III. Iconografía y mito de Guevara
Los textos que nos facilitaron introducir estas discusiones sobre la violencia y el imaginario popular inscritos en una cultura de la resistencia y la vida, fueron prolongados, siempre en la misma prensa, por artículos de mayor sordidez, más desinformados y todavía menor estatura. Uno de ellos acotaba: “El Che sigue viviendo, pero en las “T-Shirts”. Fue el héroe de la generación de la revuelta estudiantil, del pelo largo y de las drogas. Con bastante frecuencia, donde hay muchas efigies del Che, allí también se “quema monte”[51].
El escribidor está obviamente disgustado con lo que Newsweek calificó como una Che-manía frenética para la que confluían la proximidad de los 30 años de su asesinato y el encuentro y desentierro de sus restos[52]. En su resentimiento, el escribidor, que no puede ignorar que Guevara es noticia y comentario y evocación generalizados, procede a descalificar su rememoración asociándolo con grupos impugnables. Conmemoran a Guevara, por ejemplo, los drogadictos. El escribidor redacta: “El Che y todos los de su calaña...”. El desprecio no se reduce a Guevara, sino a quienquiera participe en su recuerdo. El escribidor no entiende por qué se evoca a un fracasado: “El Che no fue un revolucionario exitoso. No liberó nada. En el caso de Cuba, la fama que ganó, la ganó a la sombra de Fidel”. Y con mayor transparencia rencorosa: “El Che fue un fracasado. El hecho de convertirse en un héroe de T-hirt (sic), no lo redime”.
Al fenómeno que atrae el rencor de este escribidor (la multiplicación generalizada y exitosa de la imagen de Guevara) lo llamo aquí iconografía. Es necesario distinguir entre Guevara como mito y la iconografía en torno a su imagen. Mito e iconografía pueden reforzarse, pero ello no resulta necesario. La iconografía podría buscar intencionalmente debilitar al mito. El mito Guevara es producción del imaginario popular de resistencia y liberación. La iconografía guevariana admite incluso otorgarle al Che un carácter chic y promover con su imagen todo tipo de ventas, esquíes incluidos. Sin embargo, mito e iconografía son factores de configuración de una sensibilidad (que puede ser desgarrada) en relación con Guevara. Un mecánico cubano (La Habana), entrevistado por periodistas norteamericanos, condensa bien este desgarramiento: “El Che es querido aquí”, dice, “pero no se le puede imitar en los tiempos que corren”. Y culmina la ambigüedad y exterioridad de sus sentimientos hacia Guevara con un: “El Che me parece un romántico. La vida me ha enseñado a ser más práctico”. Este mecánico pone de manifiesto el espacio de la iconografía. La iconografía reproduce al Che, pero Guevara no interpela socialmente (liberadoramente) mediante sus estampas iconográficas.
No se crea que el ámbito de la iconografía es puramente exterior. La iconografía en torno al Che es, desde luego, también un signo social. Pero desde ella Guevara no interpela la raíz popular. Es más bien una referencia social general, pre-política, o sea pre-testimonial o incluso a-testimonial. Laura Whitcomb, una diseñadora neoyorquina de ropa con motivos guevaristas, nos aclara estos rasgos: “En el final de los noventa, la gente se siente vacía y suspira por un retorno del idealismo. El Che conjura todo eso”. Lo que faltaría aquí es explicar por qué Guevara y no Jesús. O Martin Luther King. Pero volveremos sobre este último punto más adelante.
