El Frente “Nacional” de los opulentos y poderosos. La descomposición de Colombia

    Como ocurre al final de todas las guerras, sobre los campos todavía humeantes de la Violencia se firmó un pacto, y ese pacto fue el llamado Frente Nacional, por el cual los dos partidos irreconciliables se convertían en uno solo con dos colores y la misma ideología, y se repartían el poder durante 20 años. En nombre del bipartidismo el pueblo se había hecho la guerra a sí mismo: ahora se sucederían en el poder precisamente los representantes de la vieja clase dirigente que había sido la principal promotora de la violencia. Así se consumó la tercera fase de aquella implacable contrarrevolución. El liberalismo y el conservatismo no tendrían problemas para compartir el poder, y las reformas que Gaitán había prometido podían posponerse hasta el fin del mundo. Después de una guerra y de 300 mil muertos, Colombia debía seguir siendo el país inauténtico, mezquino, antipopular y excluyente que era 20 años atrás, y la clase dirigente amenazada por el gaitanismo se había salvado.

    El país que surgía de aquella catástrofe no era sin embargo el mismo. Millones de campesinos expulsados por la Violencia llegaban a las ciudades buscando escapar al terror y a la ruina. Lo que Gaitán había procurado impedir se cumplía ante la indiferencia de los poderosos y la frialdad de los eruditos. Había cambiado el cuadro de la propiedad sobre la tierra, los terratenientes habían pescado en río revuelto, se habían invertido los índices de población urbana y de población campesina, las ciudades crecían inconteniblemente, Colombia tenía muchos menos propietarios que antes, y un oscuro porvenir de miseria y de desempleo se cernía sobre las nuevas muchedumbres urbanas. En ese panorama el Frente Nacional mostró al país sus innovaciones. Como si el peligro para Colombia no fueran los partidos tradicionales que la habían desangrado, y blandiendo abiertamente la amenaza de un posible retorno de la Violencia que sólo ellos podían provocar, repartió el poder entre liberales y conservadores y prohibió en el marco legal toda oposición política. Confirmó al Estado, previsiblemente, como un instrumento para garantizar privilegios; sólo permitió la iniciativa económica en el ámbito de las clases, familias y empresas tradicionalmente emparentadas con el poder, y cerró las posibilidades de acceso a la riqueza a las clases medias emprendedoras, persistiendo en la política de negar el crédito y la capitalización a las clases humildes. Finalmente, fue incapaz de garantizar fuentes de trabajo para las multitudes que seguían llegando a los grandes centros urbanos, les cerró a los pobres la posibilidad de acceso a niveles mínimos de vida y condiciones mínimas de dignidad, permitió el crecimiento y la proliferación de cinturones de miseria alrededor de las ciudades, y persistió en la vieja actitud señorial de no considerar que el Estado tuviera deberes frente a los pobres, de modo que le bastó con estimular campañas privadas de caridad. Nadie podía advertir entonces que en el auge de campañas como El Minuto de Dios, las granjas de beneficencia y las "teletones", con enorme despliegue y difusión, lo que se ocultaba era la incapacidad o la indiferencia del Estado para cumplir prioritarios deberes sociales, y su creciente hábito de dejar en manos de los particulares no la solución, sino el esfuerzo por mitigar los dramas de la pobreza y del desorden social.

    Todo lo que somos socialmente desde entonces es fruto del Frente Nacional. Los sectores sensibles lo deploraron en su hora como una gran derrota. Un sector del liberalismo, el MRL, lo combatió vigorosamente, lo mismo que el movimiento literario de los Nadaístas. Hay páginas memorables de Gonzalo Arango en las que cuenta que el Nadaísmo existió porque había muerto Gaitán, que un movimiento rebelde y excéntrico como el Nadaísmo había sido necesario porque se había destruido la esperanza de un pueblo, y que si Gaitán hubiera triunfado los Nadaístas habrían sido jóvenes normales dedicados a construir a su lado un gran país. Pero en su momento los colombianos no advirtieron el terrible mal que representaba para Colombia el pacto aristocrático, por el cual se sepultaba de un modo oficial el derecho popular a expresarse políticamente. Ahora nos resulta increíble que se pudiera hablar de democracia mientras se prohibía expresamente la existencia de partidos políticos distintos de los oficiales. Mientras se condenaba al país a un bipartidismo que además era puramente aparente, pues desde hacía mucho tiempo las palabras liberal y conservador habían perdido en Colombia todo contenido programático, toda huella de un pensamiento o de una idea, y se habían envilecido hasta ser tan sólo dos maneras hereditarias de odiar a los semejantes.

    Después de la revolución cubana, la política hemisférica exigió que los ejércitos de América Latina cambiaran sus prioridades de defensa de las fronteras por lo que llamaron "seguridad interna". Así se institucionalizó uno de los fenómenos más aberrantes del siglo. Cuando nuestros países requerían acceder a la democracia real y madurar políticamente, una teoría perversa según la cual los latinoamericanos no estábamos maduros para la democracia, culpablemente apoyada por los gobiernos norteamericanos, permitió que la América Latina viviera una de sus épocas más sombrías. Una progresión de dictaduras militares antipopulares se abrió camino para garantizar en el continente la aplicación de las políticas económicas y acallar los reclamos de justicia social y el libre ejercicio de la oposición, sin la cual la democracia es inconcebible. Curiosamente, Colombia había vivido el fenómeno de una dictadura militar casi accidental que, impuesta a mediados de los años cincuenta por una coalición de los partidos tradicionales como una suerte de ensayo de lo que sería el Frente Nacional, se fue desviando de su propósito inicial cuando el dictador, general Gustavo Rojas Pinilla, comprendió que el Estado, hecho para defender determinados privilegios desde siempre, podía servir a otros fines. Allí se dio una curiosa amalgama de obras benéficas para el pueblo y aprovechamiento del poder para beneficio propio que, por supuesto, provocó una rápida reacción de la clase política que había sido la inspiradora del experimento. No sobra recordar que las principales obras de modernización que emprendió Colombia a mediados de siglo fueron fruto de esa pauta casi involuntaria en la mezquina dominación de las élites, y que en una atmósfera tan enrarecida por el egoísmo de los poderosos ni siquiera el ejército resultó un aliado seguro. A tal punto el general se les salió de las manos, que diez años después fue el protagonista de una aventura electoral que puso en peligro la dominación bipartidista, y obligó al democrático gobierno del Frente Nacional a modificar a última hora los resultados electorales, con cifras llegadas de remotas provincias. También en tiempos de Gaitán se había dado el fenómeno de que la policía, compuesta por gentes del pueblo, terminara volviéndose gaitanista, para desconsuelo de los dueños del poder. Estas experiencias despertaron una gran desconfianza de los poderosos en la iniciativa de sus fuerzas armadas, y con gran inteligencia se procuró que los jefes militares amasaran grandes fortunas, manejaran inmensos presupuestos, tuvieran el control de la ciudadanía y aun de la justicia, y gozaran de excesivos privilegios, pero no se les soltó el timón del Estado ni siquiera en los tiempos en que Colombia era una de las poquísimas barcas con apariencia democrática en un océano de sables.

