II.- El fundamento social de las esperanzas
   
    1.- Algunas determinaciones conceptuales

    A) La noción de ‘esperanza’ hace referencia a una confianza y un compromiso. Como compromiso, la esperanza se pone de manifiesto en un testimonio. El testimonio comunica la esperanza, convoca en la esperanza, organiza la esperanza, proclama una identidad y una capacidad en el proceso de construir con otros y para otros (para muchos, para todos), desde uno, condiciones de existencia liberadas y liberadoras. En cuanto compromiso y testimonio, la esperanza contiene y expresa o materializa una ética de liberación y autoestima.

    La esperanza es, asimismo, confianza. La confianza significa sostener animosa y firmemente la esperanza. Como confianza, la esperanza es fe. Las principales formas de la fe son la fe antropológica y la fe religiosa. Juan Luis Segundo, teólogo uruguayo, ha señalado que la primera es condición de la segunda. Sin fe en el ser humano, en su capacidad para reconocer y asumir procesos de liberación, y sin autoestima, no es posible la fe religiosa entendida como compromiso humano para hacer presente a Dios en la historia de modo que ésta anuncie un universalizado Reino de la Vida Eterna.

    La esperanza es, entonces, testimonio material de una o varias formas de fe: fe antropológica, que puede expresarse como fe étnica, de género, de clase, etaria, es decir como fe en la capacidad que se enraíza y deriva de tramas sociohistóricas en emprendimientos colectivos y responde a ellos, y fe religiosa, que pone de manifiesto la confianza en la capacidad humana para dar testimonio de la construcción del Pueblo de Dios en la historia como antecedente de una eterna vida plena. Sea que se la entienda como fe antropológica o como fe religiosa, la esperanza es testimonio de identidad liberadora, es decir rompe cárceles y límites, en situación y en el sistema.

    No es útil, entonces, sustancializar indebidamente o mistificar la esperanza. Lo que existe son testimonios particularizados de esperanzas que se expresan como prácticas de liberación en específicas situaciones de opresión. Los sectores populares poseen, proyectan y comunican esperanzas plurales, cuando resisten, combaten y transforman las situaciones y estructuras que los empobrecen y crean, desde ellas y contra ellas, condiciones e identidades de vida. Las esperanzas de los sectores populares son, pues, plurales, puesto que variadas son las condiciones de empobrecimiento y muerte a las que se intenta someterlos.

    Las principales lógicas de muerte (y para la muerte) que se expresan en las sociedades/economías latinoamericanas y caribeñas son:


        • la que funda y proyecta su economía política, es decir su división del trabajo y las formas y alcances de la producción, de la propiedad y de la apropiación sociales. Esta lógica determina a los sectores populares como socioeconómicamente empobrecidos, explotados, precarizados, fragmentados y excluidos, presionados por un consumismo imposible de satisfacer, socialmente victimizados y culpabilizados como ineficientes. Se trata de una lógica de alienación que invisibiliza o mediatiza las necesidades humanas (y las de la reproducción del hábitat natural) y las transforma en expectativas (siempre frustradas) de consumo. Es el mundo nacional e internacional del dominio del dinero y de los fetiches mercantiles, del status y del poder. Para los sectores medios, el mundo de un tenso endeudamiento y de un exasperante multiempleo. A este imperio idólatra, antihumano y anti-popular se opone la esperanza de los trabajadores y trabajadoras urbanos y rurales, formales e informales, de las mujeres y hombres jóvenes, por la construcción de una humanidad como emprendimiento colectivo y trama solidaria en el marco de una cultura de autorrealización mediante el trabajo que respeta y hace resplandecer su hábitat natural (forma cultural o antro-pológica de la sostenibilidad);

