Universidad Omega,
N° 87, mayo 2020.

   Como es tiempo de pandemias y de ejecución de altos funcionarios (escribo el 29 de mayo) por no llenar las expectativas del siempre bien peinado señor Presidente (Carlos Alvarado) me detengo en un escrito de uno de los intelectuales recurrentes del periódico La  Nación S.A., Jacques Sagot. Lo tituló  “¿Qué aguarda el ser humano?” (LN, 29, 05, 2020). Repleto de eruditos lugares comunes aparentes, manosea a Albert Camus (1913-1960) quien, por fortuna para él, murió hace ya más de medio siglo. Escribe Sagot: “El propio Sísifo, de Camus, repite su ritual escalada de la colina, empujando una y mil veces su piedra sempiterna, sin preguntarse por qué lo hace, y aguardando que tal gesto tenga algún sentido, algún propósito vital… aunque Camus nos invita a imaginarlo feliz, en la maquinal repetición de su suplicio, perfectamente asumida su condición de héroe del absurdo”. En realidad, Sísifo, un referente mítico,  se caracterizó por crímenes comunes pero especialmente por su talento y habilidad para burlar a los dioses y dejarlos en ridículo. Por lo último los dioses lo castigaron sentenciándolo a subir una enorme roca (como el déficit fiscal o la gula empresarial capitalista) por una ladera escarpada. Además, lo dejaron ciego. Revanchistas estos diosecitos. Al llegar a la cumbre, la roca caía y Sísifo debía bajar y volver a subirla. Al referir el asunto, Camus escribe  en su línea final: “Hay que imaginar a Sísifo feliz”.

   La propuesta de Camus tiene sentido. Los dioses odian a Sísifo porque él los engaña con su astucia y los deja como estúpidos. Usan estos dioses su poder para castigarlo. La penalidad es eterna: ciego y ejecutando una tarea estéril y reiterada, sin pausa. Los diosecitos lo castigaron así para mostrarle al condenado su cruel poder infinito.

   Pero Sísifo, en su propio tiempo de pandemia, que ni siquiera el Ministro de Salud puede paliar, sabe que los diosecillos quieren destruirlo, hacerlo arrepentirse, abjurar de sus acciones, rendirles pleitesía. Arrodillarse  ante ellos gimiendo y suplicando clemencia. Esa es la voluntad de quienes se llaman dioses.

   Entonces Sísifo, de acuerdo a Camus, vuelve a burlar a estos diosecillos. Se experimenta feliz realizando su tarea. Los dioses no consiguen destruir su libertad. Los dioses elevan al ser humano Sísifo a la altura de dioses (el castigo es eterno) pero a diferencia de ellos es libre en su espíritu. No pueden quitarle su libertad para experimentarse feliz. Para darse felicidad. Bella antropología la de Sísifo-Camus. Conviene recordarla en tiempos de pandemia. Por supuesto Sagot se enteró de Camus/Sísifo en un Reader’s Digest.

   Desde luego Sagot no es el único que equivoca así el tiro con el ‘absurdo’ Sísifo camusiano. Miro en Internet y al parecer una monja de las que han renunciado a hablar excepto con sus propios dogmas redacta parte del artículo sobre el mito de Sísifo. Para la monja, Sísifo debe imaginarse feliz para evitar el suicidio. No. Sísifo ha de experimentarse feliz haciendo lo que hace porque se asume libre. Sobre su libertad, nada ni nadie. Uno de los horizontes de este Camus humanista es convocar la libertad humana incluso cuando las circunstancias la hacen parecer no factible. Camus alienta a los hinchas del equipo futbolero que pierde 4 a 1 cuando restando 3 minutos del segundo tiempo corean “¡Sí se puede!”. Esos hinchas no son fanáticos absurdos. Saben perfectamente que no se puede. Lo  que desean es que sus jugadores luchen hasta el final y les comunican que también en la derrota están con ellos siempre.  No es poca cosa.

