasado, o estén en crisis, exactamente por las mismas razones y que su no logro de metas propias (una manera de entender la noción de ‘fracaso’) posea los mismos alcances.


    En español, “fracaso” remite al resultado negativo de una empresa o negocio, resultado que podría contener su liquidación. También a un suceso inesperado y funesto. Se trataría, puesto que se trata de un emprendimiento y no de personas, de una frustración, en sus sentidos fuertes o de despojar a alguien o a algunos de lo que esperaban, o de malograr un intento. La ruina de un emprendimiento podría causar escándalo. O esa ruina podría ser valorada como una disfunción, en este caso sociohistórica, absoluta. Como ‘fracaso’ contiene asimismo la asociación con ‘romperse algo’, hacerse pedazos, las prácticas de las teologías de la liberación podrían continuar funcionando (existiendo) pero fragmentadas o destrozadas.


    Para que se advierta que el anterior párrafo no es ocioso o distractor, digamos que para la autoridad vaticana la Teología latinoamericana de la liberación (esta autoridad no distinguía entre sus especies) fue valorada, desde un inicio, como una disfunción absoluta para la fe cristiana, entre otros factores, por estar contaminada por el ‘marxismo’.(1)  Para esta autoridad, por tanto, su fracaso, en el sentido de liquidación, no tendría el carácter de algo funesto o escandaloso. Sería más bien algo positivo o muy positivo. La cuestión del fracaso se abre así a la pregunta, ¿a quienes puede interesarles el fracaso, en tanto frustración y dolor, de las teologías latinoamericanas de la liberación? ¿Existe ese alguien o algunos? No resulta necesario desmenuzar la variedad de cuestiones que surgen cuando se interroga los alcances del concepto de “fracaso” (menos amplio que el de “crisis”) en relación con la teología de la liberación. Limitemos esto a dos indicativos que surgen del material anterior: la primera observación nos dice que la Teología latinoamericana de la liberación tuvo enemigos. Así, su ‘fracaso’ pudo deberse a la acción de estos enemigos. Pero pudo cooperar con el propósito de esta acción hostil una o varias debilidades internas. Pudieron existir, al interior del frente de ‘amigos’ o asociados, impensados u originales caballos de Troya. Pero el proceso pudo ser distinto: las fragilidades internas del proceso habrían convocado enemigos y, también, facilitado su accionar y eventual victoria.


    La segunda cuestión es que quien se precipita, o es precipitado, en la ruina, es decir en el fracaso, puede, imaginaria o subjetivamente, decir y sentir que tal cosa no ha ocurrido. El fracaso demanda una asunción subjetiva. Esto quiere decir que quienes han formado parte de la empresa ‘teologías latinoamericanas de la liberación’ podrían no asumir su emprendimiento como fracasado, estimar que el momento actual es solo un momento propio de una crisis de crecimiento, si se lo comprende en el largo plazo cultural, o que todo va bien, puesto que se realizan congresos a los que llegan decenas o cientos, como el II Foro Mundial de Teología y Liberación (Nairobi, Kenya, 2007, 300 personas), evento que dará pie a muchos artículos e iniciativas pastorales que tendrán algún fundamento teológico. De modo, que si se existe, algo andará bien.


    La cuestión del “fracaso”, y también de ‘la’ crisis, se liga, pues, con cómo se entienda y valore lo que quiso o quisieron ser, quizás en distintos momentos, la Teología latinoamericana de la liberación o sus diversas expresiones. Salta a la vista que un artículo breve no puede dar cuenta de esa complejidad que, además, es procesual. Por tanto, hay que seleccionar desde algún criterio o criterios. Este artículo versará más sobre la Teología latinoamericana de la liberación que sobre las teologías latinoamericanas de la liberación. El énfasis es entonces más analítico/conceptual que sociohistórico. Y se concentrará asimismo en los discursos que enunciaron sus propósitos originales. Por ejemplo, si se propuso “decir a los pobres de este mundo que Dios les quiere” (2), o si se imaginó como una liberación de la teología (3).  ¿Parecen frustradas y aplastadas estas tareas y sus metas, parciales o globales, en el año 2008? ¿Cuáles serían las determinaciones centrales para su eventual ‘éxito’ o ‘frustración’.(4)


    No crea el lector que aquí se resolverán estas cuestiones. Únicamente se ofrecerán indicaciones acerca de las dificultades que ofrecen preguntas como las señaladas.


    Todavía un punto no secundario. Este artículo remite centralmente a la expresión católica de la Teología latinoamericana de la liberación. Su versión protestante, que posee autores menos socializados pero significativos, como el muy original Rubem Alves, o su profesor, Richard Shaull, uno de los iniciadores de este teología, quien se interesó por las relaciones entre teología y revolución, o Elsa Tamez, Raúl Vidales y José Míguez Bonino, no son consideradas en este trabajo, aunque conviene recordar que el principio protestante, asumido como la crítica material a toda absolutización de las producciones humanas, porque ella las hace devenir ídolos, está en la base de la sospecha ideológica y de la lectura sociohistórica y existenciaria de la realidad de Dios (circuito hermenéutico) que sostiene lo mejor de la producción católica de lo que se acostumbra llamar Teología de la liberación.


    Un último señalamiento. Por sus características culturales, procurar vivir la fe de una manera distinta, liberadora, en América Latina, debería tener como efecto una transformación cualitativa de las tramas sociales básicas, es decir del fundamento libidinal y económico de su existencia con sus alcances para los caracteres del poder político y la producción simbólica, junto con la reconfiguración de la existencia cotidiana. Queriéndolo o no, la Teología latinoamericana de la liberación tuvo y tiene un carácter político (en su sentido lato y también especializado). Por ello no podía ser asumido como una disciplina y tampoco podía dejar de asumir las tareas políticas (convocar y organizar fuerzas sociales, no necesariamente dirigirlas) que supone la generación y reproducción de una (o muchas) espiritualidad liberadora. Pese a sus llamamientos a una ‘praxis’, es posible que haya existido en su empeño un sesgo academicista insuficientemente criticado y una abierta carencia en la comprensión de la sabiduría y compromiso que implica el trabajo político efectivo en las condiciones latinoamericanas.

    1.- Teología latinoamericana de la liberación como expresión de una manera diversa de vivir la fe

    El alcance más radical de la Teología latinoamericana de la liberación consiste en significar (porque la torna existencial y material) una manera distinta de vivir la fe religiosa, a partir de la experiencia cristiana, pero con alcances para toda otra sensibilidad religiosa. Este alcance radical no está presente en todos, ni siquiera en muchos, ‘pensadores’ de esta corriente de pensamiento/acción, pero desde las condiciones de América Latina constituye su horizonte (o virtualidad) efectivo. Una manera distinta y alternativa de testimoniar la fe religiosa a la sociohistóricamente dominante y existente en América Latina constituye un proceso/programa radical y mayor. Por ser factor constitutivo, desde sus diversas raíces, de la sensibilidad cultural latinoamericana, la religiosidad forma parte de una manera de ‘estar en el mundo’, de ser el mundo e, ideológicamente, de ‘naturalizarlo’. Es decir, forma parte de las identificaciones inerciales de la gente y, con ello, de su existencia cotidiana y del papel que ésta juega en la reproducción del sistema de dominación/opresión. Incidir en esta sensibilidad e identificaciones y además incidir ‘liberadoramente’, es un programa de largo aliento e intensidad que debe testimoniarse (no puede solo hablarse), decantarse en instituciones y espiritualidades originales. Todo el proceso aspira a constituir una revolución político-cultural. Y por ello a ser base de transformaciones económico-sociales, religiosas y civilizatorias, libidinales, y, también, de reintegraciones personales.