       • la que funda y proyecta su economía libidinal, es decir la administración social de la vida instintiva orientada hacia la gratificación, el goce y la felicidad (plenitud) desde uno y con otros. Esta lógica determina a los sectores populares como emocionales e instintivamente empobrecidos al vincular el goce y la felicidad con la culpa, el pecado y falsas obligaciones o responsabilidades, mientras torna al sometimiento, al remordimiento (que supone autoridades inapelables), a la contrición y a la pesadumbre social e individual en valores antropológicos y civilizatorios. La administración represiva y sobrerrepresiva de la vida instintiva, la escisión entre los mecanismos de autorrealización (amor, trabajo) y el juego y el goce (reducido a tiempo de descanso para retornar al empleo), la unilateral jerarquía de género expresada como imperio adulto masculino y patriarcal, golpea directamente a los jóvenes, a las mujeres, a las diversas expresiones de la familia y a los sec-tores socioeconómicamente empobrecidos mediante una desinformación material y moral sistemática respecto del valor humano y cultural de su sexualidad, del decisivo papel que ella juega en la configuración de autoestima y en su deseable proyección como erótica (convivialidad creativa) puesta en relación con el conjunto de sus relaciones sociales y sus personificaciones. A este imperio del temor, la jerarquía y la culpa, fetichizado, genital y reproductivamente focalizado, productor y consumidor tanto de drogas estupefacientes y autodestructivas como de una continencia o ascetismo castrante, ‘espiritualizados’, que hace de la pornografía y de la prostitución infantil “buenos negocios” y propone la castidad femenina como constitutiva del ser mujer y de lo familiar, los sectores populares, los jóvenes y mujeres, los ancianos victimizados, los creyentes en el Dios de la Vida, oponen el reconocimiento de la plena dignidad de todas las acciones humanas libres en el marco de una cultura que enaltece la fiesta erótica como expresiòn de un gozoso encuentro de los sentidos y del espíritu creador que construye y se entrega con otros (reconocimiento) en un proceso de mundo liberado;

       • la que sostiene su dominación política mediante la escisión de la totalidad social en los ámbitos público y privado que facilita invisibilizar necesidades humanas y el carácter multilateral e integral de sus relaciones sociales bajo la doble cobertura discriminadora del productor/consumidor mercantil y del ciudadano, pieza jurídica, que sufraga pero no gobierna. La función de gobierno, es decir la determinación y sanción del carácter de la existencia pública, la desempeñan unilateral e ideológicamente el Estado, los partidos políticos, la tecnocracia, la burocracia y el estamento político y sus aparatos policiales y militares articulados en un bloque de poder saturante que legitima, reproduce y potencia la violencia de todas las lógicas e instituciones del sistema local e internacional como fuerza legítima y civilizatoria, es decir que transforma el despotismo económico, étnico, de género, etario o geopolítico en ‘orden bueno’. La violencia sistémica, ejercida como orden bueno y realista, empobrece a la ciudadanía, ya de por sí fetichizada como ‘propietarios de cosas’ y a los seres humanos a través de la reconfiguración de sus esperanzas y sueños como meras expectativas, es decir como necesidad de logros propuestos y legitimados por el sistema propietarista como medios para su propia reproducción. Su lógica escinde y fragmenta a los sectores populares como sumisos y dependientes, como clientelas puramente necesitadas de control y ayuda. En el mismo movi-miento que pauperiza ciudadana y humanamente a la mayoría social, esta lógica legitima el ejercicio cínico del poder como propiedad exclusiva y excluyente de minorías lícitamente armadas. Sus diversos armamentos se orientan a deslegitimar y destruir las prácticas ciudadanas y populares alternativas que postulan la necesidad y posibilidad de construir un ‘orden socio-humano’ centrado en la satisfacción de las diferenciadas necesidades humanas, el reconocimiento mutuo y universal, el acompañamiento, la participación solidaria y la delegación temporal y funcional de responsabilidades institucionales de gobierno (régimen democrático) en el marco de una cultura ética y jurídica que privilegia la interacción servicial y no la represión inherente a la producción de mercancías y a su reproducción. A este mundo de la dominación mediante la discriminación, la invisibilización, la coacción, la militarización y el temor, los sectores populares oponen el orden entrevisto y deseado de formaciones sociales integrados por procesos de articulación liberadora y participativa, plurales pero animadas por una lógica integrativa y constructiva (pacífica) de producción de emprendimien-to común (comunidad) y autoestima;