   Uno no debería escribir de las cosas que para nada entiende como la monja/Sagot. Para escuchar a Camus hay que situarse en el bando de los que pierden. Pero para hacerlo hay que sentir la plena dignidad de la libertad humana. Algo difícil para monjas y monjes del statu quo. Lo difícil sin embargo no resulta idéntico a lo no factible. Ahí está Sísifo-Camus con su bandera agitada cuyos colores no podemos distinguir gritando con otros “¡Sí se puede!”. No es comida para trompudos.
____________________________________

Diálogo

 María Fernanda, Sofía,  Adalid, Jorge  (Costa Rica).- Camus no aguarda un propósito vital porque eso sería situarlo como pensador premoderno, como Sagot parece indicar. Imaginarse a Sísifo alegre implica, por el contrario, afirmar la ausencia de una espera, afirmar la ausencia de un propósito vital prestablecido que nos sea revelado como una verdad última. Si se se quiere, el propósito es recrearse con esa ausencia, con ese despropósito. No lucha contra la vida queriendo imponerle un orden definitivo que nos libre del permanente cambio, de la dimensión trágica de la existencia. Reconoce la ausencia de este y dice sí, una y otra vez, a esa dimensión, a ese devenir inocente o quizas al momento de intensidad temerariamente previsto. El Sísifo de Camus, con su atrevida sonrisa, decide manifestar y expresar el carácter indefinido de la existencia. Testimonia afirmativamente la incontenible apertura de sentido que ella prodiga, de modo tal que evidencia la imposibilidad de un control absoluto sobre nuestras vidas como la que ensueña oferta la destructiva codicia capitalista y que tiene por pesadilla facciosa-comunista o anárquica esta alegría. Que es profunda porque se enraíza en la hendidura, en la fragilidad, en la apertura de la vida. En la otredad. Pero para el orden de los dioses bursátiles antiguos y contemporáneos no hay otra alternativa, aun cuando el mundo humano se nos esté cayendo a pedazos. Con su desenfrenada actividad y su estúpida risa, el individuo codicioso y atomizado destruye los recursos que lo sostienen: naturaleza y trabajo humano, que en nuestro contexto y en específico en el norte de Costa Rica se traduce como la tala ilegal más grande en los últimos años y la explotación de mano de obra nicaragüense  (migración forzada), y esto, en tiempos eternos de pandemia. Para nada menos valiente y poderosa que la expuesta alegría personal y humana de Sísifo.