     Este esfuerzo, presentido/intuido, o claramente discernido, está en varios trabajos de Juan Luis Segundo. “Liberación de la teología”, por ejemplo, contiene la propuesta de un método sociohistórico y político para leer colectivamente la Biblia de que modo que ésta no mate, como lo ha venido haciendo. “El dogma que libera”, a primera o ‘espontánea’ vista un oxímoron, contiene la tesis de que la base de las creencias ideológicas del cristianismo católico (el dogma) debe ser removido y transformado (re-imaginado, re-compuesto, re-asumido) para estar a la altura de los retos humanos en la sociedad moderna. Segundo remite aquí tanto a los  desafíos antropológicos como a los religiosos y cósmicos (co-creadores). El mismo pensador asume el principio cristiano protestante: no tornar absoluta ninguna experiencia sociohistórica, separándolo de su contexto de pasividad ante Dios, para fortalecer el carácter existencial e integrador, en la sociohistoria (la experiencia humana como libre interlocutora de Dios), de la fe religiosa (5).


    Un esfuerzo semejante, aunque desde otra comprensión de la totalidad en que se inscribe la fe religiosa, encontramos en la discusión que realiza F. J. Hinkelammert en su trabajo "Las armas ideológicas de la muerte". El volumen se inicia con la explicación marxista del carácter fetichista de la mercancía. Se trata de una crítica de la ‘espiritualidad’ del mercado capitalista y de su alcance para la fe religiosa cristiana. Una crítica de los ídolos que compromete a iglesias, doctrinas sociales, experiencias de fe también puede penetrar las eventuales ideologizaciones no liberadoras de las teologías latinoamericanas de la liberación. Las que enfrentan como incompatibles, por ejemplo, los imaginarios valorados tradicionalmente como apuntando o a una trascendencia o a una inmanencia. En Hinkelammert, la experiencia de fe religiosa que se apoya en el análisis e imaginario marxista (concepción materialista de la historia) conduce a la tesis de una inmanencia trascendente o de una trascendencia inmanente al ser humano. La capacidad creadora (es decir no sujecionada y gratificante) del ser humano en su sociohistoria es idéntica a la realización de su salvación trascendente. La espiritualidad de salvación (es decir la necesaria nueva cultura) pasa por las emancipaciones sociohistóricas que potencian a todos los seres humanos para crear gratificadoramente vida y ofrecerla a otros, incluyendo entre estos otros a Dios. Esta misma tesis de la no sujeción absoluta del ser humano (como horizonte o concepto/valor regulativo), puesto que toda sujeción mata y tiene un carácter idolátrico, alimenta también la nueva espiritualidad que para el cristianismo propone Juan Luis Segundo.


    La nueva espiritualidad, es decir la nueva cultura, donde por primera vez un Dios Creador de la Vida se hace presente, para acompañar pedagógicamente a una humanidad en construcción co-creadora de un mundo inacabado, pero en proceso, exige un trabajo político. No se trata aquí de una mera inserción en los procesos socialistas (década de los setentas), o de la afirmación de que una Teología liberadora debe apoyarse en los planteamientos del Foro Social Mundial (inicios del siglo XXI, “Otro mundo es posible”), sino de trabajar para construir una fuerza social radical que aspire a otra manera, moderna, de estar en el mundo, de sentirlo, imaginarlo, apropiárselo, producirlo, donde quepan y se nutran mutuamente el sentimiento religioso y también el religiosamente indiferente. Básicamente, se trata de un esfuerzo político por construir cultural y políticamente la especie humana, construcción/proceso del que se espera se siga la salvación de la vida en el planeta, la constitución de una especie humana transfigurada, universal, diferenciada y misericordiosa a la vez, tendencialmente sin ídolos, y se salve asimismo la voluntad de un Dios de la Vida y su Reino.


    Como se advierte, no se trata aquí, de una propuesta pequeña. Se está ante una Gran Propuesta. Si existen “grandes propuestas” en la transición entre siglos, ésta es una de ellas. Y se generó, sin que necesariamente sus autores se pusieran de acuerdo, desde las condiciones de existencia/sobrevivencia/malamuerte y discriminación/opulencia e impunidad latinoamericanas con ‘espiritualizada’ cobertura clerical.


    Por desgracia, no todos quienes militaron o militan en las teologías latinoamericanas de la liberación coincidieron en esta Gran Propuesta cultural y civilizatoria, es decir radical. Además probablemente sea una polémica el que en, en lo personal, Hinkelammert y Segundo aprobaran esta lectura de sus trabajos. Pero así podían leerse. Es más, debían. Pero ninguno de los teólogos profesionales se interesó en un abierto trabajo político transfigurador. Podría decirse que, con toda su heroicidad, que la tuvieron, y en la soledad de sus pensamientos, que la sufrieron, no se tomaron radicalmente en serio. Esto es enteramente humano y no es reprochable. El desafío se presenta cuando no dejan, porque no estimularon, seguidores, prolongadores y organización. No repetidores, sino discípulos que actúan desde una irritada fe religiosa y la quieren reposicionada (producción y autoproducción) de modo que contribuya, como los teólogos de la liberación fundantes intuyeron, con la producción de una nueva humanidad.


    La dificultad se agrava cuando junto a esta manera radical de entender y expresar el alcance de la Teología latinoamericana de la liberación, como una nueva manera de vivir la fe religiosa, o sea de estar (subjetiva e institucionalmente) en el mundo, encontramos, bajo la misma denominación, trabajos y posiciones que no expresan ninguna radicalidad suscritos por autores incluso con mayor prestigio fundante que los anteriormente citados. Es el caso de Gustavo Gutiérrez. En un artículo relativamente tardío, “Pobres y opción fundamental” (6), una de las temáticas de su especialidad, se encuentra un rosario de las deficiencias que aparecen en su producción, si se estima que una Teología de la liberación significa trabajar para testimoniar, con efecto universal pero desde América Latina, una manera radicalmente distinta, y explícitamente política, de vivir la fe religiosa y producir humanidad. En Pobres y opción fundamental está, por supuesto, la adscripción clerical. Es redundante agregar “sin crítica”, porque la jerarquía de una iglesia ‘verdadera’ no la tolera. Menos si proviene desde América Latina. Consecuente con esta adscripción acrítica, sumisa, la asunción de la jerga (e incluso de los argumentos) de la jerarquía vaticana: ‘opción preferencial por los pobres’ que, con su alcance de amor cristiano que cubre a todos por igual, desvanece la conflictividad de las relaciones de dominación/imperio sociohistóricas y transforma a los pobres en individuos aislados o agrupaciones abstractas, y no los asume como seres humanos empobrecidos por lógicas estructurales de empobrecimiento (que es lo que demanda una nueva espiritualidad e institucionalidad ‘cristianas’) con capacidad, si se les procura (y los empobrecidos se autoprocuran) condiciones subjetivas (religiosas, entre otras) para liberarse. Como corolario, la inevitable puesta al frente, como objetos de observación y compasión, de los pobres en tanto seres necesitados. Compasión de quien no es pobre, no se siente pobre ni empobrecido ni idólatra: el religioso y teólogo profesional. Para culminar este sumarísimo recuento, la ambigüedad (tradicional en el catolicismo jerárquico latinoamericano) ante la pobreza como algo positivo (total sumisión, disfrazada de apertura, a la voluntad de Dios o Cristo), que abre paso a la consideración de que los pobres son objeto de la atención ‘preferencial’ de Dios, o de su amor, precisamente en tanto pobres (o sea por la sencillez con que malmueren) y que, por ello, serán “los primeros” en el Reino, lo que en traducción oligárquica o neoliberal significa que es bueno que existan pobres porque así aumenta la taquilla del Cielo. Sobre ello, la estimación que declara que la pobreza debe ser superada aunque no se sepa bien cómo y, en realidad, tampoco para qué, excepto tal vez porque quienes optan ‘preferencialmente’ por ellos se van al Cielo. Una sola referencia que resume la posición del ‘pensador’: “Aunque no han faltado las incomprensiones así como las tendencias a operar indebidas reducciones tanto de pretendidos partidarios como de explícitos adversarios de esta opción preferencial, se trata de de algo que forma parte indefectiblemente de la comprensión que la Iglesia en su conjunto tiene hoy de su tarea en el mundo” (p. 310, énfasis nuestro). Es decir que la opción por los pobres, sin el “preferencial”, de la Teología latinoamericana de la liberación, no ofrece ni provoca ninguna diferencia en el seno de la Iglesia católica. Gutiérrez redacta esta opinión cinco años después que Juan Luis Segundo ha mostrado que la opción “preferencial” (transformada finalmente en “preocupación preferencial”) de la jerarquía vaticana contiene una teología que es incompatible con la Teología latinoamericana de la liberación. (7)