    Esos 20 años de Frente Nacional trajeron algunos de los males mayores de la sociedad colombiana actual, males que se sumaron a los muchos que ya arrastrábamos desde los viejos tiempos, para conformar el cuadro de impotencia y de desesperación que ahora tenemos ante los ojos. Como se prohibió toda oposición legal, cosa que sólo puede ocurrir en las dictaduras más cerriles, surgió y se fortaleció la oposición ilegal, la oposición armada, que ha crecido hasta ser dueña de la mitad del país. Durante mucho tiempo los ideólogos del poder explicaron la existencia de las guerrillas como un producto de la infiltración de ideologías foráneas, en particular del movimiento comunista internacional. Lo explicaban así a pesar de saber que en Colombia, como lo ha dicho Hobsbawm, siempre hubo en los campos hombres en armas y es una tradición la práctica de la rebelión focalizada en pequeña escala y el bandidaje rural. Pero muchas de las guerrillas colombianas no fueron en rigor comunistas, o sólo se revistieron de ese ropaje mientras duró el auge mundial de aquella ideología, y en cambio todos hemos podido comprobar que el acallamiento del discurso castrista y la caída abrumadora de la Unión Soviética y la gradual incorporación de la China a la economía de mercado no sólo no precipitaron el fin de la guerrilla colombiana sino que fueron simultáneos con su auge inusitado en nuestro territorio. A pesar de su bandidaje y de su falta de comunicación con la sociedad, la guerrilla no es un caso de policía, no es un problema militar sino un problema político y por ello salta a la vista que cuanto más se la combate y cuanto más se invierte dinero en recursos militares contra ella, más fuerte se hace. ¿Quién ignora que el campo colombiano está arruinado? ¿Que el país no les ofrece ninguna alternativa, ningún futuro, a los habitantes del campo? ¿Con qué cara nos viene a decir este Estado que los campesinos no tienen motivos para rebelarse, cuando hasta los profesionales en Colombia tienen que meterse a taxistas, y todo reclamo, por justo que sea, está prohibido en la práctica? Prohibamos en Francia los reclamos de la ciudadanía, el derecho a la indignación, y el derecho soberano de los trabajadores franceses a hacer temblar a sus instituciones, y no sólo harán guerrillas sino otra Revolución Cortacabezas, porque en Francia sí saben que ser ciudadano es fundamentalmente no dejarse pisotear de nadie, y menos si es uno el que les paga el sueldo. Yo sostengo que es el Estado colombiano imperante, con su ineficiencia y su irrespeto por los reclamos de la ciudadanía, el que fuerza a los campesinos a adherir a esos movimientos armados que no tienen ningún futuro, pero que por lo menos tienen presente.

    El Frente Nacional cerró además el acceso a la riqueza para las clases medias emprendedoras, y éstas se vieron empujadas por ello hacia actividades ilícitas como el contrabando y el narcotráfico, ya que si una sociedad niega las posibilidades legales en el marco de la democracia económica, quienes aspiran a la riqueza sólo tienen el camino de la ilegalidad. Cierto rey babilonio, en un relato de Voltaire, consulta desesperado al oráculo porque su hija la princesa se ha fugado con un vagabundo, y el oráculo le responde con estas palabras: "Cuando uno no casa a las muchachas, majestad, las muchachas se casan solas". Fue esto lo que ocurrió en Colombia desde comienzos de los años setenta. La vieja ideología señorial había impuesto aquí la absurda lógica de que cualquier concesión a los pobres es un escándalo. Para ser rico, la única condición era haber tenido la precaución de serlo desde la cuna, y todo lo demás era pretensión descabellada y ridícula. Ello es aún más extraño si pensamos que nuestra clase dirigente, por una voltereta tramposa, abandonó la vieja teoría medieval de la nobleza de sangre y fingió adoptar los principios de la democracia liberal debidos a la Revolución francesa. Todo ello era muy bien visto en la letra, pero que la servidumbre no buscara propasarse, ni intentar escenas bochornosas. Es muy difícil sostener una sociedad señorial, racista, excluyente y mezquina, en la que sobreviven términos como "gente bien", "gente de buena familia", y al mismo tiempo barnizarla con un discurso liberal aureolado por la pretensión de que todos son iguales ante la ley y viven bajo el imperio de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La gente terminará creyendo que de verdad tiene derechos y hasta puede intentar hacerlos valer. Y ello se agrava si el modelo económico expone a las gentes al discurso de las metrópolis, pues lentamente empezarán a percibir que el modelo que se les predica se parece muy poco al que se les ofrece.

    Allá al norte estaban los Estados Unidos, con su respeto por el ciudadano, su igualdad de derechos, sus salarios decentes, sus oportunidades de empleo y consumo; y aquí vivíamos en una disparatada sociedad de consumo en la cual hasta las clases medias tenían que pensarlo muchas veces para comprar lo que veían en las vitrinas. Se puede jugar así con la gente, pero no con toda. Tarde o temprano alguien sentirá que le están haciendo trampa en el juego y descubrirá que él también puede hacer trampa. Ya se sabe que la única pedagogía es la pedagogía del ejemplo, y un Estado no puede exigir que se respete la ley si él mismo no la respeta. Gobernar en función de unos cuantos privilegiados, saquear el tesoro público, abusar de la autoridad, es violar la ley de manera grave, y puede generar en la conciencia de algunos la sensación de que si los encargados de aplicarla violan la ley, no puede ser tan grave que la violen los particulares. Pero se da además el caso de que el discurso público de la sociedad industrial, es decir, la publicidad, pregona en todos los tonos posibles que la única condición digna de admiración y de respeto es la riqueza. Los mensajes de autos y perfumes y cigarrillos y tarjetas de crédito exhiben esa refinada vulgaridad como la condición necesaria de todo éxito y de toda felicidad. Y el pobre espectador descubre que le están vendiendo el suplicio de Tántalo; que, ávido por ser rico para obedecer las órdenes melodiosas de los medios y para merecer el respeto de su condición humana, la sociedad no se lo permite porque está organizada para impedir toda promoción, para perpetuar a los ricos en su riqueza y dejar que los pobres se mueran a las puertas de los hospitales. Y descubre además que los únicos en el vasto mundo que parecen tener la obligación de mostrarse ejemplares y virtuosos son los que están condenados a vivir en las sentinas, a padecer como buenos pobres los laberintos de la burocracia y los tacones de la ley en la nuca. Realmente no se me hace extraño que en una situación como esa, algún hombre sea víctima de malos pensamientos y empiece a fantasear con fortunas menos virtuosas pero más posibles.