En todo caso, las declaraciones de Whitcomb nos dicen que la imagen del Che no es multiplicada y atesorada únicamente por sus “camaradas”[53] y que el Che mismo no es percibido como un derrotado, como un fracaso. Aunque en la iconografía no convoca popularmente, también en ella Guevara induce y atrae, significa. Desde luego, existen elementos que podríamos considerar ‘exteriores’ para ello. Brook Larmer, en Newsweek, apunta, con algo de cinismo, hacia esos caracteres: “Fue un rebelde, murió joven (a los 39) y se ve enormemente atractivo con boina”. Sin embargo, lo que aquí consideramos ‘exterior’ es sustancial para la iconografía. El mecanismo iconográfico funciona aislando y enfatizando detalles, singularizando. Digamos, el Che es su boina y la estrella de Comandante. Forma parte de un espectáculo. Y no es extraño que su protagonismo le haya dado un papel en el musical Evita.
Ahora, el procedimiento iconográfico es singularizante. Hace del Che un individuo (sin proceso histórico-social) y, al mismo tiempo, un estereotipo. En la iconografía mercantil, Guevara no es su autoproducción social, sino un individuo con el que puedo identificarme porque sus caracteres me expresan/hablan como individuo. Abstraído así, se entiende que se le relacione con “una aspiración al idealismo extraviado para los consumidores ahítos”. Como enfatizamos, la iconografía es un signo social. Pero lo es de varios modos. Y uno de esos modos es la captura mercantil, como producto acabado y de intercambio abstracto, del icono. Puedo ligarme, en el sentido de apoyarme, como cantante de rock, a la imagen del Che, porque ambos somos rebeldes e idealistas. Como el Che es libidinalmente atractivo, me ayuda a vender. Apoyarse en el Che significa utilizarlo. El otro como medio es la norma mercantil. El mismo cantante de rock comercial se utiliza (utiliza su habilidad) como medio para otra cosa. He querido destacar sólo dos planos de las relaciones entre iconografía y venta.
Esa es una parte del mecanismo. Pero, ¿por qué el Che?. Tras Guevara no existe una gigantesca conspiración de mercadeo, tipo MacDonald’s. En buena medida su efecto iconográfico es espontáneo. Y el mito popular ayuda, pero carece de la capacidad para imponer su Che. El aparato de mercadeo que existe en América Latina, por ejemplo, intentando sostener a Juan Pablo II o a la virgen María es espectacularmente más amplio, sistémico y legitimado que cualquiera que se pudiera imaginar asociado con el mercadeo de Guevara. La comparación ayuda. Ni el Papa ni la Virgen condensan o son interlocutores de un malestar. Son imágenes fofas, oficiales, que pueden amarse epidérmicamente para cumplir con lo culturalmente debido. Forman parte de una identidad cultural ‘normal’. Por ello, representan y expresan fenoménica y estructuralmente la sobrerrepresión. Guevara, en cambio, es una imagen/contenido fuerte que expresa lo intuitivamente deseado y reprimido, por no debido. Guevara protagoniza abiertamente una agonía libidinal. Por eso ‘dice’ a los jóvenes, incluyendo a los que consumen drogas. ¿Por qué no? Pero Guevara también puede hablar a la tía solterona y provinciana que anhela y aguarda la relación, deseada y rechazada, que la conducirá a los orgasmos densa, turbia y tensamente soñados, imaginados, y declarados, al mismo tiempo (por su grupo familiar y su identidad e historia ‘decentes’), imposibles. Violentamente negados. La imagen de Guevara, su posesión/consumo daña a quienes hacen daño. Es decir a los poderosos: padres posesivos y autoritarios, religiosos y militares verticales, novio ausente y hostil, novia infiel, burócratas estériles y estúpidos, negociantes fraudulentos. Guevara no es sólo un rebelde, como afirma, Larmer, sino que rompe límites. Es trascendente. Su atractivo no reside aquí, en la iconografía, en su idealismo, sino en que indica la posibilidad de ingresar en lo prohibido por la sobrerrepresión. La imagen de Guevara circula y vende porque interpela al deseo.