    Por supuesto, podría alegarse que Gutiérrez no tenía por qué conocer ni compartir los argumentos de Segundo. Pero se trata de una cuestión central para la corriente que entre ambos, con otros, fundaron. Y el punto no es compartir o no un criterio básico, sino no discutirlo con seriedad.


    Arribamos así a un punto directamente ligado con los objetivos de este trabajo: los teólogos profesionales de la Teología latinoamericana de la liberación no configuraron un espacio de encuentro y discusión. Por ello mismo no se propusieron tareas socialmente significativas, amplias, continentales. Ensimismados individualmente, o acoplados en ‘argollas’, no afinaron sus pensamientos y posiciones en el diálogo crítico. No fueron, pese a algunas reuniones internacionales, prójimos de sí mismos. Cuando no se es prójimo efectivo de quienes se debía estar más próximo, se es extraordinariamente débil ante los enemigos.


    Y la Teología latinoamericana de la liberación, gestada en el enfrentamiento de la Guerra Fría, tuvo no críticos ni opositores, sino enemigos. Ante ellos convenía articular fuerzas y procurarse respaldo cultural y social. No se hizo ni se quiso hacer.


    En lo que aquí interesa, los enemigos fueron básicamente dos: uno religioso-clerical, la jerarquía vaticana y, con ella, los vacilantes, presionables y a la vez acomodados episcopados latinoamericanos. El otro fue la articulación clasista que configura la dominación oligárquica y neoligárquica latinoamericana con su principal aliado internacional: el gobierno de Estados Unidos. Para estos últimos, apoyados en los medios masivos, las teologías de la liberación eran “rojas”, o sea ‘comunistas’, en el sentido lato que tuvo en América Latina este término: “comunista” resulta todo y cualquier cosa que desafía o conmueve el orden establecido, en el límite, todo lo que me (a mí, propietario, oligarca, macho, católico, padre, blanco, profesor, gringo conservador, etc.) disgusta. La Teología de la liberación (que nadie leía ni comprendía), mediada por “periodistas”, generaba escándalo, optaba por los pobres (sectores populares) y, por tanto, era “comunista” con su doble alcance de ateo y subversivo. Lo confirmaban Cristianos por el socialismo, Sacerdotes del Tercer Mundo, Paulo Freire, Camilo Torres. Lo denunciaba también el Vaticano.


    A los “comunistas”, en América Latina, se los aísla y aplasta. Sospecha, acoso, exilio, martirio, asesinato. Eso se hizo con Joan Alsina (Chile), con Enrique Angelelli (Argentina), con el arzobispo Óscar Arnulfo Romero y la comunidad jesuita y sus acompañantes de la Universidad Centroamericana de El Salvador, con religiosas estadounidenses y humildes catequistas guatemaltecos, con el obispo Juan Gerardi en el mismo país, con líderes de comunidades de base y gentes sencillas en toda América Latina.


    Eran pocos, eran débiles y se les quiso extirpar. El sistema geopolítico, de clase y clerical, los reprimió porque incluso en su debilidad y desunión los sintió como peligro. La persecución, exilio y muerte se dio entre la indiferencia o el regocijo de las capas medias latinoamericanas. Más grave, los responsables de la cacería (en muchos lugares militares y empresarios de los regímenes de Seguridad Nacional, con simpatías o hipocresía clerical) quedaron impunes y tampoco, asesinados y reprimidos, con alguna excepción, pasaron a fortalecer el imaginario popular como mito o saga liberadora. Con una imagen, las teologías latinoamericanas de la liberación no lograron proyectar, aun teniendo objetivamente sus héroes y mártires, su Che Guevara.


    En breve, la Teología latinoamericana de la liberación sostuvo la penetrante intuición de que, para ser cristiano, se hacía necesario estar religiosamente en el mundo de otra manera. Políticamente el punto se propuso, en su mejor vertiente, como la crítica material (revelación, lucha, espiritualidad) de los ídolos generados por las lógicas constitutivas y reproductivas de la sociedad moderna y sus instituciones en la América Latina de la segunda parte del siglo XX. No se trataba solo de ser modernos, sino evangélicamente modernos. Ahora, estas tesis contenían una declaración de guerra contra el establishment, al igual que lo habrían hecho los propósitos de avanzar en una revolución agraria campesina. Aún sin comprender estas tesis, y traduciéndolas desde sus prejuicios y apetitos, el sistema asumió la guerra. Una guerra material que los teólogos de la liberación (y las movilizaciones sociales que quisieron nutrirse desde ellos) no podían enfrentar. Sin respaldo clerical institucional, sospechosos, por recién llegados y por su olor a “agua bendita”, para la izquierda ‘tradicional’ del subcontinente y sus clientelas populares, internamente desagregados e incomunicados, todos, incluso los más tibios, fueron castigados como radicales.


    En verdad estaban en juego no solo el triunfo geopolítico inherente a la Guerra Fría (o sea la antigua y vigente realidad ideológica), sino el proceso de mundialización de la forma mercancía (es decir la intensificación de los procesos, instituciones y actores de la idolatría moderna) sostenido por las tecnologías de punta. Con su crítica de la idolatría generalizada y de las espiritualizaciones clericales y su recuperación de las existencias de las gentes todas y de su libertad autogestada como deseo/voluntad de Dios, la Teología latinoamericana de la liberación buscó hacer teología y producir espiritualidad de la única forma en que puede justificarse en el mundo moderno: como crítica acerada de la ausencia de Dios, y con ello de una eventual pérdida o alejamiento del Reino, medida por la tendencial ausencia de producción de un sujeto humano universal. Contribuir con la creación de posibilidades para esta producción, desde América Latina, fue su intención política. En relación con esta intención habría que discutir su éxito o fracaso.


    Por supuesto los juicios anteriores se fundamentan en algunos criterios. Existen otros. Jon Sobrino, teólogo profesional, en artículo de 1997, “¿Qué queda de la teología de la liberación?” (9) , con amargo optimismo, valora que la teología de la liberación permanece como algo clásico, en el sentido que ‘ha pasado’ dejando una huella perenne en la historia. Su clasicismo sería metodológico: tomar en serio los signos de los tiempos (elevar la realidad a conceptos) y no realizar meras paráfrasis desde textos de la tradición clerical; hacer de pobres y víctimas ¿un, el? (no lo dice) lugar teológico para facilitar la correlación trascendental entre Dios y pobres; la comprensión de la teología como teoría cristiana de la construcción del Reino de Dios (no solo como su conocimiento), intellectus amoris (que Sobrino entiende como la ‘praxis’ de liberar a las víctimas) que trascendería a la clásica inteligencia de la fe (intellectus fidei); el autodiscernimiento de la teología como hecha posible por lo que es “otro”, Dios y su Cristo Jesús, y los pobres, sus testigos, de un modo que trasunte la gracia y se la reformule como intellectus gratiae (inteligencia desde la gracia).


