Fuerza y violencia en las sociedades latinoamericanas


    El discurso que busca descalificar a Guevara como un violentista enfermo (sociópata) es una versión particular del discurso tradicional de las minorías dominantes en América Latina y el Caribe, minorías que siempre se han negado a reconocer que su dominación excluyente descansa, como uno de sus factores centrales, tanto en su gestación como en su ejercicio, mediata o inmediatamente, en la violencia.

    La violencia histórica que asume la dominación en las sociedades latinoamericanas y caribeñas tiene raíces en la constitución misma de su sociabilidad fundamental: la Conquista, la inserción brutal de las culturas y pueblos no españoles ni portugueses en un rapaz orden comercial, la producción de un ladinaje que procura ansiosamente ignorar sus raíces y la cobertura ritual de una religión antiespiritual que ofrece una espuria seguridad e identificación, pero no responsabilidad (‘cristianismo’ latinoamericano), potenciaron la configuración de sociedades económica, social, política, geopolítica, cultural y psicológicamente enfermas, arrogantes y frágiles, dependientes y crueles[31], y de minorías dominantes codiciosas y estériles, sin paradoja lameculos, ignorantes y soberbias.

    En la década de los sesenta de este siglo, la situación anterior, y la reactividad que inspira, fue por primera vez sistematizada bajo la imagen de una espiral de violencia. La imagen fue construida por el obispo brasileño Hélder Cámara para intentar dar cuenta y evitar las guerras populares revolucionarias que, bajo el impacto del proceso revolucionario cubano, parecía se extenderían por toda América Latina y aproximarían, incluso, a un conflicto mundial. Cámara percibió que la tradicional respuesta eclesial de rechazar la violencia insurgente (contra el poder y la fuerza establecidos) para que Dios resolviese, en su momento, las injusticias de la historia, carecía de credibilidad en la coyuntura abierta por el éxito revolucionario cubano. Por ello, sin dejar de negar la violencia armada como medio legítimo de lucha, intentó realizar una fenomenología de su utilización en la política. Al hacerlo, no pudo (ni quiso) evitar iniciar una consideración ética sobre la legitimidad de las diversas violencias. Cámara introducía así el tema de las violencias, rompiendo de esta forma con la tradición dominante que veía en su propia violencia, legalidad o fuerza (potencia natural, debida), y, en la violencia insurgente, ilegitimidad, terror y caos.

    Esquemáticamente considerada, la reflexión de Cámara, un seguidor de Gandhi, es la siguiente: la evidencia más patente del mundo actual, tanto en los países centrales como en los periféricos, es la de la realidad de las injusticias. Cámara enumera, como signo de estas injusticias, los millones de seres humanos que existen en condiciones infrahumanas, en la miseria, el retraso mental y sin perspectivas ni esperanzas. Indica, asimismo, que las relaciones entre los países centrales del sistema y los de la periferia (desarrollados y subdesarrollados) son también trágicamente injustas. Esta reflexión sobre la injusticia lo lleva a una caracterización de la violencia: “... acercaos más al mundo de las injusticias en los países subdesarrollados, en los países desarrollados, en las relaciones entre el mundo desarrollado y el mundo subdesarrollado. Veréis que en todas partes las injusticias son una violencia. Y se puede decir, debemos decir, que la injusticia es la primera de todas las violencias, la violencia número uno”[32]. Para Cámara, la injusticia se sigue de una lógica de poder que impide a la mayoría de seres humanos producir y alcanzar con propiedad su humanidad.

    A esta primera violencia, violencia institucional y estructural, se le enfrenta, cada vez con mayor convicción, la violencia revolucionaria. Esta violencia es, pues, contestataria, defensiva y, al mismo tiempo, reivindicativa, es decir busca ser trayecto de justicia y liberación: “Esta violencia instalada, institucionalizada, esta violencia número uno atrae a la violencia número dos: la revolución, o de los oprimidos, o de la juventud decidida a luchar por un mundo más justo y más humano”[33]. Los lugares sociales de esta violencia revolucionaria los encuentra Cámara entre los oprimidos, sectores ideologizados de la extrema izquierda que opta por la violencia armada, el sentimiento religioso puesto al servicio de una auténtica promoción humana y la juventud. A esta última, en particular, la caracteriza como hambrienta de justicia y de autenticidad: “En algunos lugares, la juventud sólo es idealismo, llama, hambre de justicia, sed de autenticidad. En otros lugares, conservando el entusiasmo, la juventud se compromete con ideologías extremistas y se prepara para las ‘guerrillas’ urbanas y rurales”[34]. Por el contrario, el sentimiento que nutre a la violencia institucional y estructural es el egoísmo: “... el egoísmo de algunos grupos privilegiados encierra a multitud de seres humanos en esa condición infrahumana, donde padecen represiones, humillaciones, injusticias; viviendo sin ninguna perspectiva, sin esperanza, con todas las características de los esclavos”[35].