    Si el Estado no le brinda garantías al ciudadano, ¿cómo puede reprocharle que recurra a métodos irregulares para garantizar la subsistencia? El Frente Nacional excluyó a las gentes humildes, y hemos visto crecer de un modo colosal la miseria material y moral del país. Cuando el Estado se esfuerza por hacer cosas en beneficio de los pobres, todo lo hace de un modo limosnero y exterior, porque los pobres no están representados en el Estado, y éste procura malamente mitigar las condiciones de pobreza, pero no es una instancia comprometida con soluciones reales para esa población. Y no se trata de una minoría importante: se trata, según dicen las cifras, de la mitad de la población nacional. Uno se pregunta: ¿En función de quién gobierna el Estado si su primera prioridad no es el problema de la pobreza, a través de la cual la sociedad entera se ha precipitado en el caos? De esa gigantesca masa de seres humanos desterrados, excluidos, de esa infrahumanidad, muchos se han visto forzados a la delincuencia. Hoy la principal fuente de delitos en la sociedad colombiana es la delincuencia común; no la delincuencia guerrillera ni la delincuencia del narcotráfico sino la delincuencia común, hija de la ignorancia, del resentimiento, de la pobreza, de las condiciones infrahumanas de vida y, por supuesto, fortalecida y perpetuada por la impunidad.

    Aún sin realizar los cambios que Colombia requiere con urgencia para llegar a ser el país digno que queremos, aún sin esa gran revolución de la dignidad, contra la miseria y contra la exclusión, sería un avance que el Estado curara las tres gravísimas heridas que le infligió a la sociedad con el esquema del Frente Nacional: la prohibición de una oposición legal, la falta de democracia económica, la falta de un verdadero compromiso con las clases más pobres. Sólo una oposición legal verdaderamente actuante y eficaz puede hacer inútil e injustificada la dañina oposición armada, con su capacidad de extorsión y de terrorismo. Sólo el acceso a la iniciativa económica y a la promoción social puede permitir que se supere la terrible situación de las clases medias, día a día forzadas a persistir en la nada fácil acumulación de riquezas ilegales. Sólo una política encaminada a la capitalización de los pobres, a garantizarles condiciones de dignidad y niveles decorosos de vida, sólo su acceso a una relación viva con el lenguaje y la cultura, puede disminuir considerablemente los niveles de criminalidad y de delincuencia común en Colombia. La guerrilla, el narcotráfico y la delincuencia común no pueden ser conjurados con meras soluciones policivas, su desaparición no depende de una costosísima política de guerra. La guerra puede servir para justificar presupuestos gigantescos, pero no para alcanzar la reconciliación ni la superación efectiva de esos conflictos. El caso de la sociedad colombiana en los últimos 50 años es el caso de un Estado criminal que criminalizó al país.
   
    Porque la consecuencia principal del Frente Nacional es que, abolida toda oposición, toda vigilancia ciudadana, el Estado se convirtió en un nido de corrupciones, en una madriguera de apetitos sin control entre dos partidos cómplices que no admitieron fiscalización alguna. Por un camino muy distinto, curiosamente, México llegó a una situación semejante. Así como allá la existencia de un solo partido, sin oposición posible, fue corrompiendo al Estado hasta convertirlo en un nido de burócratas sin entrañas y de ambiciosos sin escrúpulos, así también nuestra dictadura de un solo partido (con dos cabezas y con dos colores) convirtió al Estado en una eficiente mole de corrupción, continuamente enfrentada consigo misma, a la que ningún presupuesto le alcanza, donde cada pequeño funcionario manipula la ley a su antojo con toda impunidad, y donde una vasta red de compadres y amigos parásita del caos  exprime a todo el que cae en sus manos. Desde las más altas hasta las más bajas esferas el tráfico de influencias es la norma.

    Hacia un porvenir colombiano

    Ahora bien, ¿puede esta larga enumeración de causas explicar por qué nuestra sociedad es incapaz de reaccionar y de modificar una situación que se ha vuelto intolerable? "Ser maltratado no es un mérito", dijo Bernard Shaw a un visitante que le enumeraba sus males. He referido los precedentes de nuestra situación, pero el propósito de estas páginas es pensar en el porvenir y atrever reflexiones sobre la Nueva República, como la llamaba Gaitán, que estamos en el deber de construir. Una república capaz de superar una larga historia de negligencias y de crímenes, capaz de ofrecer al mundo algo mejor que un recurrente memorial de agravios. El Proyecto Nacional tantas veces postergado tiene que volver a alzarse, hasta que la cordura y la nobleza de corazón se impongan en el mismo escenario donde hoy persisten los negadores del país y los destructores de su esperanza. "Todo recuerdo es triste y todo presentimiento es alegre", dijo Novalis. El más inmediato deber de Colombia es presentir ese futuro y adueñarse de él con pasión y con convicción. Las viejas castas dominantes se han destituido a sí mismas, se han hecho indignas de respeto y no creo que merezcan un lugar en la historia. Es hora de que nos preguntemos cuál es nuestro lugar, cuál es nuestro papel y nuestro destino.

    En todo este tiempo se han visto crecer la pasividad ciudadana, la indiferencia y el miedo. Pero en los últimos 50 años también se vieron grandes procesos de iniciativa social, de lucha por los derechos de la comunidad, expresiones orgullosas y dignas. ¿Qué fue del movimiento sindical colombiano? ¿Qué fue de los valerosos reclamos de los campesinos? ¿Qué fue de las movilizaciones de los estudiantes? Estremece pensar que mientras en todo país democrático el derecho al reclamo, la indignación, y la resistencia a la opresión son pilares de la vida social, aquí toda indignación popular es causa de feroces persecuciones. Impedido en la práctica el acceso legal a la riqueza, todo enriquecimiento es ilícito, así como toda resistencia y todo reclamo son automáticamente ilegales. Estamos hablando de tiempos innobles. Una cosa es lanzarse a las calles, como en Francia, sabiendo que el Estado respeta a la población y responde por su legitimidad, sabiendo que si la fuerza oficial fuera utilizada ilegalmente contra el pueblo sería severamente sancionada, y otra salir a las calles a reclamar sabiendo que después de las marchas pacíficas, cuando los manifestantes dispersos vuelven solos a sus hogares, hay desapariciones silenciosas y ejecuciones anónimas.