    Se podría anotar la ausencia, o al menos no denotación explícita, del circuito hermenéutico como actitud sociohistórica y existenciaria ante la realidad o realidades entendidas como textos para la fe religiosa (compromete las identidades) y el resabio racionalista que posee, al menos en América Latina, un fuerte costo para los sectores populares y emergentes. Más técnicamente, Sobrino parece utilizar “praxis” como una herramienta para serle útil a otros (las víctimas). La acepción más rica de “praxis” es práctica sociohistórica con autoconstitución de sujeto. El camino elegido por Sobrino conduce, por desgracia, a dividir a los seres humanos en el grupo de quienes salvan (los teólogos, por ejemplo) y el grupo de quienes requieren de salvación. Al intelectualismo abstracto, Sobrino añade un mesianismo a priori (injustificado). No se advierte qué nueva nota, que hiciese una diferencia cualitativa, podrían agregar a la clerical teología tradicional estos caracteres metodológicos ‘clásicos’ de la teología latinoamericana de la liberación.


    En el mismo artículo, Sobrino, agrega los siguientes contenidos que darían a la Teología de la liberación un alcance clásico (dentro de la disciplina) y, con ello, la gozosa inmortalidad o perennidad: el énfasis en el Jesús histórico; la dialéctica de fe religiosa e idolatría; una espiritualidad de honradez, verdad y misericordia, la praxis de justicia, el proseguimiento de Jesús; las realidades del misterio de un Jesús cercano y buena noticia, y un Dios (Padre) en quien se puede confiar “ante quien hay que estar disponible”.


    Por supuesto un título como “Liberación de la teología” puede ser interpretado como ruptura con todo clasicismo teológico institucional. Pero el aspecto más llamativo de los contenidos que Sobrino reserva para el aporte ‘clásico’ de la Teología de la liberación, como él la entiende, a la disciplina teológica institucional o profesional, es el Dios ante quien hay que estar siempre disponible (digamos, como la virgen María en el culto mariano católico). Es una idea que proviene del Derecho natural antiguo y que entra en conflicto con el carácter antropocéntrico y trascendente que debería contener modernamente el concepto de “liberación”. Es porque los seres humanos se salvan a sí mismos, desde sí mismos, y producen humanidad liberada que un Dios gozoso les concede la vida eterna. No se desprecia aquí para nada la centralidad del Reino.


    Pero, como se advierte, más de treinta y cinco años después de la aparición de los primeros trabajos escritos de Teología de la liberación, y en tiempos de recuerdo y crisis, todavía es posible sostener criterios muy diversos acerca de lo que ese posicionamiento existencial significó y significa.


    Sus enemigos lo resolvieron con una fórmula certera por su alcance destructivo en América Latina: “Es comunismo”. Y procedieron, articuladamente, en consecuencia.

    2.- Carencias conceptuales y sociales de la opción por los pobres


    Sería gratuito excederse en la consideración de la importancia que la opción por los pobres posee en la reflexión de la Teología latinoamericana de la liberación. Baste recordar que el artículo de G. Gutiérrez antes mencionado lleva por título Pobres y opción fundamental (más radical habría sido Pobres: opción fundamental). Significa que esta elección social está en la base, es matriz, por ejemplo de la lectura sociohistórica y liberadora de la realidad en proceso de creación que hemos llamado circuito hermenéutico.


    Pero, pese a su importancia nuclear, ello no implica que todos los pensadores que se insertaron en la Teología latinoamericana de la liberación concedieran el mismo alcance a esta opción por los pobres. Hay quien solo la acepta tensionada en su obligatoria sobredeterminación por la universal caridad o amor cristiano . El mismo Gutiérrez asume sin cautela que opción a secas y la clerical “opción preferencial” resultan enteramente compatibles, otros imaginan que optar por los pobres significa que deben salvarlos (a los pobres) quienes no lo son, etc.… La ausencia de acuerdo sobre un referente que todos valoran fundamento es otra señal de la ausencia de discusión seria. La discusión respetuosa y rigurosa puede no llegar a acuerdo alguno, pero sin duda mejora la percepción que de los argumentos propios y de cada cual poseen quienes discuten. Pero ya sabemos que la original teología de la liberación no tendió a crear un espacio de reflexión y debate comunitario. Se prefirió, o se estuvo obligado a elegir, el individualismo francotirador o la excluyente argolla de leales.


    Como este artículo se ocupa de factores que en la Teología latinoamericana de la liberación original pudiesen haber sido determinantes para su eventual fracaso o crisis política, digamos que el punto de una opción por los pobres fue siempre ambiguo no solo por las diversas interpretaciones que admite el concepto/acción, sino porque ellas tendieron a expresarse desde un supuesto común: que los teólogos (personalidades de fe religiosa, usualmente adscritos a una iglesia) no eran pobres. Optaban por los pobres, se ocupaban de contribuir a su liberación o de dársela, pero no eran pobres.


    La cuestión es central, en tanto debilidad analítica y práctica, porque se puede atribuir a que los teólogos miraban al pobre como hecho o situación (y además reductivamente, solo en su dimensión socioeconómica) y no como un sujeto empobrecido por instituciones animadas por lógicas sistémicas de empobrecimiento que, para efectos teológicos, podían ser valoradas idolátricas. Esto no podía sino afectar, por invisibilización, la comprensión del carácter de la institucionalidad clerical. Si las lógicas del sistema eran idolátricas, entonces las instituciones clericales las discernían o rechazaban, o no las discernían ni sospechaban de ellas, o las discernían y aceptaban y contribuían con su promoción. El asunto no ganaba en absoluto en intensidad conceptual si a los empobrecidos económico-sociales se les agregaban mujeres, indígenas, afroamericanos, etc. como sectores oprimidos… porque de todas maneras los teólogos, al no tener una concepción sistémica de la idolatría (como la presenta, por ejemplo, F. J. Hinkelammert) se autoconferían un vigor distintivo (ligado a una fe religiosa verdadera o ‘pura’) que no poseían y, peor todavía, no se afanaban en el discernimiento de los ídolos ni de la idolatría al interior de los aparatos clericales, por ejemplo, en el magisterio social de la iglesia católica o en sus iniciativas pastorales. Ni tampoco, por supuesto, miraban los teólogos los ídolos dentro de sí mismos ni se ocupaban de discutir cómo estos ídolos, efectivos o virtuales, deformaban su percepción/aproximación a ‘los pobres’.


    Con expresión sumaria: los adherentes a la teología liberadora parecían pasar por alto que el cristianismo católico latinoamericano, y la ‘cultura’ básica de la región, expresan una sensibilidad ‘señorial’ (oligárquica), que se caracteriza por combinar crueldad (ferocidad) y paternalismo indulgente, ambas formas verticales de dominación. Este aspecto (que puede vincularse con adultocentrismo, etnocentrismo, racismo, patriarcalismo, etc.) nutre todas las identificaciones inerciales en el subcontinente.


    En relación con el apartado anterior de este artículo, esto significa que la Teología latinoamericana de la liberación no podía discernir teológicamente a su enemigo más cercano, el aparato clerical católico y su lógica institucional (un autoritarismo discriminatorio afirmado en una doctrina de Derecho natural antiguo), ni tampoco al potencialmente más próximo: su subjetividad personal/social, su existenciariedad individual e institucional inevitablemente tensada por las ideologías y cultura de dominación con su reparto de identificaciones inerciales e idolátricas. Cuando se está en una guerra (y esta era una guerra del intersticial o ausente Dios de la Vida contra los señoriales ídolos de la muerte omnipresentes), resulta obligatorio discernir al enemigo. Si no se lo hace, entonces se es derrotado o frustrado o, como sucedió en este caso, cooptado.