    La violencia revolucionaria, surgida en contra de la injusticia y por alcanzar la humanidad para todos, precipita la violencia represiva: “... cuando la violencia número dos trata de hacer frente a la violencia número uno, las autoridades se creen en la obligación de salvar el orden público o de restablecerle, aunque haya que emplear medios fuertes: de esta forma entra en escena la violencia número tres. Algunas veces las autoridades llegan más lejos, e incluso hay una tendencia en esta dirección: para conseguir informaciones, quizá decisivas para la seguridad pública, la lógica de la violencia conduce a utilizar torturas morales y físicas, como si las informaciones arrancadas con torturas pudieran merecer la confianza más segura”[36]. Conviene recordar que aquí “autoridades” y “orden público” condensan instituciones y estructuras de profunda injusticia. Y esto quiere decir que tanto la violencia punitiva (fuerza legal) como el terror de Estado, ambos acciones contra las personas, se ejercen para prolongar e incluso reforzar situaciones de injusticia y de guerra.

    Sin embargo, la reflexión social y ética de Cámara no lo conduce a apoyar políticamente la lucha revolucionaria armada. De hecho, la descalifica como factor de la espiral de violencia que acabamos de describir. Hace incluso una referencia al pensamiento de Guevara: “Hay algunos que defienden que la solución es multiplicar los Vietnam. En este caso, es importante buscar la verdad sobre Vietnam, sobre todo en lo que afecta a la situación del pueblo”[37]. Para Cámara, esta verdad es que la guerra de Vietnam se establece entre dos poderes imperiales (China y EUA) que utilizan al pueblo vietnamita para sus propios intereses y fines geopolíticos. Todas las luchas armadas de liberación caerían inevitablemente en estos juegos imperiales. Por tanto, la lucha armada revolucionaria no es el camino. Cámara, interlocutor de Gandhi, llama a su propuesta “violencia pacífica”, es decir presión moral no armada ejercida por minorías abrahámicas articuladas como redes. Hasta aquí la ética de discernimiento y la propuesta política del obispo brasileño.

    De su reflexión ética y política nos interesa destacar algunos aspectos. En primer término, que el tema de la violencia y la búsqueda de un discernimiento acerca de su ejercicio no son sociopáticos en América Latina ni pueden ser descalificados mediante anatemas de inspiración psicológica (los guerrilleros, hoy ‘terroristas’, serían personalidades enfermas y no recuperables) o recurriendo a ideologías que suponen un statu quo si no perfecto, al menos equilibrado y funcional. Cámara asocia las instituciones de nuestras sociedades con lógicas perversas que impiden directamente la constitución de la humanidad de la mayoría e, indirectamente, la de la humanidad de todos. Para reseñar esta situación, otras instancias religiosas, para nada sospechosas de extremismo o catastrofismo, hablarán de “un escándalo que clama al cielo”. Luego, Guevara no está en absoluto solo ni aislado cuando caracteriza al sistema de dominación[38] vigente en América Latina y el Caribe como un sistema que debe ser transformado radicalmente si se aspira a producir humanidad para uno mismo y para todos.

    Podría señalarse que esta situación fue propia de las décadas de los sesenta y setenta, pero que ya no lo es en la de los noventa. Convendría recordar aquí, inicialmente, que la realidad de la década de los ochenta fue caracterizada por la CEPAL (Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe) con las imágenes de “década perdida” y “década de doloroso aprendizaje”[39]. Esto significa que las injusticias estructurales e institucionales se profundizaron y extendieron, en lugar de paliarse o corregirse. Y la actual fase, de globalización bajo esquema neoliberal, acentúa la polarización social y gesta las condiciones para un dramático desempleo, precarización de la fuerza laboral y provisoriedad de la existencia. De modo que las instituciones y lógicas de las sociedades latinoamericanas y caribeñas no han ganado precisamente en humanidad desde la desaparición física de Guevara. Y quizás sea la urgida desesperanza de esta última situación la que torna más vigente y, al mismo tiempo, más inaccesible, la convocatoria del Che.

