Ponencia para el 2° Congreso Internacional de Familia (Guadalajara, México, 6-7 de febrero del 2006). Por razones, entre pintorescas y patéticas, no se la conoció.
La versión aquí transcrita es más detallada que la presentación original.
En este viaje a Guadalajara coincidí en un aeropuerto y en uno de los vuelos
con una madre y su pequeña hija, ésta probablemente alrededor de los dos años.
La madre, de ropas humiles, pellizcaba rudamente a la chica,
retorcía sus orejas y también la golpeaba en la cabeza con la mano empuñada.
Quería que la niña no se moviera, que estuviese sentada, que no se acercara a los escaparates. Durante el vuelo, que no tuviese miedo y se estuviera quieta.
En el aeropuerto, mientras los viajeros esperábamos la llamada de abordaje, la madre
hablaba a un público conformado por todos nosotros. Repetía, satisfecha: “Voy a castigarte de nuevo”. Manifestaba así su poder sobre la criatura. Acosada, la pequeña
lloraba sin ninguna civilidad, como un animal. Luego, fatigada por el llanto,
se recostaba contra su madre y la llamaba "mamá".
La presentación que sigue está alimentada por el recuerdo de la relación
entre esa madre y su pequeña.
Desearía que la mujer, por algún suceso, cualquiera, transformara su miedo, inseguridad y rencor,
en voluntad para aprender de su hija y para crecer con ella. Y quisiera que la niña poseyera una mágica memoria que la faculte para olvidar y consiga cultivar un corazón generoso y cálido que la abra al amor y a la autoestima.
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I.- Políticas públicas y vulnerabilidad social
Las políticas públicas pueden verse desde la Ciencia Política, desde la Ad-ministración Pública o desde el pensamiento social. Esto último quiere decir desde las necesidades de la gente. Las necesidades de la gente surgen por el carácter o caracteres que tienen las relaciones sociales que constituyen a esta gente. Las familias pueden ser entendidas como una decantación de tramas sociales que determinan instituciones que son animadas por lógicas o espiritualidades.
El enfoque de esta tarde se hace desde las necesidades de la gente o gentes. Y esto quiere decir que la perspectiva de la exposición se concentra en el apartado “transformación social de las familias”. La transformación de las familias contiene cambios en las lógicas o espiritualidades que las animan.
Existe una razón básica para seleccionar este enfoque desde las gentes y desde las cambiantes relaciones sociales que las constituyen. Los criterios politológicos y administrativos sobre políticas públicas suponen el Estado, lo dan por descontado. Para el pensamiento social, y en particular para el pensamiento social latinoamericano, el Estado es una discusión. O sea algo sobre lo que hay que ponerse de acuerdo. Se trata de una discusión tanto conceptual como práctica.
Creo que bastará una observación para especificar lo que se busca señalar cuando se afirma que el Estado es una discusión o que está en un debate. Quiere decir que no se da por descontado que México o Colombia, por ejemplo, o sea su gente, cuenten con un Estado de derecho porque existan en México o Colombia “políticas públicas”. En una casa o techo común pueden darse contrato matrimonial, prácticas conyugales y parentales, e incluso de barrio o vecindario, y no existir hogar. De parecida forma, un Estado no existe porque haya Constitución, leyes y reglamentos, o juegos de gobierno-oposición o partidos políticos y elecciones, sino porque una institucionalidad legítima se ocupa del proyecto colectivo que supone el bienestar de la gente y la seguridad jurídica de su ciudadanía. El Estado de derecho existe, por ejemplo, si en las relaciones que se dan entre las personas, o la gente, las prácticas de discriminación (por edad, color, etnia o cultura, sexo-género, etc., edad) son ilegales, o sea son castigadas efectivamente como delitos. Esto es así porque para los Estados modernos la condición de ciudadano es universal, lo que quiere decir que nadie en tanto tal puede ser discriminado. Y es por ello que no puede existir bienestar para todas las gentes, universal o generalizado, si existen prácticas de discriminación, en acceso a la educación o de sexo-género, por ejemplo, que no son legalmente perseguidas y jurídicamente castigadas.