       • la que sostiene su dominación simbólica o cultural mediante la producción e institucionalización de imaginarios dominantes (espiritualidades) e ideologías particulares que escinden historia y humanidad, individuo y sociedad o espíritu y cuerpo, intelecto y pasión, libertad y responsabilidad, capacidad y obligación, o que polarizan maniqueamente mal y bien, belleza y fealdad, luz y oscuridad humanas y sociales, santidad y pecado, o asimilan e identifican arbitrariamente la opulencia como verdad, bien y belleza o el poder de dominación (imperio) como “la luz que brilla en la colina” a la que todos deben admirar y emular. Esta dominación simbólica, que niega la realidad mediante el rechazo de sus raíces, y la reconstituye a través de un universalismo abstracto derivado de elementos aislados y fragmentarios que invisibilizan y recomponen mística o azarosamente las relaciones sociales, empobrece a todos los seres humanos al recortar y reducir sus imaginarios a lo ‘realmente existente’ (es decir, a lo inventado/producido por la dominación para reproducirse) y al bloquear, o intentar bloquear, las aspiraciones sociales y humanas hacia lo imposible, es decir hacia lo negado por las lógicas e instituciones de la discriminación, la violencia y la muerte. Los sectores populares oponen a este universo falsamente espiritual y castrante, su ingenio y creatividad en la existencia cotidiana y en su habla, la reiteración y recuperación de sus memorias de resistencia y lucha, la obligatoriedad de las utopías y de los sueños que plasman en sus chistes, relatos y poemas, en música y representaciones plásticas, danza, tejidos, cerámica, y en la simbología popular que la dominación procura mercantilizar y prostituir como folklore o como pintoresco arcaísmo.
   
    Estas dinámicas e instituciones de muerte del sistema son enfrentadas popularmente mediante la articulación de cuatro utopías de resistencia histórica estratégica (esperanzas), de las que entregamos aquí también algu-nas de sus representaciones religiosas cristiano-evangélicas:

       • la lógica de la economía política, mediante la imagen/valor regulativa de una formación social sin miseria, sin explotación ni discriminación y sin alienación ni destructividad irreversibles, cuyo componente económico y ambiental se asienta en el dominio de los valores de uso y de las necesidades de cada uno y de todos. Para el imaginario religioso este es el reino donde los últimos serán los primeros, es decir el ámbito de producción de una comunidad humana universal de solidaridad (reconocimien-to/acompañamiento) plena;


       • la lógica de la economía libidinal, mediante la imagen/valor regulativa de una sociedad libidinalmente liberada, erótica y polimorfa, en donde los seres humanos colectiva e individualmente dan testimonio de identidad y plenitud a través del libre juego de sus facultades creadoras estimulando el crecimiento de todos mientras crecen y ofrecen su crecimiento a otros desde ellos mismos (producción de humanidad). En el imaginario religioso este es el mundo liberado del pecado, el mundo de la autoproducción personal y social, el mundo de la plenitud y de la fiesta;

       • la lógica del dominio político, mediante la imagen/valor regulativa de una sociedad de plena participación, republicana, en la que ética y política buscan su coincidencia, sin leyes coactivas, con instituciones y lógicas que potencian la autoconstitución de sujetos sociales e individuales donde el poder se manifiesta como servicio y la conflictividad se resuelve caso por caso mediante la negociación y el diálogo. Para el imaginario religioso, este es el mundo de la caridad y la misericordia, de la consociación, un mundo de prójimos que aspiran a la plenitud y avisan, mediante su construcción, el Reino donde ya no habrá muerte, o sea un mundo sin castigo;

       • la lógica de la dominación simbólica, mediante la imagen/valor regulativa de una cultura fundada en el crecimiento desde raíces y ofrecida como aproximación y diálogo en donde todos y cada quien es escuchado y los discursos y lenguajes plurales que expresan la diversidad de culturas y lugares sociales son sentidos, asumidos, reflexionados y transformados colectiva e individualmente en despliegues materiales de vida. Para el imaginario religioso es la resurrección de los cuerpos en el Espíritu.
   