    Todavía una palabra sobre las condiciones ideológicas y políticas del último período. En el, ya hemos señalado, se acentúa la descomposición (y esto quiere decir la violencia estructural e institucional) de la sociabilidad fundamental y se imponen las sensibilidades del ensimismamiento, la desesperación y la desesperanza. En la misma fase, se abren procesos de democratización, de diversa gestación. Que se trata de procesos frágiles lo pone de relieve el que sus principales desafíos sean el tornar compatibles democracia, crecimiento y empleo, y democracia y mejor distribución de la riqueza. Crecimiento/empleo digno y una mejor distribución de la riqueza no parecieran ser universalizables bajo el esquema neoliberal dominante. Y esto quiere decir que los regímenes democráticos en uso no tendrían respuesta para esos desafíos. Vistos en la perspectiva ética de Cámara, estos regímenes serían aparatos de violencia, no instituciones políticas legítimas. En la versión de Guevara, se trataría de mecanismos de fuerza que facilitan la dominación y su reproducción en ausencia de alternativas. La cuestión que se discute, entonces, no es la oposición democracia/violencia, sino democracias restrictivas/ausencia de alternativas, o reproducción del sistema de dominación/transformación social liberadora. En América Latina el tema democrático nunca ha sido ajeno o exterior a las situaciones de fuerza porque las instituciones democráticas dominantes siempre han utilizado la violencia (incluyendo el golpe de Estado) para sostener su dominación. De aquí que oponer, en el subcontinente, régimen democrático con lucha armada sea notoriamente un recurso ideológico como lo enseñan, por ejemplo, las experiencias de Colombia y México o la actual trayectoria de Perú bajo el control de las Fuerzas Armadas y Fujimori. Dicho sumariamente: no son los actuales procesos de democratización ni ‘la’ democracia lo que deslegitimaría hoy las posiciones y opciones de Cámara y Guevara.

    Un segundo aspecto a destacar de la reflexión de Cámara sobre la violencia es que él la deriva de la injusticia. La injusticia es violencia e impide la paz. La violencia es una práctica del poder y la fuerza. Este poder y fuerza excitan la guerra popular. Esta guerra contra la injusticia no es moralmente indebida, pero es políticamente inadecuada e inefectiva. Existe en el pensamiento de Cámara una extensión del contenido usual del término “violencia”. Restrictivamente, éste se emplea para designar una intervención física voluntaria, inmediata o mediada, de un individuo o grupo contra otro individuo o grupo al que se intenta destruir o dañar. Para Cámara, en cambio, violenta es toda acción, omisión, institución o lógica institucional que impida al ser humano alcanzar su estatura creadora o de hijo de Dios. Como la violencia no es para él únicamente una acción individualizable, empíricamente constatable, sino una espiritualidad (antiespiritualidad, en realidad) materializada en lógicas e instituciones que condenan a la infrahumanidad, la injusticia responde a una lógica de dominación y a una manera de constituir, entender y practicar el poder. La violencia, en Cámara, no puede ser reducida a “excesos” individuales, sino que designa una situación de totalidad (estructura) que exige ser transformada radicalmente. Esta transformación radical del poder y de su lógica debe hacerse mediante un contrapoder cuyos procedimientos y finalidades sean los de una cultura de la fraternidad, la solidaridad, la esperanza y el amor. Este contrapoder es, al mismo tiempo, contracultura (espiritualidad, en sentido estricto, es decir una sensibilidad animada por el espíritu de la vida, la gratuidad, el goce y la fiesta, comunitaria). Descrita así, la ética de Cámara es enteramente política. Y lo que la diferencia del pensamiento y de la práctica de Guevara no es la urgencia de una revolución total, sino el instrumento para hacerla efectiva: Cámara rechaza, ya hemos visto, la violencia armada popular. Pero, al igual que para Guevara, para él no existirá transformación efectiva si no se genera un contrapoder que, mediante la violencia pacífica (la fuerza moral de la verdad), autohumanizante ella misma, es, al mismo tiempo, humanizador. Al hablar de contracultura y contrapoder desde una lógica de la violencia no armada (Cámara) o armada (Guevara), se han conceptualizado la violencia y el ejercicio del poder como instancias de amor y de vida. Así, la violencia armada popular vivifica y su militante odio operativo reclamado por el Che es, sin paradoja, fuente de creación y de vida (liberación).