    El corolario práctico de esta desidia/arrogancia conceptual (estimar que la fe religiosa personal, o, más escandalosamente, institucional, es inmune a los ídolos, es decir que es autónoma respecto del sistema de dominación, o si se quiere, que el bautizo o la misa inmunizan contra los ídolos señoriales) es que los teólogos no abrieron un frente eclesial o lo hicieron sin sabiduría ni arte. Se sintieron, por ejemplo, complacidos porque el episcopado latinoamericano adoptó parte de su imaginario (todavía muy insuficiente), por supuesto sin comprenderlo ni asumirlo, en Medellín (1968), y negligentemente interpretaron esta adopción como un punto de partida progresivo cuando en realidad se trataba del clímax de un ascenso acelerado, cuyo motor era una inédita agitación social popular, clímax que avisaba el repliegue o descenso y la derrota. Se trata de la más elemental dialéctica de las fuerzas políticas. Si se avanza sin sustento efectivo, nominalmente, en el momento que parece más propicio al cambio, se desata la contraofensiva conservadora o reaccionaria del enemigo, poderoso porque no se le ha debilitado efectivamente. La bandera oficial de la derrota en el frente clerical lo marcó la Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación”, emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1984, documento al que solo impugnó con pasión y rigor radicales, comprendiendo lo que estaba en juego, Juan Luis Segundo. Su esfuerzo, como la mayor parte de su obra, careció de resonancia.


    La debilidad analítica que atraviesa la opción por los pobres contiene varios aspectos de inadvertencia. En un sistema idolátrico, nada ni nadie escapa a la tentación de los ídolos, o sea de los dioses falsos.(10)  Para el lector no familiarizado con esta temática, un ídolo, la sujeción a él y su adoración, mata. Un empobrecido, desde este punto de vista, es todo ser humano y sector social que, en su determinación de sujeto, es sujecionado (apresado) por ídolos cuya veneración lo despoja ‘naturalmente’ de su condición de sujeto efectivo (autonomía, autoestima), dándole a cambio una identificación falsa (sujeto falso). En tanto falso sujeto, no puede comunicarse con Dios ni tampoco con otros seres humanos. Su existencia humana efectiva deviene simulacro. Creyendo relacionarse con personas se vincula con ellas como una cosa entre otras cosas (reificación). En la tradición católica, esto se acerca al efecto desagregador y exteriorizante/subjetivo del ‘pecado’ (sólo que éste no es radicalmente social, sino metafísico). Los ‘sujetos’ del sistema idolátrico son los ídolos, no las gentes. Los ídolos ‘viven’ de la muerte efectiva de los sujetos humanos.


    Privado de su condición/potencialidad, virtualidad o efectividad de sujeto, el empobrecido (que ahora es alguien que carece de poder, de autonomía y de autoestima legítima), convoca la violencia (intrínseca al sistema fetichizado) y él mismo es invitado a responder a esta violencia con más violencia. En la visión del obispo Hélder Cámara, aunque él la  utiliza por y para otros motivos, se trata de la caída en una espiral de violencia, fenómeno por el cual Cámara rechazaba, algo empíricamente, en la década de los sesenta, la violencia armada revolucionaria inspirada en el proceso cubano (unidad móvil combatiente que se despliega como Ejército del Pueblo o Rebelde). Ahora, la espiral de violencia, resentida experiencialmente por Cámara y que él focaliza como guerra popular, es el mundo ‘natural’ generado por el dominio de los ídolos: la propiedad privada, el mercado orientado al lucro, el patriarcado, la acumulación de capital, la geopolítica, la legalidad… y la educación (socialización) y cultura (producción simbólica), dentro de las que juegan un papel las instituciones clericales, que reproducen y refuerzan el sistema (entre otros procesos, mediante la adjudicación de identificaciones inerciales o constitución de sujetos falsos). Cámara veía violencia tanto en la política oficial (represión) como en la insurgencia político-militar (revolución), pero ella penetraba y penetra todos las lógicas sociales en América Latina, incluyendo las formas de ‘familia’ y, por supuesto, de iglesia.


    En este universo, potenciado/pauperizado por ídolos y por la idolatría, el empobrecido, o sea el despojado de poder efectivo y a quien se quiere privar incluso de su virtualidad de sujeto, es la forma generalizada de la experiencia humana. Entendido así, el pobre (popular) es quien, despojado de poder como figura personal/social, convoca violencia, la resiente y la resiste subjetiva y socialmente. La opulencia y el poder, o los opulentos y poderosos, desde esta percepción, son figuras del empobrecimiento socio-humano (instituciones-fetiches), condensaciones de relaciones sociales que se expresan bajo los rostros repugnantes o ‘amables’ del blanco, del patriarca, del patrón, del banquero, del padre, del obispo, del general, de la policía, del profesor, del latifundista… que ejercen violencia autoritaria en nombre del ‘orden’, violencia social y culturalmente invisibilizada y que tiende a quedar impune. El universo de empobrecimiento generalizado se constituye y caracteriza por la dialéctica de los empobrecidos (por deshumanizados) que ejercen violencia-impune y gratificadora (son los diversos tipos y niveles de opulentos, insaciables) contra los empobrecidos populares que resienten y resisten, reactiva y liberadoramente, la violencia que se ejerce contra ellos, violencia a la que estiman, desde su autoestima como sujetos, como absolutamente ilegítima (en lenguaje religioso, como no querida por Dios). Jesús de Nazaret fue un empobrecido popular que denunció y resistió las violencias de su tiempo (familiares, sociales, políticas, culturales) y, por su testimonio, fue crucificado, asesinado por quienes desde sus poderes, por sus poderes, fundados en la violencia, eran empobrecidos opulentos, poderosos, actores de violencia, individuos y sectores con quienes Jesús no habla (aunque los increpa) y de quienes solo dice: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Si se desea multiplicar los entes, a esta soberbia antihumana de los empobrecidos poderosos que personifican las lógicas impuestas por los ídolos, puede llamársele ‘pecado’.


    En breve, en el sistema de capitalismo periférico y oligárquico latinoamericano, clientelar, y ‘cristiano’, el empobrecimiento resulta un factor universal: todos llevamos las marcas del empobrecimiento, pero algunos sectores y personalidades, y sus instituciones, gestan y administran condiciones para empobrecer a otros (de hecho constituyen con su acción su otredad vulnerable) y obtienen idolátrico provecho de ese empobrecimiento. Es el imperio de la muerte. Dentro de estos sectores, personalidades e instituciones se encuentran los aparatos clericales con dominación jerárquica que se quiere irreversible. Y también sus teólogos ‘oficiales’.


    Luego, los pobres desnudados de poder, pero que se dan capacidad de incidencia, o populares, constituyen opción política porque en ellos, en su auto rehabilitación personal y social, situacional y estructural, está la posibilidad tanto de un Dios de la Vida como de la producción político/cultural del género humano (la humanidad como proceso y vida); ambas convocatorias, apuestas, pasan por la destrucción de los ídolos (fetiches), de las lógicas idolátricas y de las estructuras que las sostienen. Los pobres, en tanto desnudos de poder/capaces de incidir, o sea sus espacios sociales, sus formas de organización y lucha, constituyen lugar epistémico para una teología liberadora. Esta teología supone sus luchas y da al interior de ellas su propio combate religioso, pasional y conceptual, específico: contra los ídolos del sistema y también contra los que se producen y expresan en el seno y frentes de las diversas formas de lucha popular.