    Un pueblo incapaz de darle la cara a los males se merece su postración y su angustia. Pero cuando uno se pregunta dónde están los que protestaron, los que se rebelaron, los que exigieron, los que se creyeron con derecho a reclamar un país más justo, más respetuoso, el pensamiento se ensombrece. Los héroes están en los cementerios, nos dice una voz al oído. Y entonces recordamos aquella pieza teatral en la que un personaje exclama: "¡Desgraciado el país que no tiene héroes!", y otro le responde: "¡No, desgraciado el país que los necesita!".

    Colombia ha tenido ya muchos héroes, pero lo triste es que los necesita, porque siendo evidente la injusticia, siendo evidente el monstruoso contraste entre los que tienen mucho y los que no tienen nada, siendo evidentes la corrupción y el delito, el increíble exterminio de todo un partido político de oposición, las calles populosas de indigentes que bandas de muchachos ricos salen a asesinar en la noche, siendo evidente el abandono de los campos, la quiebra de las empresas nacionales en nombre de la modernización, siendo evidente que la mitad del país no parece merecer respeto ni futuro, decirlo es ilegal y combatirlo puede ser mortal. Los dueños del poder en Colombia parecen dispuestos a sacrificar lo que sea con tal de conservar sus privilegios. No les tembló la mano para hacer que el viejo país campesino se desgarrara a sí mismo en un conflicto que ellos habrían podido impedir con un poco de conciencia patriótica, de generosidad y de previsión. El surgimiento de las guerrillas comunistas a comienzos de los años sesenta los hizo pensar que cualquier concesión significaría sacrificar sus riquezas, y la guerra a muerte contra la izquierda revolucionaria fue desde entonces la única consigna de los gobiernos y de los orientadores de la opinión pública. La ideología comunista puso a toda una generación de jóvenes a pensar que se trataba de derribar violentamente a las élites para transformar a la sociedad en una dictadura a la manera soviética o cubana, y subordinó los esfuerzos de transformación de la sociedad a la repetición de esas fórmulas con las cuales la sociedad rusa pasó de la autocracia zarista a la dictadura estatista de José Stalin. Ello impidió que nuestro país pudiera seguir el camino que le había trazado sabiamente Gaitán, la búsqueda de un destino propio que consultara su naturaleza, su singularidad, su riqueza de matices y de culturas. Las sectas comunistas se alimentaron aquí de la vieja tradición escolástica, parasitaria, dependiente, y también cuando buscaba soluciones a su drama Colombia persistió en el culto dogmático de modelos ilustres y de fórmulas prestadas.

    Es innegable nuestra pertenencia al orden mental europeo. Un país cuya lengua es hija del latín y del griego; que ha profesado por siglos una religión de origen hebreo, griego y romano; que se ha propuesto el modelo democrático debido a la Revolución francesa y que se reclama defensor de la Declaración de los Derechos del Hombre; una sociedad que se ha formado instituciones siguiendo el modelo liberal europeo, no puede pretender encontrar soluciones ignorando esa tradición. La democracia sigue siendo para nosotros una promesa y aún necesitamos en Colombia una crítica lúcida, vigorosa, implacable, de las iniquidades del poder imperante, como la que emprendió Voltaire en su día, y una propuesta seria de sensatez, de lógica, de generosidad y de valor civil. Lo que requerimos es comprender que una cosa es ser hijos de Europa y otra confundirnos con ella, cuando pertenecemos a un territorio tan distinto, cuando les debemos respeto profundo a los viejos padres que poblaron este territorio por siglos y de los cuales también descendemos, cuando sabemos que la diversidad de nuestra composición natural, étnica y cultural es un privilegio, y no permite la arbitraria imposición de un solo modelo, de una sola verdad, de una sola estética. Ningún país podrá construir jamás un orden social justo y equilibrado si no es capaz de reconocerse a sí mismo y de diseñar su proyecto económico, político y cultural a partir de esa conciencia de sus posibilidades y sus limitaciones.

    Un chiste común dice que en Colombia los ricos quieren ser ingleses, los intelectuales quieren ser franceses, la clase media quiere ser norteamericana y los pobres quieren ser mexicanos. Después de siglos de un esfuerzo vergonzoso y esnob por fingir ser lo que no somos, es urgente descubrir qué es Colombia; que surja entre nosotros un pensamiento, una interpretación de nosotros mismos, una alternativa de orden social, de desarrollo, un sueño que se parezca a lo que somos. El principal enemigo de ese sueño es el paradójico clamor de los defensores del caos existente que pretenden negar el charco de sangre en que vivimos y el absoluto fracaso de este modelo en su deber de brindar, ya que no felicidad, siquiera mínima dignidad a la población. Esos incomprensibles que editorial tras editorial nos muestran cuatro cifras abstractas de prosperidad para demostrarnos que vivimos en el paraíso. ¿Quién negará que muchos viven en condiciones de opulencia difíciles de imaginar? ¿Quién negará que los que se esfuerzan por acallar la insatisfacción y la indignación de los colombianos conscientes, tienen razones sobradas para defender lo que existe? Si algo no podemos proponernos es convencer a tres millones de personas que viven espléndidamente de que el país está mal. Muros fortificados y puertas con claves electrónicas y ejércitos privados de guardianes y de mastines casi los autorizan a decir que este es un país seguro. Y tampoco podemos hacer que los cinco millones que se desvelan luchando por acceder a ese círculo exquisito acepten que el modelo social excluyente ha fracasado, aunque cada día sientan más cerca las lenguas del caos. Altos ingresos y cartas de crédito y clubes y lujosos centros comerciales donde se puede vivir por un rato como en Nueva York, y a donde no llega todavía la violencia de los miserables y la brutalidad de las mafias les garantizan la conveniencia del modelo. No se preguntan por qué las gentes acomodadas de otros países no tienen que conformarse con pequeños guetos residenciales y comerciales sino que pueden andar por sus ciudades y por sus campos disfrutando plenamente del mundo. Se han resignado a vivir tras los muros y no ignoran que algo está podrido en el mundo que tan celosamente defienden.