    Un juicio semejante fue sostenido, asimismo, por el arzobispo de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero, con posterioridad al asesinato de Guevara. A diferencia de Cámara, y reflexionando desde la realidad salvadoreña, el dirigente religioso distinguió cinco tipos de violencia: la institucionalizada, que engendra los mismos frutos trágicos que la injusticia estructural; la represiva o arbitraria del Estado, utilizada por los cuerpos de seguridad estatales contra cualquier disidencia hacia la injusticia estructural: la de la extrema derecha, paramilitar y en connivencia con los cuerpos de seguridad, que busca mantener el orden social injusto; la terrorista, injusta por desproporcionada o por causar víctimas inocentes, y la insurreccional, que puede ser legítima si se enmarca en las siguientes condiciones clásicas del pensamiento católico: respuesta a una prolongada violencia estructural y represiva; agotamiento de las vías pacíficas, y que no produzca males mayores de los que se busca conjurar. Sobre estas determinaciones clásicas, Romero enfatiza la imprescindible humanización de la violencia, de modo que ella no se inscriba en una mística de la violencia (odio, venganza, desproporción, terrorismo) y se exprese al interior de una sensibilidad o cultura de construcción de la paz dominada por la magnanimidad, la justicia y la verdad[40]. Guevara no es un sociópata aislado en América Latina, entonces, en su reflexión sobre el alcance transformador de la violencia. Y algunos de sus interlocutores resultan ser dirigentes religiosos, insospechables de marxismo, que han asumido con vigor y entereza su responsabilidad pastoral.

    Retornando a Cámara, conviene recordar que su inmediata razón principal para descartar la violencia armada revolucionaria se deriva de su percepción de que, en las condiciones geopolíticas imperantes (décadas de los sesenta, setenta, ochenta), ella termina fatalmente inscrita en el juego de los imperios que se desean mundiales y a su servicio. Se desvirtúan así sus motivaciones y finalidades liberadoras. Políticamente, la guerra revolucionaria, sometida a otros amos, no logra sus metas. En un sentido más amplio, aun siendo éticamente legítima, la violencia armada revolucionaria no consigue el nuevo mundo que se pretende. El mundo hay que transformarlo, pero no es posible hacerlo mediante las armas. Retomamos aquí dos aspectos: el primero es que la violencia popular revolucionaria armada puede inscribirse en una sensibilidad y cultura de la solidaridad, la fraternidad y el amor. No existe incompatibilidad, por tanto, entre lucha armada revolucionaria liberadora y cultura del amor y la esperanza. La práctica de Guevara se inscribe en esta vertiente. Pero, al mismo tiempo, la razón por la que Cámara objeta la lucha armada (no logra sus objetivos nacionales y populares, no saca de la infrahumanidad a la mayoría, no resuelve las profundas situaciones de injusticia), no es atribuible al proyecto y trayecto encarnado por el Che. Para Guevara, aunque la meta/trayecto de la construcción revolucionaria popular es socialista, este concepto no designa un modelo (el soviético o chino) sino un aprendizaje y una construcción desde raíces e interlocuciones populares: “Y esta Revolución Cubana, sin preocuparse por sus motes, sin averiguar qué se decía de ella, oteando constantemente qué quería el pueblo de Cuba de ella, fue hacia adelante... (...) Los campesinos (cubanos) nos enseñaron su sabiduría y nosotros enseñamos nuestro sentido de la rebeldía a los campesinos... (...) Aprendimos el valor de la organización (obrera), pero enseñamos de nuevo el valor de la rebeldía... (...) Aquí estamos. La palabra nos viene húmeda de los bosques cubanos. Hemos subido a la Sierra Maestra, y hemos conocido la aurora, y tenemos nuestra mente y nuestras manos llenas de la semilla de la aurora, y estamos dispuestos a sembrarla en esta tierra y a defenderla para que fructifique”[41]. Ya señalamos que para el Che, ‘socialismo’ era un nombre para la creatividad viviente de los pueblos que se liberan.