José, Pablo (Costa Rica).- Conversamos bastante, aunque cosa curiosa, no polemizamos. Solemos hacerlo. Para nosotros, el siglo XXI es punto de inflexión en la historia y evolución de la vida. La centuria que atravesamos se cierne como el momento más crucial de nuestra historia como especie, al menos así lo experimentamos. Nos hemos permitido instalarnos, sin haberlo programado, ante la encrucijada más grande que como especie hemos enfrentado. El letrero de ruta dice así: O persistimos siendo la especie humana que conocemos o nos animamos a evolucionar, lo que quiere decir que habrá que, no solo tratar de llegar a ser por primera vez una única especie político-cultural a lo largo y ancho del planeta, sino sobretodo… ¡reinventar por nosotros mismos la evolución misma, lo que ella sea, lo que ella signifique! Y por tanto, quiere decir también aprender a desconocernos. Esta reinvención no es viable a partir de la sensibilidad actual, la que predomina hoy en día. La que desea aprovechar la pandemia para ser más mezquinamente feroces que antes o la que sufre porque se le dificulta ayudar 100% a otros. En cualquier caso, estimamos la especie humana que conocemos, o creemos conocer, va a morir. La especie humana hasta hoy, con excepciones que nunca han significado contrapeso, se ha abocado en manifestar una necesidad neurótica por sentirse por completo diferente de la vida, del cosmos. Ha generado por miles de años un modo de existencia que a la fecha resulta totalmente incompatible con ella. Como si en los más íntimo de una eventual esencia de nuestra especie fuéramos algo que finalmente no perteneciera a la vastedad inconmensurable de la vida. La estúpida etiqueta “nueva normalidad” − que se nos atraganta cada vez que la escuchamos − asignada mediáticamente a la situación que estamos viviendo (lo cual dice mucho de los medios, sus funcionarios y sus dueños) evidencia el crítico desconocimiento que el ser humano actual tiene con respecto de sí mismo. Un cambio como el que este año experimentamos parece gestar la impresión de que ya estamos bajo otros hábitos totalmente distintos a los que hace unos pocos meses atrás practicábamos. Esta es una mirada brutalmente superficial que reestablece y agrava las viejas dominaciones, pero, a la vez nos reta a nuevos y significativos emprendimientos. Es una mirada solo entrenada para percibir las apariencias y aquello que a lo sumo puede ser calculable, definible, acotable. Solo evidencia el monstruoso recelo ante la densidad y profundidad del cambio, y por tanto, de la vida. Vivimos la exacerbación de la ‘normalidad’ que desde hace muchos pero muchos años hemos manifestado como especie, hasta el punto que pareciera que eso es lo que nos define. No hemos querido mirar de frente nuestra descompuesta y ostentosa vanidad y asumirla. Mirar con distancia, enraizados atentamente en el presente e infinito silencio que se abre entre y bajo nuestros diarios balbuceos, hasta abrazar la mágica condición de seres vulnerables. Abiertos y vulnerables ante un océano donde esa imagen de contornos artificiales con los cuales nos buscamos identificar necia y definitivamente se extravían. No es que se pierdan en un todo indiferenciado, sino que fluyen como en un mar donde las olas se reaniman inusitadamente. Pero tan tercamente persistimos en lo contrario que nos llevamos hasta las últimas consecuencias de aquellas rígidas y por consiguiente torpes líneas que delineábamos para nosotros hasta el punto que resultan en sogas que nos atamos al cuello y terminan por sofocarnos y ahogarnos. Al encontrarnos con ellas, como hoy planetariamente la situación nos muestra, es claro que lo que ocultábamos, que lo que habíamos querido olvidar, emerge con fuerza cada vez más incontenible a la que queremos ver como si se tratase de una novedad, y por tanto ajena a lo que ahora creemos ser. ¡Y es nuestra historia! Que nunca ha sido de todos  para todos. No hay ya más tiempo para reforzar nuestra soberbia. Solo hay tiempo, aunque no espacio, para acompañarla a su tumba. Sería una hecatombe sin precedentes no llevarnos con cariño a nuestra muerte. A todo le llega su hora, pero somos más que lo que normalmente hemos creído ser. Estamos a las puertas de una de las más grandes extinciones que el planeta Tierra ha experimentado, la sexta, aquella propia del Antropoceno.

HG.- El Antropoceno es la era en que los seres humanos empiezan a darle carácter, su carácter, a la existencia en el planeta. Ustedes parecen afirmar que la especie, sus grupos dominantes en realidad, nunca hemos sabido dónde nos parábamos y donde podíamos presionar y donde debíamos detenernos.

José, Pablo.-Tenemos que reconocer lo que eternamente, o casi, nos hemos negado a reconocer: la ilimitación de la vida. Únicamente vemos fronteras por todos lados (de clase, de generación, de cultura, de nacionalidad, de sexo/género, de especies, de propia potencia). No reconocemos la vida en nosotros porque no reconocemos a los otros. Los imaginamos estériles, insignificantes. Ahora, la vida está en todos los otros y  en nosotros. Nosotros existimos en la burbuja imaginada por nuestras limitaciones. Hemos intentado imponer estas limitaciones a todo porque creemos saber nombrar, pensar. Estimamos nos tornan invulnerables. Ante la catástrofe final, unos pocos viajarán a las estrellas. Esos pocos se sentirán invulnerables. Esta convicción nos resulta sagrada. Se admira en Trump, en Bolsonaro, en Ortega, Incluso en el Papa de turno. Y lo que decimos, no lo decimos solo por esta pandemia del Covid-19, que a lo mejor la superamos, pero es que vendrán en el corto o mediano plazo otros desastres: guerras de infinitos y sumamente lamentables dolores, nuevos y más letales virus, crecidas catastróficas de océanos y temperatura, tormentas y aridez insoportables, pandemias agravadas de depresiones y suicidios. Quizá hemos podido predecirlos, mas no hemos querido reconocerlos como desafíos civilizatorios. La identificación inercial con una manera de ser que ha sobrevivido nos ha cegado. Nos has permitido imaginarnos a salvo del cambio y la muerte a causa de habernos colocado ilusoriamente fuera de la inmensidad de la vida y la condición vulnerable que ella manifiesta. Fuera de la inmensidad de la vida. ¡Qué delirio! No hemos sido capaces de comprender como especie (tal vez individualmente han podido darse excepciones) otra manera a partir de la cual derivar otra identidad, sentirnos/sabernos/situarnos como otra ola en el mar.