    Pero gradualmente el país se ha hecho inhóspito y difícil aun para los que siempre se lucraron de él; la postergación de las reformas y la renuncia al Proyecto Nacional han vulnerado tanto a la población, que ya hasta los dueños del poder se quejan del país que hicieron. Existen hoy en el territorio más de 400 personas secuestradas, y los presentadores de noticias nos despiertan en las mañanas a la pesadilla de recordar que vivimos en un país sitiado por guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares, autodefensas, milicias populares y delincuentes comunes. Los dueños del país tienen que sentir alarma ante esto que no han sabido evitar con su poder. Esos millones y millones de pesos que nunca fueron capaces de invertir en evitar los males de la pobreza, los tienen que gastar en armas para reprimir a los hijos del resentimiento y de la miseria. Como es su costumbre, olvidan que ellos tuvieron siempre el derecho y el poder de hacer y deshacer a su antojo, y acusan al pueblo de ser el causante del caos. Leemos en los grandes diarios, cuyo esfuerzo persistente por disimular el horror y cuya renuncia culpable a ser la conciencia crítica de la sociedad han sido por décadas el sedante de la opinión pública, que el país ha perdido sus valores, que se han deteriorado la moral y las buenas costumbres. Pero, como decía Bernard Shaw, hay momentos en que el pueblo no necesita más moral sino más dinero. Tener con qué comer no garantiza que alguien se porte bien, pero no tenerlo francamente exige que uno se porte mal. Los responsables del drama empiezan a exigir que sean las víctimas quienes arreglen lo que la codicia ha dañado, exactamente a la manera como ahora los fabricantes de basuras no biodegradables proponen que en vez de ellos detener la producción, los pueblos realicen periódicas cruzadas de limpieza por campos, playas y ríos del planeta. La vieja estrategia consiste en privatizar bien las ganancias, y socializar vastamente las pérdidas.

    A veces admiten que las cosas están mal, pero inmediatamente les indigna que se pretenda buscar responsables. ¿Por qué buscar un culpable?, se preguntan. ¿Por qué no asumir que la historia nos ha traído a esto y que ahora lo tenemos que resolver entre todos? La verdad es que la corrección de los males exige descubrir dónde están las causas, ya que todo proyecto histórico que pretenda erradicar los males sin conocer su fuente está condenado al fracaso. Nuestro insensato modelo mental es en eso de una siniestra comicidad. El mejor crítico de ese modelo, Estanislao Zuleta, solía decir que no hay que confundir las causas de las cosas con las condiciones que las hacen posibles. "Por ejemplo -decía-, si a uno le cuentan que alguien se suicidó arrojándose de un octavo piso, y le preguntan cuál fue la causa de esa muerte, uno no responde que la ley de la gravedad". Pues bien, en Colombia continuamente confundimos las causas de las cosas con las condiciones que las hacen posibles. Si un par de sicarios asesina a alguien desde una moto, al día siguiente prohibimos las motos. De la misma manera, confundimos las causas con los efectos, creemos que alterando los efectos corregimos las causas. La delincuencia común generalizada es hija de la miseria y de la exclusión, pero siempre hay alguien interesado en acabar con la delincuencia sin alterar para nada esas condiciones de injusticia. El narcotráfico es fruto de una situación en la cual el trabajo honrado no permite siquiera sobrevivir, mientras el trabajo ilegal es pagado copiosamente por un imperio opulento. Siempre hay alguien que quiere disipar el efecto sin modificar para nada la causa. La proliferación de vendedores ambulantes es fruto de la falta de alternativas formales de supervivencia. Siempre hay alguien que cree que la solución es echarles la policía o encerrarlos en sótanos donde no puedan competir. Y es tan grave la miseria mental de algunos, que se llega a pensar seriamente que la causa de la pobreza es que haya pobres, y que por lo tanto la solución es acabar con ellos, eso sí, a medianoche y en la oscuridad.

    Curiosamente, ahí sí hay culpables. Quienes se empeñan todo el día en negar que la responsabilidad de los males sociales le pueda ser imputada a los privilegiados (los únicos que tuvieron en sus manos la posibilidad de humanizar un poco el modelo), siempre están dispuestos a vociferar que la culpa de la pobreza está en los pobres, la culpa de la delincuencia en los delincuentes y la culpa de los sicarios en las motos que los llevan a cumplir sus crímenes. Y no aceptarán nunca que si una sociedad tiene 35 millones de habitantes y toda su riqueza está en manos de cinco, los otros 30 han sido expropiados. Está bien, así es la vida. Pero si esos cinco que son dueños de todo no se esfuerzan por garantizar que su sociedad sea mínimamente viable para los otros, y se encierran en un egoísmo enfermizo y fascista, ¿con qué derecho podrán protestar cuando les llegue el turno de ser expropiados, en la hora inmisericorde de los resentidos y de sus machetes? Mi humilde opinión, pero hay quienes aseguran que no es así, es que esa hora espantosa está más cerca de lo que muchos imaginan, y que, como diría Shakespeare, el egoísmo está afilando un cuchillo destinado a su propio cuello. El mal está andando, nadie hace nada por detenerlo, Colombia tiene cada año más crímenes que el anterior, más secuestros, más extorsiones, más corrupción, más desigualdad, y las voces oficiales parecen estar de acuerdo en que, si alguien está insatisfecho, pues que se encargue de arreglar las cosas.

    Tal vez tienen razón. Tal vez ha llegado el momento en que sean las comunidades, y no los causantes del mal, quienes se apliquen a la tarea de resolverlo. Incluso, tal vez ha llegado el momento en que, a pesar de estos largos y necesarios análisis de las causas de nuestra crisis, la sociedad deba asumirse como responsable de lo que ocurre y emprender la tarea de cambiarlo. Hasta ahora, la aceptación de que había una clase dirigente, conocedora de los rumbos de la nación, capaz de diseñar las políticas económicas, los modelos de desarrollo, los planes culturales, ha permitido que la sociedad se adormeciera en la indiferencia o asumiera el papel igualmente lastimoso de reclamar soluciones o recibir limosnas. Pero demostrado el catastrófico fracaso de esas élites, de sus partidos y de sus discursos, ¿no debe la sociedad asumir que su deber es dar soluciones en lugar de estar reclamándolas o implorándolas? Cada ciudadano debe ser capaz de decirse a sí mismo: "Lo que yo no resuelva, no tengo derecho a esperar que otro lo resuelva por mí". Y asumir en consecuencia que el mero reclamo y la mera petición son maneras tan sumisas de estar en el mundo como la indiferencia o el silencio cobarde. ¿No estará llegando la hora de no pedir ni esperar nada, de construir un modelo distinto? ¿No estará empezando a tener su sentido y su función la propuesta de desobediencia civil que Thoreau razonó hace un siglo y medio? ¿Supone esto abandonar al Estado en manos de los políticos corruptos, la economía en manos del mercado mundial, las calles en manos del hampa?