    De modo que Guevara articula las luchas de liberación nacionales y populares latinoamericanas y mundiales con las sociedades del socialismo histórico, en particular URSS y China, en dos niveles no necesariamente estancos. Les exige ser aliados solidarios en la lucha contra el imperialismo encabezado por Estados Unidos de Norteamérica. En este plano, esas sociedades/Estados y el mundo socialista se constituyen como un referente fundamental, estratégico, de la lucha revolucionaria y de los esfuerzos por construir la nueva sociedad liberada y liberadora. Pero la construcción del socialismo se realizará mediante muchos intentos. Cuba, por ejemplo, necesita apoyo de los Estados socialistas, pero no recetas y, a su vez, su pueblo es interlocutor revolucionario al interior del proceso de construir el socialismo histórico. La solidaridad socialista no es un monólogo en el que uno enseña y el otro escucha y aprende, sino un diálogo en el que todos aportan y todos se refuerzan. El único referente ejemplar a que solía hacer alusión el Che era la espiritualidad de los movimientos de liberación del Tercer Mundo, Y, éstos, obviamente, eran procesos histórico-sociales específicos, no recetas.

    Visto así, la diferencia entre Cámara y Guevara es más bien político-doctrinal y no político-operativa. En la perspectiva de una pastoral de inspiración cristiana, el obispo brasileño experimenta una doble aversión: contra el socialismo materialista ‘enemigo de Dios’, que sería la ideología que manipularía a los movimientos populares, y contra el carácter destructivo de la lucha armada popular de la cual no surgiría una nueva sociedad liberada, sino una sociedad quizás con otro carácter, pero también con amos. Interesa detallar este último alcance respecto de la eficacia, no sólo política sino cultural, de la violencia armada popular en el pensamiento de Guevara.

    Lucha armada, violencia popular y nueva cultura

    La práctica de la violencia armada popular, para Guevara, es inseparable de su autoexigencia de construir-se como, y contribuir a construir, un ser humano nuevo, un nuevo sujeto humano.. Esto último es uno de sus planteamientos fundamentales: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que hacer al hombre nuevo”[42]. Este ser humano nuevo es proyecto/trayecto que, en las condiciones latinoamericanas, obtiene su primera personificación en el guerrillero como luchador social y como símbolo de una espiritualidad popular liberadora: “... el guerrillero es el combatiente de la libertad por excelencia; es el elegido del pueblo, la vanguardia combatiente del mismo en su lucha por la liberación. Porque la guerra de guerrillas no es como se piensa una guerra minúscula, una guerra de un grupo minoritario contra un ejército poderoso, no; la guerra de guerrillas es la guerra del pueblo entero contra la opresión dominante. El guerrillero es su vanguardia armada; el ejército lo constituyen todos los habitantes de una región o un país”[43]. El guerrillero es, en cuanto combatiente, una condensación simbólica del imaginario popular de liberación. Por ello convoca y excita a la resistencia, a la esperanza y a la lucha. La práctica del guerrillero encarna los sentimientos que permiten a los sectores populares autovalorarse como sujetos.

    La lucha armada popular tiene, por tanto, no sólo un alcance y efectividad directamente políticos, sino un alcance simbólico/cultural. Convoca, condensa y expresa las necesidades y sentimientos de ser apropiadamente humanos de los sectores populares. Es una referencia de sus sueños. De sus mitos y esperanzas contra las discriminaciones y la opresión. Su eficacia no puede ser medida solamente por su meta política: ganar el poder, sino por su efecto en la sensibilidad popular: saberse y creerse (asumirse) en condiciones de ganar el poder.

    La violencia armada revolucionaria realiza esta condensación/convocatoria simbólicas mediante varios niveles de apelación: en primer lugar, como medio de lucha extremo pero necesario pone de manifiesto tanto la gravedad y urgencia de las situaciones de injusticia como la legitimidad de las aspiraciones encarnadas políticamente por los luchadores populares. En segundo término, la violencia revolucionaria rompe con el “orden” establecido y anuncia en la práctica un nuevo orden: de hecho, convoca a un nuevo poder constituyente de la sociabilidad fundamental. Este nuevo poder es el de todo el pueblo, en el sentido guevarista[44]. Para el campo simbólico popular, la lucha armada, aun derrotada, resulta profética y, por ello, horizonte de esperanza.