Al interpelar al deseo mediante la exhibición de una imagen, el ámbito iconográfico diluye al Che. El orden iconográfico resuelve el deseo con su substitución, mejor o peor fetichizada, por un objeto abstracto e inalcanzado (representación, estampa, espectáculo). Por eso, el universo iconográfico en torno al Che se gesta, frustra y retorna eternamente recompuesto. Es un despliegue siempre inacabado, autorreprimido, correlato del circuito mercantil. Es tanto expresión de malestar como ansiedad. Condensa frustración. No es raro, por consiguiente, que la imagen de Guevara sea portada por quienes desean exhibir-se porque no se quieren-no los quieren. Se completan así los alambiques mercantiles. Portar la imagen de Guevara vende porque contiene un malestar/deseo, lo no debido posible, realizable pero substituido mediante el empleo ritual de su estampa en una prenda, un disco o un brazalete. Frustrado el malestar, al desplazarse su objeto/proceso tabú por algo permitido (tolerancia represiva), Guevara permanece lejos, deseado, temido e inalcanzable. Puede, de esta forma enemiga pero deseada, retornar una y otra vez como objeto (cosa) del mercado. No es el lado ideal/romántico de Guevara el que vende (para ello, las sociedades modernas tendrían que ser equilibradas y potenciar las utopías), sino su capacidad para interpelar y representar sus sectores oscuros en donde intuitivamente se reconoce/ansía espera la felicidad. En este universo pulsional, el Che es un ganador, no un fracasado. El fracaso es el del deseo no realizado propio o del consumidor particular. Guevara retorna, siempre más atractivo, porque el impulso de los iconizados hacia el logro de la felicidad se frustra como condición de la identificación social que pueden aceptar y que los castra o niega. La católica virgen María (obediente madre sin sexo, condensación metafísica positiva del deseo como culpa autodestructiva) no está en condiciones de desempeñar un papel de este tipo. Precisamente porque es posible identificarse (aunque sea hipócritamente) con la modosidad de la Virgen, es que ella nunca está de moda. No triunfa en las sudaderas. Su reino, digamos, no es de este mundo.
Precisamente porque en este mundo (sociedades modernas) se es derrotado constantemente, cotidianamente, es que existe la iconografía individualizante respecto del Che. Pero de ello no se sigue que Guevara, o sea su concreto espíritu de resistencia, vive. Lo que vive es el deseo de felicidad no reprimida. Llevar, compra mediante, la imagen rebelde/abstracta del Che, o proyectarla, es una manera de decirlo, ser el deseo, sin resultar castigado ni aislado. La iconografía en torno al Che es el resultado de una frustración internalizada, general y particularizada, autoasumida y destructiva. Que es lo debido por una sociedad sexoide que excita el deseo y su logro y, al mismo tiempo, lo sataniza y mercantiliza. El mérito social de la iconografía descansa en las razones, incluso abstraídas y sublimadas, por las que Guevara resulta admirado, atractivo y referente de una porción de la tensionada identidad de los iconizados.
Así, cuando desprecia a Guevara, el escribidor de Elogios al Che se declara libidinalmente impotente. Saturadamente sublimado. Se trata de la frecuente y estólida aceptación del orden bueno y frustrante al que se declara moral: “Lástima que este personaje (y otros de su estilo), no empleó su capacidad y pasión en algo más positivo. Tal vez, así, no hubiera terminado en fracaso. El Che fue un fracasado. El hecho de convertirse en un héroe de “T-hirt (sic), no lo redime”. Cierto: nada redime el deseo de felicidad vislumbrada y frustrada mediante la mediocre aceptación de la realidad ‘positiva’ de los “altos” valores, la “decencia” permitida, el amor de la mamá y el mercado. Pero para la iconografía siempre queda la modesta complicidad de saber que muchos portan al Che como signo exterior de un malestar que se pretende individual y que no se atreve/no puede practicar su resolución. De aquí que Guevara sea moda/negocio modesto y mediocratizado.
Desde luego el miedo/ansiedad inherente a la burocratización de la existencia y a la aceptación del represivo orden de los otros (del mundo como alienación y amenaza) no sólo se inquieta/ensombrece con la pregunta por qué se lleva en las camisetas al Che y no al Papa, que es tan bueno, sino que procura, asimismo y oficialmente, destruir al mito.