Por supuesto, un Estado puede hallarse en proceso para constituirse como Estado pleno de Derecho. México, por ejemplo, o algunos sectores de mexicanos, imaginaron que cuando se diera la alternabilidad de partidos en el gobierno, ya se estaría en democracia. Hoy quizás se considere que la alternabilidad en el gobierno --hoy unos, mañana otros y rectamente elegidos-- es condición de institucionalidad democrática, pero no basta y que la institucionalidad democrática debe ser entendida como proceso: hoy queremos la alternabilidad, mañana no basta y queremos, por decir algo, participación ciudadana responsable. Igual un Estado de derecho puede ser entendido como un proceso. Hoy seguridad, en el sentido de prevención y castigo del delito, para todos, urbano y rural, opulento y empobrecido, niño, anciano, adulto, mujer. Pero mañana la seguridad jurídica, la seguridad de la vida y de las distintas formas de propiedad, si se ha alcanzado, no basta, y ahora queremos por ejemplo, que no exista discriminación de género y que por ello se castiguen como delictivas las doctrinas y prácticas de discriminación, las prácticas patriarcales, y la ideología machista, estén donde estén. Entonces sí, el Estado puede ser entendido como una polémica práctica y conceptual, pero también como un proceso. Pero lo que alimenta ese proceso, para que vaya de menos a mejor, o para que se estanque o retroceda y vaya de menos a peor, son las prácticas de la gente, las prácticas liberadoras de la gente.
Cuando aquí hablamos de las familias, entonces, las entendemos como espacios de necesidades de la gente y, también, como las prácticas que hacen de las familias espacios de liberación, o sea de reconocimiento y gratificación. Hoy, para que las familias sean un espacio de las gentes, deben constituirse como espacios y factores de resistencia. Pero ya hablaremos específicamente de esto.
Retornemos un momento a la idea inicial. Dijimos que se puede ingresar a la consideración de las políticas públicas desde la Ciencia Política, desde la Administración Pública o desde el pensamiento social cuyo referente es las necesidades de la gente. Un académico podría decir que el objetivo final de la política pública consiste en lograr un grado razonable de cohesión social, es decir de cooperación. Pero, ya hemos visto, la cooperación bajo un techo común, la casa familiar o un negocio, puede contener dominación o, lo que es lo mismo, discriminación y violencia. Igual puede decirse de la cooperación en una sociedad tan compleja como México. La voluntad de alcanzar un “grado razonable” de cohesión social, que son tareas estatales y de gobierno, puede contener discriminación y violencia. Ahora, lo mejor aquí no es preguntarle al Estado o a la iglesia o ‘la’ familia si se dan prácticas de discriminación y violencia ligadas a las leyes, a los cultos y lógicas religiosas y a las relaciones parentales y de sexo-género, sino a las posibles víctimas. Preguntar a las víctimas. Víctimas son quienes no personifican el poder sino quienes lo sufren. Las gentes, como se advierte, han pasado a ser ahora las víctimas y sus victimizadores, un tipo de dialéctica. Y el tema es: cuando se habla de políticas públicas en América Latina y en México, y quizás en todo el mundo, conviene preguntar y escuchar a las víctimas. En las familias nucleares y ampliadas, a mujeres, ancianos, niños y jóvenes. En la escuela, a los educandos. En la fábrica, a los asalariados. En la calle, al ciudadano que vuelve de su trabajo y es asaltado, golpeado y robado. Etc.
Quizás resulte útil agregar un rasgo conceptual: cuando se habla de políticas públicas desde el Estado (y con mayor razón desde la Administración) se está pensando en incidir para sostener el equilibrio o estabilidad del sistema social, con independencia de las víctimas que este equilibrio y su reproducción produzcan. Cuando se habla, en cambio, desde las víctimas, se está pensando en los dolores sociales particulares generados por dominaciones o carencias, en conflictos estructurales y en cómo es posible avanzar, desde las gentes y específicamente desde las víctimas, en la resolución de estos dolores, que ellos cesen, y en cómo avanzar desde la dominación (que supone discriminación) hacia formas liberadas y más gratificantes de organización de la existencia. Las víctimas constituyen un tipo de evaluación, el mejor tipo de evaluación, sobre la eficacia y legitimidad de las políticas públicas. Una medición sobre su precariedad y sobre lo que podrían y deberían ser. O sea un criterio que enfatiza las debilidades o carencias, que usualmente no quieren reconocerse, de la autoridad, sea esta estatal, gubernamental, clerical o familiar. Mencionemos un solo ejemplo: en las familias nucleares y ampliadas lo común es que la autoridad se practique bajo la desviación del autoritarismo.