    B) Conviene, todavía, realizar alguna precisión respecto de la noción de ’pueblo’, contenida en expresiones como “sectores populares” que admiten muchas lecturas. Empleamos aquí ‘pueblo’ en un sentido categorial, no meramente indicativo o ambiguamente referencial.

    Pueblo social son los diversos sectores que sufren asimetrías estructurales, es decir un imperio o dominación permanentes y sistémicos desde los que se gestan situaciones de dolor social o experiencias de contraste (relación entre lo vivido/padecido y el deseo o sueño de algo distinto). Las mujeres, por ejemplo, que sufren la dominación masculina en el hogar y la patriarcal en la sociedad, constituyen un sector del pueblo social. Las mujeres jóvenes, que experimentan la dominación de género y la adultocéntrica, constituyen, asimismo, un sector social específico del pueblo social en cuanto su existencia objetiva contiene dolores sociales gestados estructuralmente. Los obreros, que no pueden darle su carácter al proceso productivo ni apropiarse de la riqueza que producen con su esfuerzo, los pequeños campesinos condenados a la extinción económica y cultural, los indígenas, discriminados étnica y nacionalmente, los creyentes religiosos atrapados en iglesias idólatras, constituyen distintos sectores del pueblo social. Estos sectores pueden estar cruzados o ser portadores de diversas asimetrías. Una joven trabajadora informal, negra, por ejemplo, es empobrecida por lógicas estructurales económicas, libidinales y culturales o étnicas.

‘    Pueblo social’ no remite, entonces, exclusivamente a los socioeconómicamente empobrecidos. Los indica, ciertamente, pero señala también a los empobrecidos mediante dinámicas que no son únicamente socioeco-nómicas, que tienen carácter estructural y que se manifiestan en situaciones de dolor social y experiencias de contraste mejor o peor intuidas o sentidas. El pueblo social es empobrecido, no meramente pobre. Esta distinción enfatiza la producción social  de pobreza, más que el estado o condición de pobreza. Al hacerlo, involucra una espiritualidad (o antiespiritualidad) social que genera empobrecimiento y muerte y dolor y los legitima, pero que a la vez constituye la raíz objetiva de la esperanza. El pueblo social está constituido por tramas sociales (instituciones y lógicas plasmadas en relaciones) de dominación que constituyen, leídas desde las capacidades humanas y sociales de oposición y resistencia, el fundamento de las esperanzas populares. En situaciones de empobrecimiento y dolor constantes, los diversos sectores del pueblo social se oponen y resisten a ese dolor, a veces mediante expectativas (deseo de ocupar mejores lugares en el sistema, acomodaciones o paliativos del dolor social), en otras mediante referentes utópicos: el deseo/confianza de una transformación radical que se expresa como proyecto de vida, como movimiento que aspira a romper cárceles.

    La expresiòn analítica, ‘producción social de pobreza’ posee, asimismo, otro alcance. Si bien, por ejemplo, la producción mercantil gesta un mundo fetichizado de mercancías que empobrece a todo los seres humanos, patrones y obreros, informales y excluidos, o la dominación masculina y patriarcal empobrece instintivamente a todos y no exclusivamente a mujeres, jóvenes, niños y ancianos, estos y otros procesos de empobrecimiento social tienen protagonistas o polos que se favorecen en situación del imperio que personifican. En los ejemplos, los empresarios y tecnócratas, por ejemplo, o los varones adultos. Otros polos y personificaciones, en cambio, viven la situación sin poder darle más carácter que el de de las diversas formas que asume su subordinación (inhibición, negación, mutilación, etc.). Sólo estas últimas personificaciones configuran el pueblo social.