Ahora, el mito es una condensación social, no un relato en torno a dioses o héroes divinizados que existen en un más allá[54]. Lo central del mito no es el relato mismo, sino su gestación y efecto sociales. Cualesquiera sea su contenido, referente objetivo y las formas que lo organizan y ponen de manifiesto, el mito es siempre expresión de un aquí y ahora histórico-sociales. Y un aquí y ahora histórico sociales de inspiración popular es siempre un trayecto (testimonio) de resistencia y transformación (liberación).
De modo que para destruir un mito de inspiración popular, es decir que condensa y expresa (convoca) una espiritualidad popular, se necesita atacar y conmover (destruir o transformar) las condiciones objetivas y subjetivas de esos grupos sociales cuya resistencia y aspiración a un mundo más humano (es decir humano, a secas) genera, configura y reproduce el mito. En su extensa crónica histórica sobre Guevara, Paco Ignacio Taibo II narra estas dos referencias particulares: “La enfermera de Vallegrande que lo desnudó confiesa: ‘A veces sueño con el Che y lo veo vivo, él me visita y me habla, y me dice que me a va a sacar de esta miseria en que vivo’”[55]. En su relato se combinan la iconografía (a ella le presentaron al Che) y el mito. No es raro, se trata de una boliviana popular a la que la existencia le ha “enseñado” que no puede cambiar el mundo. El Che, vivo, o sea resucitado o nunca muerto, forma parte de su esperanza, una vez que ha desaparecido o le han esfumado el horizonte. Pero el contenido es enteramente socio-histórico: “El Che me va a sacar de esta miseria en que vivo”. La enfermera no sabe (no la han dejado enterarse), aunque turbiamente lo intuye, que Guevara, social y libidinalmente, es ella.
La segunda referencia comprende a un niño: “La escuela de La Higuera (en que el Che fue asesinado) fue derruida, se construyó en su lugar una posta sanitaria que nunca funcionó, a la que no llegaron jamás ni médicos ni medicinas. Al paso de los años, en el 71, el periodista uruguayo González Bermejo la visita: -¿Qué sabes del Che?- le pregunta a un niño campesino en un descuido de la maestra. -Es ese que está ahí- responde y señala un retrato de Simón Bolívar”[56]. Aquí se advierten la distancia y ruptura entre la iconografía y el mito. Al mito no le importa cuál sea el rostro del Che, o si usa o no boina. El guerrillero viene de todas partes, con muchos rostros. Es algo que dice. El niño humilde, a quien no se le ha terminado todavía de destrozar el horizonte de esperanza, estima que Guevara debe ocupar un lugar en la escuela, un centro de status y modernización (transformación) en el que él y otros como él realizan su esfuerzo para ser distintos. El niño todavía no sabe (quizás nunca lo sabrá) que Guevara es él, pero siente que el Che le habla desde el retrato de Bolívar (El Libertador, en la ideología dominante).
Para destruir el mito habría que erradicar, entonces, las condiciones y lógicas histórico-sociales que precarizan, discriminan y explotan a las enfermeras (mujeres, trabajadoras, ciudadanas, católicas, hijas, madres, etc.) y a sus niños, a quienes se ilusiona, además, en las escuelas. Si para la ilusión de un niño Guevara tiene la estampa de Bolívar y si a una enfermera anciana el Che le habla en sus sueños, entonces el mito no puede ser destruido mediante argumentos mejores o peores ni mucho menos atacando los caracteres históricos particulares de su protagonista. En el mito, Guevara es condensación polimorfa de muchas construcciones y aspiraciones sociales liberadoras.