    Ante esto hay varias alternativas. O uno acepta al Estado, cree en su legitimidad, y en esa medida confía en él, respeta sus reglas, participa en elecciones, sostiene en ese marco sus puntos de vista y lucha por imponerlos; o uno no acepta la legitimidad del Estado, se organiza por fuera de él o contra él, y lucha por la instauración de un Estado en el que pueda creer y confiar; o uno no cree en la validez de ningún Estado, y se organiza para sobrevivir en la selva del mundo sin dar por supuesto un contrato social y unas normas de convivencia. Yo sinceramente no creo que la sociedad colombiana pueda sobrevivir en su diversidad y su complejidad, con expectativas de una vida digna, en el ámbito del Estado actual, con sus supuestos mezquinos, su mole burocrática, su legalismo irresponsable y su corrupción; y a la vez no creo que podamos renunciar a la existencia de un Estado que mínimamente reglamente la convivencia social y garantice condiciones para la iniciativa privada, la regulación económica, la aplicación de la ley, la primacía del interés común sobre los intereses privados, la protección del ámbito inviolable de la libertad individual.

    ¿Qué hace que nuestra sociedad no reaccione? Tal vez lo mismo que hizo que dos hombres del pueblo alzaran sus hachas contra Rafael Uribe Uribe, que un hombre del pueblo asesinara a Jorge Eliécer Gaitán, que durante la Violencia los pobres del partido azul fueran enemigos de los pobres del partido rojo y se degollaran por el color del pañuelo. Lo que nos paraliza es que en nuestra sociedad siempre imperó un solo lenguaje, el que Gaitán intentó erradicar del alma del pueblo, ese discurso excluyente y señorial que repite que unos cuantos son legítimamente dueños y voceros del país, y que todos los demás son la turba insignificante, la chusma. Es el discurso disociador que excluye a todo lo que no forme parte del círculo de privilegios. El discurso económico que pretende que la situación del país se mide por las cifras de la inflación, del crecimiento económico, del producto interno bruto o de la tasa de cambio, y no por las verdaderas condiciones de vida de los individuos concretos. El discurso que sigue sosteniendo, como durante los dos siglos previos, que los únicos modelos válidos son los que nos dictan las metrópolis, y que no tenemos derecho a proponer alternativas, porque nuestro deber es ser dóciles réplicas de lo que inventan otros. Ese discurso ha remplazado la realidad de hambre y de sangre por un espectro de cifras, sondeos y promedios. Ese discurso se autoproclama feliz porque este fin de año hubo 297 crímenes "y no 302 como el año pasado". Ese discurso nos repite sin fin que vivimos en el mejor de los mundos, que Colombia es una de las democracias más perfectas que existen. Ciertos periódicos están concebidos para hacernos sentir que todo está bien, que la economía es pujante, que el crecimiento económico fue considerable, que las autoridades reportan normalidad, que Colombia es un país de seres abnegados pero felices, que le hacen frente a la inexplicable adversidad con optimismo y con fe en el futuro, y que en realidad nuestros males consisten en que hay unos cuantos bandidos de los que ya se encargará la policía. Se considera alarmismo decir que en Bogotá la gente tiene miedo de subirse en los buses ante la posibilidad de un atraco, que nadie quiere salir de noche a las calles porque la ciudadanía perdió el derecho a los espacios públicos, que tener auto es tan peligroso como andar a pie por los callejones, que todos los días oímos historias de familias que han sido saqueadas y amordazadas por el hampa en condiciones extremas de impunidad, que hay personas trabajando turnos de 24 horas por el salario mínimo, que hay capitales de departamento sin agua potable, que nadie se siente convocado por un proyecto de sociedad, que los jóvenes se aturden por gozar el presente sin preguntas y sin pensamientos porque nadie cree en el futuro, salvo cuatro caballeros de industria y sus voceros en los medios de comunicación. Éstos tienen que esforzarse por combinar la información objetiva, a menudo escabrosa, con espectáculos entretenidos que atenúen el efecto desolador del verdadero país que nos cerca y para el que nadie parece tener soluciones; y hemos llegado al extremo de que ver cosas alarmantes es pesimismo; el optimismo consiste en decir por obligación que todo va bien e irá mejor, y mencionar los males se ha vuelto más censurable que los males mismos.

    Adiós a la Colombia oligárquica. Abrir paso a una Colombia mestiza, creativa e inteligente, humana.

    Es urgente decirle adiós en Colombia al doble partido liberal conservador, cuyas dos cabezas siempre están en desacuerdo en las minucias mezquinas del reparto y siempre de acuerdo en la lógica general de la ambición y del saqueo. Después de haber arruinado al país, siguen barajando los nombres de las mediocridades que nos gobernarán en el próximo siglo. No construyeron una nación, una industria, una cultura, un arte, una ciencia, una filosofía: hasta los bellos ejemplos de su arquitectura los demolieron ellos mismos por codicia, para vender los lotes al mejor postor; gastaron su momento histórico en simulacros estériles y despreciaron todo lo grande que Colombia tenía para ofrecerle al mundo. Nos convirtieron en un pobre país subalterno de ganapanes y de imitadores, pero algo profundo y sagrado impidió que ese proceso fuera completo: tal vez este territorio cuya riqueza natural sigue pasmando a los visitantes, esta riqueza cultural criolla y auténtica que cada vez se hace más importante y más vigorosa. Debemos extraer nuestra poesía del futuro, pero sin olvidar que, como dice García Márquez, y como pensaba Gaitán, uno no es de donde le llegan las modas, sino de donde tiene sembradas las tumbas. Esas generaciones colombianas que hicieron de éste un suelo mestizo y mulato, un suelo criollo, donde debemos buscar nuestra manera de ser, la cara de Colombia que el mundo aprenderá a respetar y a querer.

    Pero ese país nuevo no es un mero sueño proyectado al inasible futuro sino una realidad que se ha ido construyendo por años y años. Esa Nueva República está viva en miles y miles de esfuerzos que interpretan de otro modo el país, que abren canales de expresión para la inmensa franja de colombianos excluidos por la miseria moral de las clases dirigentes. Ninguno de los grandes sueños patrióticos, ninguno de los componentes del presentido Proyecto Nacional podrá ser olvidado por el país nuevo que nace sobre las ruinas del bipartidismo faccioso y de su Estado delincuente.