HG.- ¿Tal vez en el arte se da esta advertencia?

José, Pablo.- Tal vez en el arte mientras no se transformó en-arte-para-los-mercados o para  halagar a los mandatarios y administradores de la insensatez. Edith Piaf fue más humana por próxima a la muerte mientras cantó en la calle que cuando lo hizo en salones y teatros. Ahora, cuando hablamos de esta extinción no solo nos referimos a la vida humana, sino de muchas otras formas de vida que conocemos. De la vida toda que en general creemos conocer. Tenemos que querer nuestra muerte, o sea la de esta neurótica identificación. Hay que aprender a morir. Y es que ya de por sí nos estamos extinguiendo. Una nueva conciencia se abre paso, o al menos así lo deseamos. Su éxito depende de realizar un cambio radical de calidad humana, uno que se aparte de ese egoísmo insano que en el fondo vuelve a la vida del planeta tierra mero instrumento, que cree poder explotar infinitamente para huir de ella hacia la desértica nada. La conciencia es un fenómeno sumamente reciente en la evolución del cosmos. El último de una prodigiosidad maravillosa. Nunca en la historia del cosmos ha evolucionado autoconscientemente una especie de otra. Evolucionó el homo sapiens y nos convertimos en la primera especie autoconsciente (que sepamos), pero lo que ahora corresponde es algo mucho más grande: ¡que esta evolucione, que geste su propia evolución! Hablamos de un sí incondicional a la apertura infinita de la vida, a su permanente indefinición, a saber derivar nuestra identidad de allí, de ese su oceánico silencio. No hemos comprendido que todas las luchas son una misma lucha: la lucha por expandir la vida, la lucha por universalizar la experiencia humana, esto es, que cada quien desde sí mismo en interdependencia con su prójimo y la vida pueda determinarse. Son tiempos dolorosos, porque estamos hablando de un grandioso parto. El cambio de calidad humana ya genera otra especie en el sentido que el humano (como especie) que hasta la fecha hemos sido y conocido tiene que acabar. Está acabando. El ser humano no hay que mejorarlo. “El ser humano ha muerto”. Por fortuna. Así que este cambio es hondo y sin precedentes, porque aquella manera neurótica de ser, que es la causa principal de nuestra incompatibilidad actual con la vida, es lo que nos ha definido. Todas las instituciones y prácticas, por más cotidianas que estas sean, derivan en su casi totalidad de esa definición, definición que ha rechazado la inacotable apertura de la vida. Al igual que casi todo pensamiento, todo mito, toda narración religiosa, racional, científica o tecnológica. Hablamos de un cambio que no tiene comparación en la historia evolutiva de la vida − ¡Queremos todo lo que venga con ese parto! −.
Respira. Vuelve a lo esencial. Ya casi amanece. Recuerda, nunca estás solo o sola que la vida no deja de dar. Abre tu corazón y entrégate, pues, a vivir. En esa entrega encontrarás el descanso. Vivir no requiere esfuerzo. Eres vida. Afirma la vulnerabilidad y reconocerás la implacable apertura y nunca más volverás a experimentar herida. Eso es la capacidad de recibir herida. Escribimos esto sin dirección a ninguna parte, con magnitud cero, intensidad infinita y velocidad ligera como diente de león.

HG.- Y lo publicamos, porque me incluyo, en un sitio que pocos leen.

José, Pablo.- Le llamamos a nuestra conversación ““Eterno tiempo de pandemia espiritual” y “La nueva normalidad””.
_____________________________