    Pueblo político se dice de los sectores que organizadamente se movilizan para cancelar las asimetrías sociales. Estos sectores experiencian directa o mediadamente las asimetrías, se dan capacidad para discernir las estructuras y lógicas que las potencian y se mueven (luchan) para transformar liberadoramente las situaciones de empobrecimiento y las condiciones de su producción y reproducción. El pueblo político está compuesto por actores y movimientos sociales y por sus organizaciones: frentes, partidos, bloques, experiencias acumuladas de lucha (memoria de lucha), estructuras político/militares. Los diversos sectores del pueblo político constituyen los lugares sociales y culturales de la esperanza. La existencia de la esperanza pasa, pues, por un proyecto político popular.

        El pueblo político está animado por una espiritualidad de resistencia y transformación liberadoras cuyos referentes fundamentales son la fe antropológica y la fe religiosa, esto último para los creyentes religiosos, mayoritarios en el pueblo social latinoamericano. Los diversos sectores del pueblo político producen su identidad efectiva en las luchas de liberación que contienen, por tanto, como uno de sus frentes, la denuncia y transformación de las identidades sociales falsas o estereotipadas impuestas por el sistema de imperio para asegurar su reproducción. El proceso de producción de identidad efectiva mediante un testimonio de lucha constituye el fenómeno de la conversión o de la autorrealización de seres humanos nuevos, en constante crecimiento. Es, al mismo tiempo, un proceso que convoca y precipita humanidad, es decir que aporta a la construcción del género humano.

    Luchar efectiva y eficazmente contra el imperio y la dominación produciendo identidad liberadora y humanidad sólo es posible desde raíces y memorias de lucha, condensadas en formas orgánicas eficaces que permiten levantar proyectos y programas reivindicativos y de transformación liberadora, y cuyo despliegue hace referencia a utopías u horizontes de esperanza. Los diversos sectores del pueblo político, y su articulación, producen, para ofrecerla a otros y acompañar-se y acompañarlos, su identidad y autoestima en su despliegue de resistencia y acciones de liberación. Es la movilización del pueblo político, su lucha, lo que configura la trama social material que permite testimoniar (comunicar) culturalmente la esperanza. Las luchas del pueblo político constituyen una expresión de autoestima, de capacidad, y, en el mismo movimiento, una comunicación o convocatoria para que otros sectores sociales populares reconozcan y gesten las condiciones de sus propios combates, identificando sus dolores sociales y las determinaciones situacionales y estructurales y a los actores que personifican su producción. A diferencia de las ideologizaciones populares comunes anteriores, como el populismo carismático o el marxismo-leninismo, el pueblo político, es decir la articulación necesaria de luchas populares, no se encamina inevitablemente hacia la victoria final. El pueblo político testimonia su voluntad y capacidad de lucha liberadoras en su despliegue mismo. Pero este testimonio puede ser derrotado. Un testimonio popular exitoso es básicamente un fundamento (raíz y memoria de lucha, convocatoria, excitativa) para nuevas luchas y conversiones. No es el éxito o el fracaso puntuales lo que determina el valor del pueblo político, sino la incidencia social (transformaciòn de instituciones y lógicas) y cultural (producción de humanidad) de su testimonio. Esta incidencia no es sino la materialización del carácter antropológico de la esperanza.

    Sin victimizados y empobrecidos (pueblo social) y sin el despliegue de  luchas por la liberación (pueblo político), por tanto, no existe esperanza.

    La lucha indígena, campesina, mexicana, latinoamericana, tercermundista y humana de los empobrecidos de Chiapas, es un buen testimonio reciente del proceso de  transformación del pueblo social en pueblo político. También lo es el Movimiento de los Sin Tierra, brasileño. O el Pachakuti, ecuatoriano. Estos son grandes movimientos, de alcance nacional. Pero el pueblo político posee semillas y embriones en cada empobrecido que, reconociendo su condición y los elementos que la determinan, se faculta o empodera para dar testimonio de una conversión/transformación liberadora cuya referencia estratégica es inevitablemente la liberación de todos. A quienquiera que se le niegue la vida, y lo resienta y lo sepa, no le queda otro camino que contribuir a crear vida plena para todos.