     Este imaginario sobre la pobreza, enteramente compatible con el cristianismo evangélico, no ve en el pobre insignificantes (“ninguna o escasa significación”, escribe G. Gutiérrez) que carecen de “la posibilidad de manifestar ellos mismos sus sufrimientos, sus solidaridades, sus proyectos, sus esperanzas”(11) , apreciación que hace surgir el ideologema de pastores y teólogos que manifiestan ser “la voz de los sin voz” (como si el sufrimiento o la explotación no fueran por sí mismos expresivos), o víctimas, sino un tipo de sujetos humanos negados radicalmente por relaciones sociales de violencia cuya transformación liberadora torna posible a Dios. Esa es la respuesta de por qué Dios los quiere. Los necesita. Curiosamente, los empobrecidos populares no requieren de un Dios que los ame. Pueden darse uno o muchos. Lo que requieren es amarse a sí mismos como si un Dios, o muchos, los amase.


    Es por esto que los empobrecidos populares tampoco requieren de teólogos que los liberen (ni de dirigentes políticos, imaginarios o doctrinas que los encadenen y sujecionen). Así como su lucha, que es un emprendimiento colectivo, puede generar liderazgos que refuerzan sus apoderamientos, también puede gestar dioses que los amen y apoderen. Serán dioses ‘verdaderos’ si los procesos de liberación, un reposicionamiento de la administración social de la libido, por ejemplo, o una reforma agraria, son efectivos, si el horizonte (o idea regulativa) de producción política y cultural de la especie humana (imaginario evangélico) parece condensarse en hitos, en tramas sociales, en instituciones liberadoras. Se trata de apuestas. No hay certezas, sino procesos y, en ellos y por ellos, subjetividades gratificadas y gratificantes que se ofrecen en el original emprendimiento colectivo gestado desde las pequeñas luchas, las específicas batallas, las particulares empresas que se desea resulten liberadoras.


    En estos procesos populares, duros y gratificantes, si hay dioses y son verdaderos, existen, sin duda, espacios para ‘teólogos’. El quehacer teológico es una forma de expresión y organización de los colectivos humanos. Pero sus espacios en los procesos populares no existen para que los teólogos ayuden unilateralmente a nadie a liberarse, ni siquiera a sí mismos, sino para que los teólogos los inscriban y ocupen como empobrecidos populares antiidolátricos que luchan y buscan, subjetiva y objetivamente, testimoniar su apuesta, “saber lo que hacen” (debido a que por qué lo hacen es algo que se experimenta) con su fe religiosa para ofrecerlo siempre insatisfechos, pero gratos, como diálogo al emprendimiento colectivo, popular, de producción de humanidad genérica.


    En realidad, no interesa demasiado que la anterior reflexión sobre la pobreza y los empobrecidos sea verdadera. Sirve a los sectores populares latinoamericanos. Ilumina su grandeza. Y reposiciona a la Teología de la liberación no como una ortopraxis que busca su lugar (¿acomodo?, ¿puesta al día que brinca sobre la sociohistoria?) en una institución clerical y en la cultura oficial, sino como ortopraxis que aspira a expresar una espiritualidad política de liberación que no es propiedad ni propia, ni siquiera remotamente, de ninguna de las instituciones clericales de la modernidad. Teología latinoamericana de la liberación pasa a ser el nombre propio de una apuesta existenciaria, pasional, intelectual y utópica, desde el seno de las movilizaciones y luchas populares y para ellas. Lo que implica, obviamente, que resulta necesario discernir estas luchas. El criterio o eje central de este discernimiento no es la creencia (mágica) en un Dios de la Vida, ni su posesión conceptual o técnica privilegiada (arbitraria, por lo demás), sino la lucha social contra su ausencia y muerte, la permanente, eficaz y acumulativa lucha contra los ídolos, iniciándola desde la crítica radical de la arrogancia individual de quien, por tener fe religiosa y ocupar un lugar secundario entre los empobrecidos poderosos, no se acepta ni asume pobre.


    De hecho, la teología de la liberación, por su referencia a la radical superación de los ídolos y fetiches, cuestión nuclear para los empobrecidos que resisten, debe ser entendida como una función de los procesos de lucha popular, no la central o determinante porque estos rangos los determina cada momento del proceso mismo, en su esfuerzo de humanización y no tanto, o nada, como un trabajo técnico profesional o de autor desde una fe puramente religiosa. Está fuera de discusión la adscripción a una institución clerical.


    Pero ninguna de estas cuestiones, o centrales o sin importancia, fueron discutidas sistemática y colectivamente por los teólogos de la liberación. Lo que acentuó la debilidad propia de quien ingresa a una guerra sin armas o armado de prejuicios e ideologías que, como al Coyote en las fábulas que comparte con el Correcaminos, retornan invariablemente contra quien las esgrime.

    3.- Cuestiones de contexto

    Las ‘cuestiones de contexto’ no remiten a alguna exterioridad que aparece como condición débil o fuerte del proceso que se analiza o vive, sino que conduce a la categoría de vínculos. El vínculo no liga exterioridades mecánicamente sino que es mediación no azarosa del entramado sistémico que constituye la experiencia social humana. El vínculo es constitutivo, a su manera (que debe ser estudiada), de los hechos y procesos que una observación metafísica estima sucesos aislados.


    Ya hemos señalado que la Teología latinoamericana de la liberación, y las teólogas y teólogos que se inscriben en ella, participaron, de acuerdo a su perfil (deseado o no, consciente o no), de los conflictos signados como Este//Oeste (Guerra Fría) y movilización popular y ciudadana contra la dominación oligárquica (propietarista-señorial, capitalista-dependiente, patriarcal, adultocéntrica, etnocéntrica, católica, ‘cristiana’, cruelmente excluyente, devastadora del hábitat natural y social: pluriidolátrica) en América Latina. Estos cuadros teológicos no tenían experiencia en estas guerras ni se dieron instrumentos subjetivos ni objetivos, analíticos ni organizativos, para enfrentarlas (sortearlas al menos, quizás por un tiempo y después ver). Así, resultaron derrotados en el frente clerical, en los frentes social y político y, más grave, en el frente del imaginario  simbólico/cultural en donde se disputan la muerte y la vida y sus caracteres: los ídolos imperantes contra la posibilidad de emergencia de dioses de la vida y la gratificación de los creyentes religiosos, y quizá de todos, por la expansión feliz y creativa de esta emergencia.


    En su proceso complejo de despliegue la Teología de la liberación profesional estableció vínculos y su propio ámbito como un subsistema (hábitat de integración). (12) Cuando hablamos de vínculos queremos referirnos a determinaciones específicas, pero también constitutivas. La trama de vínculos facilita una determinación más precisa al análisis social. Por supuesto, aquí estamos indicando factores y elementos, no realizando análisis.


    La primera cuestión, obvia, es que el habitat de integración propio no fue políticamente trabajado (se regala que haya estado adecuadamente concebido). Esto derivó en una separación, no buscada pero inevitable, entre el nivel teológico profesional y el sentimiento de fe religiosa discutido y sentido en las comunidades eclesiales de base, círculos bíblicos y, porque también se dieron, movilizaciones sociales y estructuras político-militares. Que los niveles ‘alto’ y ‘elemental’ no se articularan felizmente podría atribuirse a que el plano intermedio, pastoral, de la teología liberadora no realizó su función (si es que se enteró que la tenía). De hecho existieron contadísimos obispos que adhirieron a la Teología de la liberación (eran menos probablemente los que entendían su pretensión radical) y los religiosos que lo hicieron normalmente fueron individuos aislados en las diócesis y congregaciones. Los obispos, en tanto sector institucional, no como personalidades, no fueron políticamente trabajados y ellos los entregó, como sector, a la política y teología vaticanas. Estos obispos ni siquiera habían asimilado adecuadamente el Concilio Vaticano II, de modo que cuando comenzaban a informarse (por su Nuncio o por la prensa o por fieles conservadores) de algunos rasgos de la Teología de la liberación o de las opciones partidistas de Cristianos por el Socialismo, no podían menos que horrorizarse, sentirse atemorizados o engañados y, con suerte, disculpar con bonhomía a quienes “no sabían lo que hacían” y habían ‘traicionado’ su buena fe.