    Este último es el alcance tenaz (y no una eventual aceptación del martiriologio o expresión de sentimientos necrofílicos) de una de las despedidas que realizara Guevara: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”[45]. Este texto de Guevara no es sino una paráfrasis del lema “Zapata vive” que ha adornado los muros de México casi todo este siglo. O de la reformulación popular hoy, en el mismo México, de una canción agrarista: “Tres jinetes en el cielo, cabalgan con mucho brío, y esos tres jinetes son: Che, Zapata y Jaramillo”[46]. El poeta sintetiza la convocatoria y el goce de estos sentimientos populares: “... por todas partes viene Manuel Rodríguez. Pásale este clavel. Vamos con él”[47].

    Luego, la lucha armada es un fenómeno en la memoria colectiva del pueblo, un impacto cuya fuerza no puede juzgarse por la victoria o la derrota, muerte personal incluida, de quienes la llevan a cabo. Su efectividad se comprueba en cuanto prolonga y refuerza una memoria de lucha, una esperanza, una confianza y una capacidad. Cuando Guevara es asesinado deben nacer o nacen, potencialmente, millares de sujetos populares, individuos, sectores y clases. Este es el fundamento del Che mito. Guevara/mito, Zapata/mito son condensaciones de la sensibilidad popular y referentes del trayecto de su espiritualidad liberadora. En este último sentido, se hacen, a través de la lucha, universales.

    Siempre en el campo simbólico, la violencia armada popular y liberadora desenmascara las efectivas fuerzas y protagonistas del mal social, devela su hipocresía y el carácter de sus ideologías de dominación y resuelve, en la práctica, la distancia entre los campos de lo moral e inmoral a favor de los luchadores populares. La violencia popular resulta así simbólicamente imprescindible en el trayecto de autoproducción del nuevo ser humano. Mecanismo de identidad y de autoidentificación, mecanismo profético, proyección, esperanza, sueño, necesidad, la violencia revolucionaria es ruptura y, al mismo tiempo, proceso de convocatoria y encuentro. La violencia revolucionaria es un medio de integración personal y social.

    El mito popular condensa y expresa así tanto la profundidad (raíz) de los sueños en situaciones de privación y carencia (dominación, derrota) como la necesidad de su proyección mediante el testimonio liberador y solidario en donde ilustra, promueve y organiza una nueva cotidianidad, la cotidianidad alternativa. La contracultura es raíz y trayecto, testimonio. El mito popular es un convocador en múltiples niveles de existencia y, por ello, sensible y vigoroso comportamiento alternativo[48]. Guevara escribe: “Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita (...) Todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización (...) La sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela”[49]. Una sociedad-escuela condensa una cotidianidad alternativa.

    Georges Sorel (1847-1922), cuyo socialismo puede ser considerado interlocutor de la vida y pensamiento de Guevara, realizó dos precisiones que ayudan a avanzar en la discusión anterior. Distinguió entre fuerza, que es la violencia autoritaria ejercida por las minorías para perpetuar su dominación, y violencia, acción liberadora y creativa de las mayorías contra la explotación y degradación con que se las somete y se niega su capacidad para ser protagonistas de una nueva calidad para la historia. Lo que está en discusión aquí es si la violencia, y en particular la violencia armada, pueden tener alcance alternativo, es decir un carácter creativo. La respuesta de Cámara es no y sus razones son coyunturales y doctrinarias. La respuesta de Guevara (y de Sorel) es sí. Es más, en las condiciones latinoamericanas de opresión, ella es imprescindible, material y simbólicamente, para que cada sector popular alcance su discernimiento ético, y se exija su efectiva estatura/trayecto o testimonio humanos.

    El segundo aporte de Sorel a esta comprensión de las ideas y de la práctica del Che es su afirmación del mito como expresión de una voluntad popular. Los mitos revolucionarios “permiten comprender la actividad, los sentimientos y las ideas de las masas populares que se preparan a entablar una lucha decisiva; no son descripciones de cosas, sino expresiones de voluntades”[50]. La intuición de estar llevando a cabo una lucha decisiva para sus pueblos y para todos es lo que hizo de Guevara un mito incluso en vida. A este punto dedicaremos nuestra última discusión.

    Saldemos este apartado reseñando que la lucha armada revolucionaria o liberadora puede perfectamente ser entendida como factor de una cultura de la fraternidad y la esperanza y, desde un punto de vista popular, es condición de su autoexigencia para alcanzar (autoconstruir), material y simbólicamente, su irrenunciable humanidad. Estos son elementos básicos para discutir política y éticamente los planteamientos de Guevara.