Un texto de uno de los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano[57] ilustra adecuadamente la pretensión de atacar el mito destruyendo a quien aparenta ser su protagonista. Señala el escribidor de turno que Guevara se apropió de la imaginería cristiana y la puso al servicio de su cruzada revolucionaria incluyendo su imagen final “... ya muerto, con el torso desnudo, flaco, acostado en una mesa, con una expresión extrañamente plácida, como si acabaran de bajarlo de la cruz para descansar eternamente a la diestra de dios Lenin”. Desde luego, en toda esta procacidad hay una contribución al mito: Guevara habría conspirado para lograr una buena fotografía incluso después de su muerte. El convulsionado escribidor rema contra sus propios fluidos. No es raro que comience y finalice sudado y perdido.
Su extravío lo lleva invertir el sentido (dirección) del mito: “... los humildes campesinos bolivianos de la remota zona en la que lo ajusticiaron (!) se apresuraron a ponerle flores a la fotografía (...) funcionaron los mecanismos reflejo de la idolatría. Dios te salve Che Guevara (!)”. Al contrario de su lectura, el mito popular supone que el Che es salvo. Se salva a sí mismo. No muere. No necesita a Dios para salvarse. Para cierta teología y religiosidad populares, más bien, quien necesita al Che para salvarse es Dios. Porque el Che está a salvo y vivo, convoca a liberarse. Y, obsérvese, Dios aparece/surge, regocijado, de y en las prácticas liberadoras[58].
El escribidor acumula ataques al cuerpo. Como Guevara, desde joven, fue despreocupado en su apariencia, y al desaliño solía agregar el desaseo, lo apodaron, según él, El Cerdo. Se trataba, además de un cerdo estalinista: “... en algunas cartas íntimas no vacila en firmar ‘Stalin II’ (...) Era y fue hasta su muerte, más estalinista que el propio Stalin”. Desde luego, cualquier estalinista tiene que ser más estalinista, que es una adhesión a una práctica y a su espiritualidad, que Stalin, que fue quien corporeizó prerrogativamente esa práctica en la URSS y podía, por tanto, alterarla. Esto quiere decir que Stalin era relativamente libre respecto del estalinismo. Un estalinista, en cambio, no. Hablando con más rigor, simpatizar con Stalin no es idéntico a ser estalinista. El estalinismo es un tipo de conducción política. Admirar a Chaplin o Cantinflas no implica ser chaplinesco o canfinflesco. En todo caso, sólo la mala fe que busca sorprender a los desinformados puede asociar a Guevara con el estalinismo[59].
La descalificación personal no es algo que escatime este escribidor: Guevara fue equivalente, por su coherencia, a Hitler y Mussolini y, por su honradez, igual a los patriotas serbios que aniquilan a los bosnios. El Che fue, a la vez, un niño y un criminal. Además, fundamentó su esfuerzo en el error intelectual llamado marxismo. El autor de todos estos extravíos sentencia: “El caso del Che debe servir, precisamente, para aprender la más importante lección moral que jamás deben olvidar los adultos: los juicios éticos sobre la actuación de las figuras públicas nunca deben formularse sobre las intenciones que abrigaron, sino sobre los medios empleados y sobre los fines obtenidos. Lograr un mundo más justo (...) podía ser una aspiración legítima, pero si fundamentó su esfuerzo en el error intelectual --el marxismo--, si recurrió a la violencia y al crimen para conseguirlo, y si en el camino contribuyó al establecimiento de una atroz y empobrecedora dictadura, ninguna persona honesta puede exonerarlo de sus gravísimas responsabilidades”.