    Los teólogos profesionales de la liberación tampoco realizaron un trabajo político explícito en las canteras religiosas: los seminarios. Ni buscaron apoyarse sistemáticamente en las congregaciones (de religiosas no latinoamericanas, por ejemplo) más favorables. El punto se torna más deficitario si se considera que como expresión de teología profesional su discurso no era reconocido en los centros teológicos del Primer Mundo que lo consideraban con indulgencia un tipo de excentricidad tercermundista o, sencillamente, lo ignoraban. El efecto se extendía a las cátedras universitarias latinoamericanas. La Escuela que solicita este artículo, por ejemplo, nunca tuvo un curso específico de Teología latinoamericana de la liberación. Cuando se preguntaba la razón, se contestaba que “eso” no era Teología.


    Si el vínculo entre el nivel ‘alto y virtuoso’ y el nivel intermedio (ejecutivo, digamos) era deficiente o mediocre por falta de trabajo político (recuérdese que el enemigo realizaba este trabajo, por inercia o voluntad, permanentemente), puede imaginarse el grado de descomposición y ambigüedad (cuando no recelo y rechazo), entre los teólogos profesionales y el plano “difuso y generalizado” en el que ‘las bases’ intentaban vivir y reflexionar esta nueva manera de vivir la fe. El vínculo deficiente afectaba, sin duda, a ambos niveles. Ambos debían ilustrarse mutuamente, ambos debía acompañarse mutuamente, pero no se entendían porque cada cual, a su manera, ignoraba la autonomía y la autoestima efectiva del otro. Y, por supuesto, esto genera ritmos e intereses distintos cuando no conflictivos. El fenómeno no es incompatible con las simpatías personales.


    Producido este vacío de integración (que tiene costos altísimos en términos de eficacia política), la difusa y variopinta teología de la liberación fue asociada, en un período en que vientos de renovación clerical (con fuentes tan diversas como el Concilio Vaticano II y el proceso revolucionario cubano) podían ser traducidos como una nueva manera de testimoniar la fe religiosa y de producir también religiosamente el mundo, con procesos y sucesos más epidérmicamente espectaculares y noticiosos. Cristianos por el socialismo, Sacerdotes del Tercer Mundo, los curas “rojos” y las asperezas de los desencuentros (que no la crítica teológica radical) con J. Ratzinger, entonces jerarca de la Congregación para la Doctrina de la Fe.


    Se generó entonces para la Teología latinoamericana de la liberación uno de los peores mundos posibles. No se construyó, por inadvertencia e impericia, un movimiento social (popular) de creyentes religiosos antiidolátricos(13)  (semejante a un movimiento campesino) que, junto a imprimirle su carácter (autonomía) político, le habría demandado un vigoroso trabajo teórico y, ante la ausencia de este movimiento, agrupaciones asociadas con esta teología ocuparon el espacio de este movimiento inexistente e hicieron noticia (o los hicieron hacer noticia) como si fuesen sus únicas caras: Cristianos por el Socialismo, por ejemplo, resolvió adherir ‘críticamente’ al movimiento obrero/campesino (usualmente bajo conducción marxista-leninista) sin que éste les hubiera solicitado su adhesión y con el razonamiento de que no existía una vía ‘cristiana’ para el socialismo. Si el punto no se hubiera expresado en el seno de una tragedia de equivocaciones, habría sido cómico: por supuesto que no existe una vía ‘cristiana’ para un socialismo moderno, lo que existe es el imperativo evangélico de luchar contra los ídolos al interior del capitalismo, al interior de las dominaciones oligárquicas, en el seno de las organizaciones socialistas y dentro del proceso al socialismo. Fidel Castro, en su momento, resolvió a su manera el punto declarando ante interlocutores cristianos que en los procesos revolucionarios no existían creyentes religiosos, sino revolucionarios y contrarrevolucionarios. Pero el dirigente cubano estaba equivocado. Existe un lugar específico para los creyentes religiosos, en tanto creyentes, en los procesos revolucionarios, al igual que existe uno para los pequeños campesinos, y otro para los trabajadores asalariados, y otro para los afroamericanos y uno para los indígenas… No se trata de espacios predestinados, sino que hay que construirlos y ganárselos políticamente.


    En la Nicaragua revolucionaria y sandinista (década de los ochenta), por mencionar otro ejemplo, religiosos y sacerdotes, que no representaban a ningún movimiento social popular de creyentes religiosos, ocuparon puestos de gobierno. Aportaban su personalidad, su prestigio. Pero, pese a su carisma, no eran expresiones de la teología de la liberación ni tampoco de ningún sector significativo del movimiento popular que libró una lucha heroica contra la dictadura somocista y que, después, debió soportar el asedio de una guerra contrarrevolucionaria. La peor imagen mundial la proyectó aquí un Ernesto Cardenal ofreciendo su respeto, de rodillas, a Juan Pablo II para recibir, a cambio, una colérica reprensión. La anécdota patética sintetiza el drama: olvidó Cardenal que en ese momento él representaba a un gobierno que se quiso revolucionario y a la bravísima gesta político-militar del pueblo nicaragüense. O quiso tornar compatibles esas investiduras sociohistóricas con su boba sumisión al jerarca de un aparato clerical. Fue humillado y aplastado sin misericordia alguna. Aceptó la humillación. No lograron insuflarle fuerzas para erguirse ni el heroísmo de su pueblo ni las víctimas de una brutal guerra de agresión respaldada por la jerarquía católica nicaragüense. Cardenal debió levantarse y mover también su dedo denunciador contra un Papa que representaba a una corporación idolátrica y a los ídolos de este mundo. No pudo hacerlo. No supo hacerlo. Careció del espíritu. En su confusa humillación, Cardenal arrastró simbólicamente a todos los creyentes religiosos ‘progresistas’ y, por razones periodísticas y geopolíticas, y de orfandad política y proximidad, a la Teología latinoamericana de la liberación.


    Que el espacio increado pero necesario de un movimiento de creyentes religiosos antiidolátricos haya sido ocupado por personalidades o por grupos cuyo vínculo con la Teología latinoamericana de la liberación era débil, incidió asimismo en el apoyo social que debió excitar, trabajar y consolidar esta teología. En tanto los medios masivos la tildaban de “roja”, y sus voceros ocasionales hablaban de Iglesia Popular o Rebelde, y personalidades religiosas aceptaban o ejercían cargos en gobiernos ‘revolucionarios’, o se integraban a frentes electorales dominados por marxista-leninistas con programas de ‘transición al socialismo’, el efecto de polarización social e ideológica resultaba, en las condiciones latinoamericanas, prácticamente inevitable. Por un lado, los poderosos y prestigiosos, incluyendo la jerarquía clerical, y la mayor parte de las capas medias, a los que se debe agregar sectores socialmente populares especialmente desinformados. Por el otro, la iglesia rebelde, los curas rojos y minoritarias comunidades eclesiales de base, sectores ecuménicos emergentes, grupos indígenas, un micropolo en el campo de la izquierda, allí donde ésta existía con alguna fuerza, cuyos partidos veían o con recelo o con oportunismo a estos recién llegados al campo de la lucha sociopolítica. En lo que aquí interesa, una polarización en la que la Teología de la liberación no ofrecía nada atractivo a vastos sectores sociales, urbanos y rurales, cuyas identificaciones ‘religiosas’ los ubicaban en una teología/clericalidad pre Concilio Vaticano II y cuya resistencia social ‘espontánea’ y pétrea hacia las demandas sociales de los sectores más humildes es tradicional en el subcontinente. En este universo polarizado, la Teología latinoamericana de la liberación hacía ‘ruido’ en los medios y espacios sociales, pero este ruido se asociaba mayoritariamente con algo peligroso y destructivo y que, por ello, debía rechazarse. En ningún caso, al menos, debía defenderse.