    Ahí están, vivas, 60 naciones indígenas con sus mitologías, sus lenguas, sus filosofías trascendentales de respeto por la naturaleza y de armonía con el universo natural, con sus músicas, sus danzas, sus indumentarias, sus ornamentos, sus rituales, sus sabidurías ancestrales, su medicina y su magia, sus artes y sus artesanías. Ahí está la epopeya admirable de don Juan de Castellanos, quien nos narró minuciosamente el proceso de la conquista de la Nueva Granada, una obra llena de información sobre nuestros mayores de distintas razas y culturas; una de las poquísimas obras poéticas de nuestra tradición que nombra el territorio con admiración y con reverencia, una de las pocas en que existen los pueblos nativos, con su complejidad, su violencia y su heroísmo. Ahí está el ejemplo desafiante de la Expedición Botánica, la memoria de sus naturalistas y sus pintores, lo mismo que un tramo memorable de la Expedición de Aimé Bonpland y de Alexander von Humboldt. Ahí está el ejemplo de próceres como José María Carbonell, que realmente creyeron en la posibilidad de una autonomía política y en una independencia espiritual del poder opresivo de las metrópolis. Ahí están los ejemplos de José Hilario López, de Tomás Cipriano de Mosquera, y de todos aquellos, muchos pertenecientes a las clases dirigentes tradicionales, que creyeron en el país y procuraron su grandeza con verdadero amor por el territorio y verdadero respeto por su gente. Ahí está el ejemplo de la Comisión Corográfica; el doble viaje físico y literario de Jorge Isaacs descubriendo la riqueza y la belleza de los trópicos americanos; el pensamiento de Rafael Uribe Uribe y los viajes exploratorios de Rafael Reyes. Ahí está la sorprendente aventura lingüística de Rufino José Cuervo y la notable labor crítica de Baldomero Sanín Cano. Ahí están la saga fundadora de los antioqueños, la saga de los ferrocarriles, el sueño de una economía nacional que desde los años veinte nos propuso un destino distinto; la aventura legendaria de la navegación por el Magdalena; la aventura mental y verbal de José Eustasio Rivera explorando el Casanare y la selva, y denunciando el infierno de las caucherías. Ahí está la obra de Porfirio Barba Jacob, su vida de rebelde, de aventurero, de soñador, y de hombre continental; el respetable proyecto liberal de Alfonso López Pumarejo y su Revolución en Marcha; el ejemplo ciudadano, la misteriosa elocuencia y el lúcido ideario político del más grande dirigente del siglo, Jorge Eliécer Gaitán. Ahí están la combatividad y la integridad de María Cano y de Ignacio Torres Giraldo; la lucha de los mártires de las bananeras; la Biblioteca Aldeana de Daniel Samper Ortega, y su generoso proyecto intelectual. Ahí está la obra lúcida, original, audaz, y profundamente comprometida con el país, del maestro Fernando González. Ahí está el ejemplo de los grandes líderes populares del MRL, el ejemplo de Alfonso Barberena luchando en las barriadas por las muchedumbres que llegaban huyendo de la Violencia. Ahí está la obra de Gabriel García Márquez, que hizo que Colombia ingresara en las letras universales; y ahí está la poesía edénica de Aurelio Arturo. Ahí están los grandes movimientos obreros de los años sesenta, el movimiento estético impulsado por Marta Traba, y el gran esfuerzo intelectual impulsado por Jorge Gaitán Durán y la revista “Mito”. Ahí está el ejemplo generoso de Camilo Torres Restrepo, capaz de dar todo por sus convicciones. Ahí está el Nadaísmo, expresión de la rebeldía juvenil en una década inolvidable, renovador del lenguaje literario y conciencia crítica de su tiempo. Ahí esté el largo y enriquecedor esfuerzo cultural de la revista “Eco” por mantener vivos los vínculos entre nuestra cultura y la gran tradición occidental. Ahí está el esfuerzo de Luis Carlos Galán por dignificar la política. Ahí está la música popular de Carlos Vieco y de Tartarín Moreira, de Guillermo Buitrago y de Lucho Bermúdez, de José A. Morales y de Jorge Villamil, del inspirado maestro José Barros y de Carlos Washington Andrade, de Crescencio Salcedo y de los juglares vallenatos. Ahí está la intensa y paciente labor filosófica de Danilo Cruz Vélez; y el genio reflexivo y la pedagogía estética de Estanislao Zuleta, que abrió nuestro pensamiento a los horizontes de la modernidad.

    Es grande el trabajo que se ha hecho y grande el que resta por hacer, pero es posible que Colombia, sin saberlo muy bien, sin decírselo siquiera a sí misma, haya emprendido hace ya tiempo la tarea de propiciar una transformación que no pueda ser frustrada por las balas de la codicia. Sus mayorías renunciaron hace mucho a la fe en los líderes y en los partidos, pero importantes sectores de la población, apartándose del mundillo prepotente y antinacional que nos gobernó, se han dedicado a la labor fecunda y duradera de reconocerse en el país y de construir un proyecto que no pueda ser socavado por la difamación ni por el crimen. Ha venido creciendo una conciencia distinta que no puede situarse ni acallarse, porque está en todas partes. Está en la labor admirable y generosa de Gerardo Reichel-Dolmatoff, quien nos reveló los mundos asombrosos de misterio y de sabiduría de los pueblos indígenas a los que nuestra cultura oficial había considerado siempre salvajes y primitivos. Está en la labor persistente de antropólogos y sociólogos, de biólogos e ingenieros, de médicos e investigadores que, como los miembros de la vieja Expedición Botánica, no ignoran las implicaciones políticas de su labor, no ignoran que su esfuerzo es parte de la búsqueda de un destino mejor para Colombia. Está en la creciente labor de escritores y artistas, de filósofos y psicólogos, de historiadores y arquitectos, de científicos y técnicos cuya silenciosa rebelión está en la voluntad de construir un saber que se deba a nosotros y que resuelva problemas de nuestra realidad. Al lado del país de los privilegios, del Estado corrupto y de sus políticos, al lado de las violencias guerrilleras y estatales, de la mafia y del hampa, al lado de las torturas y las ejecuciones sumarias, de las masacres políticas y de los cinismos electorales, ha ido creciendo ese otro país al que ya no engañan los poderes económicos egoístas y sus voceros en los medios de comunicación. De ese país indignado pero responsable y creador, de ese país que no es noticia, debe salir el futuro que Colombia merece.