Regalemos que el escribidor tenga razón, que no la tiene. Si así fuera, ello no cambiaría socialmente para nada los sentimientos de quienes ven en Guevara un Chancho Liberador. Porque su asunto no es con Ernesto Guevara De la Serna, individuo, sino con sus propias necesidades, aspiraciones, sueños y utopías. En segundo término, a raíz de qué las “personas honestas” tendrían que exonerar a un mito de sus responsabilidades. Sus responsabilidades personales las asumió plenamente (casi) Guevara en vida. Las responsabilidades por su mito, por su capacidad convocadora, no pertenecen a Guevara, sino a fuerzas histórico-sociales no sólo llenas de sentimientos desgarrados, sino que producen cada día también su propia racionalidad desde sus condiciones de existencia. Las “personas honestas” son para estas fuerzas precisamente quienes los oprimen y humillan. El escribidor, Montaner, sabe esto. Y procede entonces a descalificar (al igual que el escribidor antecedente denunciaba a los jóvenes iconográficamente guevaristas como marihuaneros) substancialmente a quienes el Che convoca: “Por eso los humildes campesinos bolivianos de la remota zona en la que lo ajusticiaron se apresuraron a rezarle y a ponerle flores a la fotografía. Ninguno lo ayudó en la aventura guerrillera, ninguno se sumó, cien lo delataron, nadie entendía aquella jerigonza marxista-leninista, pero cuando una y otra vez aparecieron las imágenes en la prensa, funcionaron los viejos mecanismos reflejos de la idolatría. Dios te salve Che Guevara. A los pocos meses de su muerte comenzaron a ponerle velas y a pedirle que le aliviara el dolor de vientre a la abuela postrada en una cama. Y para mayor inri, hasta desapareció el cadáver”[60].
Reparemos únicamente en la caracterización por el escribidor de aquellos a quienes el Che convoca: “humildes campesinos..., zona remota”, hacen referencia a sectores atrasados, ignorantes, pre-modernos, no ilustrados. Despreciables, por tanto. Son, además, “atávicamente idólatras”. Extraviados. Esto quiere decir son condenables, como animales enfermos. Culpables. Si esta fuera toda la historia, estarían bien convocados por el chancho, cuyo gran referente es el Matadero. Pero no es toda la historia. Esos campesinos humildes son también sujetos humanos negados, dolidos, esperanzados. Y es desde estas negaciones, dolor y esperanza que se hacen interlocutores no de Guevara, ni del Cerdo, sino del Che. Che Comandante. Un comandante es quien encabeza y dirige la construcción de un Orden Nuevo. Por ello, no hay manera de destruir al Comandante arrojándole mierda a Ernesto Guevara De la Serna. La única manera de destruir su mito es transformando la existencia y la sobrevivencia de las víctimas que se desean sujetos en efectiva vida humana para todos. Y entonces el Che no sería, para los sectores populares, Mito Comandante, sino San Ernesto.
El escribidor desacierta todo, entonces, cuando quiere destruir un mito popular apelando a que campesinos, obreros, jóvenes, mujeres, indígenas, ecologistas, etc., acepten los “hechos” que les entregan la racionalización dominante, los “hombres honestos” y las buenas costumbres. Dicho sea, de paso, ese tipo de ataques ni siquiera logra, como hemos visto, desmontar los mecanismos de la iconografía.
Y puesto que lo mencionamos, agreguemos que en el talante histórico de Guevara nunca figuró como obsesión el ser icono. Lo expresa bien la contrapropuesta que de él hizo un admirador alemán. Construyó un cartel que dice: “Compañeros: Tengo un poster de todos ustedes en mi casa. Che”[61]. Era más bien tímido. No quiso ser icono. Y su manera de apurar la vida lo hizo mito popular.
Ya hemos discutido bastante estas cuestiones. Finalicemos con un testimonio. Entrevistan en La Habana a alguien que combatió con Guevara: “Ustedes, los guevaristas, los hombres que vivieron junto al Che dan la impresión de tener una huella, con la Z en la frente con la que marcaba el Zorro”. Y el luchador contesta: “Nosotros éramos unos pobres diablos que quién sabe a dónde nos iría a llevar la vida y estábamos esperando encontrarnos con un ser humano como el Che”. Termina el entrevistador: “Se hace un largo silencio. Luego se oye un sollozo. Uno no sabe qué más preguntar”[62].