    Por supuesto, ‘eso’, es decir el acoso y asesinato de los creyentes religiosos progresistas o de izquierda, ante la indiferencia o regocijo de mucha ciudadanía, bajo la sensibilidad militar-patronal de la Seguridad Nacional, o el patetismo de Cardenal y su incapacidad para sentirse representante popular, o, asimismo, la voluntad de una reforma agraria campesina, no eran la Teología latinoamericana de la liberación. Pero, ¿cuál era, entonces? Jon Sobrino nos ofreció, párrafos más arriba, una síntesis de lo que, para él, fue. Y lo que perdura o debería perdurar de ella.


    En este artículo nos hemos inclinado por otro camino. La intuición básica de la Teología latinoamericana de la liberación fue que otra manera de testimoniar la fe religiosa era factible en América Latina y poseía un contenido revolucionario tanto para los microespacios sociales, por ejemplo las relaciones de pareja o generacionales, como para los macroespacios: economía nacional, relaciones internacionales, y la integración de subjetividades como factor existenciario. Las tareas para esta otra manera de testimoniar la fe religiosa eran claras: leer sociohistóricamente la Revelación, darse o procurarse integración, autonomía, autoestima en lo personal y como sector social, irradiar autoestima popular y humana: asumirse como co-creadores, aunque mortales, con Dios. Convocarlo desde la lucha política y cultural para que este Dios, o dioses, de la misericordia y de la vida fuesen, porque en la oligárquica América Latina ni estaban ni eran. No era tarea menor en el programa de denunciar y derribar ídolos, analizar y criticar las ideologías de sujeción presentes en doctrinas como las del magisterio social de la iglesia católica y el carácter sistémicamente antihumano de los dispositivos y prestigios clericales y también el sectarismo y autoritarismo ‘religioso’ de las izquierdas. Programa amplio, complejo, rudo, necesario.


    Lo mejor de las teologías latinoamericanas de la liberación, la profesional y la social, intuyó y mostró este camino. Como forma de sensibilidad y pensamiento no se lo recorrió tanto por debilidades internas como porque entornos no siempre previsibles excedieron una madurez política que no se consigue por mera voluntad o por decreto. Es más fácil hablar en pasado de la teología latinoamericana de la liberación que vivirla o testimoniarla.


    Faltó radicalidad. Faltó coherencia. Faltó humildad. Faltó escuchar. Faltó trabajo. Sobre todo, faltó la fe en los emprendimientos colectivos. Que son los únicos desde los cuales la fe religiosa puede convocar a Dios y hacer/vivir teología liberadora, un tipo de diálogo que construye sujetos humanos efectivos.
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      Notas

 

    (1)  Congregación para la Doctrina de la Fe: “Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación””, en Teología de la liberación. Documentos sobre una polémica, DEI, San José de Costa Rica, 1984.


      (2) Fórmula atribuida por Jon Sobrino a G. Gutiérrez (Mysterium Liberationis, t.I, p. 12). Descontextualizada, la fórmula es muy pobre. Desde la Conquista española la iglesia católica jerárquica viene diciéndole a los pobres que Dios los quiere… si se portan humildemente y obedecen a la autoridad. Sería mejor haber escrito: Dios quiere que los pobres se quieran a sí mismos y entre ellos y hagan su mejor esfuerzo para salir de la pobreza… aun, y de repente sobre todo, contra la autoridad.


      (3) Título de uno de los textos más nombrados de Juan Luis Segundo. Hace referencia al método que llamaremos “circuito hermenéutico”. Básicamente propone una lectura sociohistórica de la Biblia.


      (4) El criterio selectivo deja también por fuera la realidad brasileña que quizás puede tener caracteres enteramente distintos. Brasil es prácticamente un mundo por sí mismo, no se proyecta en exceso al resto de América Latina y es también asaz impermeable a ella.


      (5) Una apretada exposición de estos puntos puede verse en el artículo “Revelación, fe, signos de los tiempos” (Mysterium Liberationis, t. I, págs. 443-466).


      (6) Publicado en Mysterium Liberationis t. I,  págs.303-321.


      (7) Juan Luis Segundo: Teología de la liberación, págs. 58-60.


      (8) Editado por &laqno; Éxodo» 38 (abril 97) 48-53, Madrid. Aquí se recoge su versión en Internet.


      (9) R. Antoncich: Teología de la liberación y doctrina social de la iglesia, p. 157.


      (10) Un ídolo es una producción humana que los mecanismos de imperio (sujeción) dominantes independizan de sus condiciones de producción para luego presentarlas como sagradas figuras, lógicas, instituciones a las que se debe apreciar como constitutivas de toda experiencia humana: ocupan el lugar de Dios. Por eso el Dios efectivo (el de la Vida) solo puede reaparecer mediante un esfuerzo humano, es decir político.


      (11) G. Gutiérrez: Pobres y opción fundamental, p. 303.


      (12) La descripción, considerada en su momento feliz, de este hábitat propio integrado e integrador articula a los teólogos de profesión, las comunidades de base y círculos bíblicos, que harían teología difusa y generalizada, y un espacio intermedio, el de la reflexión de los pastores (obispos, sacerdotes, religiosas y otros agentes de pastoral ((Véase, por ejemplo, C. Boff: Epistemología y método de la Teología de la liberación, p. 91). Este espacio ‘integrado’ tiene inspiración aristotélica. El nivel más alto (el de los teólogos profesionales) domina, en el sentido de dirige, a los otros por elaborado y prestigioso (por su virtud, suponemos). Boff no pronuncia “laicos”. Por cierto, en su apartado sobre los pobres a C. Boff ni siquiera le pasa por la cabeza que un militar genocida puede ser valorado religiosa y teológicamente como un empobrecido.


      (13) ‘Popular’ es aquí no un término, sino una categoría de análisis. Remite a quien le ha sido arrebatado el control sobre su existencia (personal/social) y lucha por tenerla.

 

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    Referencias:

 

    Antoncich, Ricardo: “Teología de la liberación y doctrina social de la iglesia”, en Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación (Ellacuría-Sobrino), t. I, UCA, San Salvador, 1991.
    Assmann, Hugo (editor): Habla Fidel Castro sobre los cristianos revolucionarios, Tierra Nueva, Montevideo, 1972.
    Boff, Clodovis: “Epistemología y método de la teología de la liberación” en Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación (Ellacuría-Sobrino), t. I, UCA, San Salvador, 1991.
    Congregación para la Doctrina de la Fe: “Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación””, en Teología de la liberación. Documentos sobre una polémica, DEI, San José de Costa Rica, 1984.
    Gutiérrez, Gustavo: “Pobres y opción fundamental”, en Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación (Ellacuría-Sobrino), t. I, UCA, San Salvador, 1991.

    Hinkelammert, Franz: Las armas ideológicas de la muerte, DEI, 2a edic. revisada y ampliada, San José de Costa Rica, 1981.
    Segundo, Juan Luis: Liberación de la teología, Carlos Lohlé, Buenos Aires, Argentina, 1975.
    Segundo, Juan Luis: “Revelación, fe, signos de los tiempos” en Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación (Ellacuría-Sobrino), t. I, UCA, San Salvador, 1991.
    Segundo, Juan Luis: Teología de la liberación. Respuesta al Cardenal Ratzinger, Cristiandad, Madrid, España, 1985.
    Sobrino, Jon: ¿Qué queda de la teología de la liberación?, http://www.servicioskoinonia.org/relat/182.htm (visitado el 27 de mayo del 2008).
    Sobrino, Jon: “Presentación” a Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación (Ellacuría-Sobrino), 2 vols., UCA, San Salvador, 1991.
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mayo del 2008.