    Pero ese país en formación aún no está integrado en un Proyecto Nacional. Sus esfuerzos crecieron aislados, y por eso la nación donde se gesta la rebelión civilizadora, llamada a cambiar por fin los protagonistas de la historia colombiana, todavía produce la sensación de ser sólo un dilatado desastre en cine mudo. Todavía ese pensamiento plural no se ha cohesionado en un lenguaje que nos permita entrar en diálogo creador unos con otros. Aún impera el lenguaje receloso, faccioso y excluyente que nos enseñaron, pero en incontables ciudadanos existe ya la semilla de esa Nueva República, unida en su complejidad étnica y cultural, y a la vez respetuosa de sus diferencias. En la admirable literatura testimonial más reciente, después de 50 años de silencio, gentes del pueblo que fueron protagonistas de una historia tremenda han empezado a reconstruir su destino mediante un lenguaje vivo y lleno de revelaciones. En lugar de pensar en dominarlo y en administrarlo, muchos colombianos están interrogando y pensando el país. Después de las valiosas Jornadas Regionales de Cultura, el alegre esfuerzo de las comunidades permitió salvar otra convocatoria cultural dignificadora y fecunda, el programa Crea, una expedición por la cultura colombiana, sostenido a ciegas por varias administraciones sin comprender muy bien su valor, y que vino a sorprendernos con la riqueza, la diversidad y la vitalidad de nuestra cultura presente. El nuevo país crece en la labor de industrias y cooperativas regionales; de empresas solidarias; de movimientos ecológicos; de medios alternativos; de eventos literarios, artísticos y musicales de trascendencia mundial logrados gracias a la iniciativa particular en varias ciudades; en la dignidad de una nueva generación de periodistas responsables y valerosos; en creadores de música y danza que se han inclinado sobre las fuentes de su propia cultura para encontrar un lenguaje con el cual hablarle originalmente al mundo; en el trabajo de grupos y personas comprometidos con el país, que no tienen el menor afán por lanzarse a la conquista del poder, o que, habiendo conocido las redes paralizantes de su enorme laberinto kafkiano, ya saben cuán imposible es cambiar algo en la bruma pesadillesca de los incisos y de los occisos.

    Sólo tomando posesión de ese lenguaje, múltiple y cohesionador, que le dé un nuevo sentido a la nación y a su historia, podremos llegar a constituir un movimiento capaz, no de reclamar ni de pedir sino de provocar los grandes cambios sociales que requiere el país y proponer una vida viable en el ámbito de las posibilidades contemporáneas. Para realizar una revolución que no pueda ser detenida y frustrada por las balas, se requiere la unión de la inteligencia, la creatividad y la solidaridad de millones de seres humanos, de los que ya saben que el poder existente sólo busca un futuro para esa exigua minoría que se avergüenza de sus compatriotas y que sistemáticamente los desprecia y los excluye.

    Un país formidable en recursos y capaz de grandes empresas está en condiciones de nacer. Basta que los colombianos nos permitamos ser conscientes de nuestra fuerza, ser los voceros orgullosos de nuestro territorio, los defensores de nuestra naturaleza y los hijos perspicaces de una historia que yace en el olvido. Hoy ya no se trata de alcanzar el cielo sino de salir del infierno, de un infierno de intolerancia y de desamparo circunscrito por la historia a la línea de nuestras fronteras. Pero bastará dar ese paso inicial que nos arrebate al horror para que ya sea posible soñar el país que Colombia, aleccionada por su historia, puede llegar a ser. Tarde o temprano tendremos que pensar, no en una economía aislada e independiente, cosa imposible, pero sí en una economía cuya primera prioridad sea la gente colombiana.

    Yo sueño un país que esté unido física y espiritualmente con los demás países de la América del Sur. Que un grupo de jóvenes venezolanos o colombianos pueda tomar el tren en Caracas o en Bogotá y viajar, si así lo quieren, hasta los confines de Buenos Aires. En un mundo donde se hacen autopistas de isla en isla, no ha de ser imposible tender ese camino de unidad entre naciones hermanas. Yo sueño un país que cuando hable de desarrollo hable de desarrollo para todos, y no a expensas del planeta sino pensando también en el mundo que habitarán las generaciones futuras; que cuando hable de industria nacional sepa recordar, como Gaitán, que industria son por igual los empresarios, los trabajadores y los consumidores. Yo sueño un país consciente de sus tierras, de sus árboles, de sus mares y de sus criaturas, donde hablar de economía sea hablar de cómo vive el último de los hijos de la república. Yo sueño un país donde sea imposible que haya gentes durmiendo bajo los puentes o comiendo basuras en las calles. Yo sueño un país cuya moneda pueda mostrarse y negociarse en cualquier lugar del planeta. Yo sueño un país que gane medallas en los Juegos Olímpicos. Yo sueño un país de pueblos y ciudades hermosos y dignos, donde los que tengan más sientan el orgullo y la tranquilidad de saber que los otros viven dignamente. Yo sueño un país inteligente, es decir, un país donde cada quien sepa que todos necesitamos de todos, que la noche nos puede sorprender en cualquier parte, que el carro se nos puede varar en las altas carreteras solitarias, y que por ello es bueno que nos esforcemos por sembrar amistad y no resentimiento. Yo sueño un país donde un indio pueda no sólo ser indio con orgullo, sino que superando esta época en que se lo quiere educar en los errores de la civilización europea aprendamos con respeto su saber profundo de armonía con el cosmos y de conservación de la naturaleza. Yo sueño un país donde tantos talentosos artistas, músicos y danzantes, actores y poetas, pintores y contadores de historias, dejen de ser figuras pintorescas y marginales, y se conviertan en voceros orgullosos de una nación, en los creadores de sus tradiciones. Todo eso sólo requiere la apasionada y festiva construcción de vínculos sinceros y valerosos. Y hay una pregunta que nos está haciendo la historia: ahora que el rojo y el azul han dejado de ser un camino, ¿dónde está la franja amarilla?
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    (**) William Ospina (Padua, Tolima 1954). Poeta, ensayista y traductor. Premio Nacional de Poesía Colcultura, 1992. Ha publicado los,libros de ensayos "Es tarde para el hombre", "Un álgebra embrujada", "¿Dónde está la franja amarilla?", "La decandencia de los dragones", "La herida en la piel de la diosa", "Los nuevos centros de la esfera", y "América Mestiza". Socio fundador de la revista Número, ha publicado también poesía y novela.

    (*) El artículo se publicó en la Revista Número, N° 9, con el título
COLOMBIA: EL PROYECTO NACIONAL Y LA FRANJA AMARILLA. Este título hace referencia a los colores de la bandera colombiana. El trabajo es de mayo de 1996 y fue publicado como libro, por Norma, con el título de "¿.Dónde está la franja amarilla?" (1997).