Dicho esto se advierte que estamos ya a bastante distancia de entender las políticas públicas como acciones que desencadenan celebraciones pomposas, conmemoraciones, discursos oficiales, inauguraciones, estatuas, presencia de altos funcionarios, magistrados, senadores, obispos, militares, periodistas, boato y, por desgracia, muchas veces, hipocresía. Toda política pública supone una autoridad: y ésta puede ser altamente ineficaz e ilegítima. Y en nuestras sociedades estructuradas con diversos principios de dominación las políticas públicas pueden producir y reproducir víctimas
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Bueno, por este tipo de razones, que quizás no son suficientemente buenas o aceptables para todos, es que preferimos el enfoque desde la gente y estimamos que el Estado es una discusión o polémica, y con ello lo es también la ciudadanía. ‘Ciudadanía’ es el nombre que recibe la gente de carne y hueso cuando se la mira jurídicamente desde el Estado. Cuando se la mira con apetito desde los partidos, o desde ciertos partidos, se la llama clientela electoral. Cuando se la considera desde la Administración Pública se llama públicos o usuarios y es muy común en América Latina y el Caribe que bajo esta última condición se la desprecie y maltrate de diversas formas (burocratismo, indiferencia, manipulación, clientelismo, etc.). Las familias suelen ser usuarias de políticas públicas.
En muchos países latinoamericanos cuando alguien padece una enfermedad seria o el tratamiento de su dolencia implica un gran gasto, esa persona y su familia recurren, si la ley los faculta, a la seguridad social. Allí, a veces, no se le presta mayor interés, no se le atiende como su condición de persona enferma y grupo familiar lo merece. Por desgracia la situación de enfermo, a la que pueden agregarse edad, condición rural, sexo femenino, suele convertir socialmente a las personas en seres vulnerables. Esto quiere decir que convocan la agresión. En Costa Rica, por ejemplo, que es donde yo resido, se da un fenómeno curioso y triste para las celebraciones de final de año: alguna gente interna a sus ancianos en los hospitales públicos aduciendo que padecen de algún mal. Y al dejarlos, dan a propósito erróneamente la información sobre residencia, teléfono, cédula, etc. No están internando a esos ancianos. Los están abandonando. Un anciano suele determinarse, por algunos grupos sociales y por diversas causas, como alguien que ocupa un espacio social de altísima vulnerabilidad. No puede ocuparse bien de sí mismo, depende de otros. Y puede que estos otros no tengan la capacidad ni la voluntad para practicar con ellos, con sus ancianos, la compasión, la misericordia el respeto o el acompañamiento. Hago esta referencia porque pudiera ocurrir que las familias en México (y otras partes) sean espacios de alta vulnerabilidad y convoquen el que en su seno se manifieste la violencia y se produzcan víctimas. Podría ocurrir que ser mujer sea considerado un tipo peculiar de “enfermedad”, de minusvalía, que solo puede “enderezarse” o aminorarse con restricciones o castigos. Y, claro, en la mayor parte de las familias suele haber espacios para que los ocupen una o varias mujeres.
Entonces no es lo mismo ser un ciudadano, en cuya vida inciden las políticas públicas, cuando se ocupa un espacio de altísima, alta o mediana vulnerabilidad social, que ser ciudadano ocupando espacios sociales no invulnerables, porque éstos probablemente no existen, pero de baja o escasa vulnerabilidad. Las políticas públicas, por acción u omisión, pueden producir espacios de alta vulnerabilidad social (como la de anciano empobrecido en Costa Rica o la de mujer obrera migrante en Ciudad Juárez, México) e incluso buscar, también por acción u omisión, su reproducción. Las políticas públicas pueden constituir y legitimar espacios sociales, instituciones y lógicas que producen gente en situación de muy alta vulnerabilidad social (una jefa de familia sin educación, por ejemplo, un homosexual masculino o femenino, un indígena) y explicarlas o justificarlas diciendo que “así es la vida” o que “cada cual tiene lo que merece” o “que no alcanza el dinero para todo” o que “Dios proveerá porque solo El sabe lo que hace”. Las políticas públicas, vistas desde las necesidades de la gente, pueden ser apreciadas como factor constitutivo de problemas para esa misma gente con la que se supone debe cooperar como factor para su mejoría.
Así, desde el punto de vista de la vulnerabilidad, es decir del rasgo social de atraer agresiones, tenemos ciudadanos de distinto tipo, según sea la vulnerabilidad de los lugares sociales que ocupan y también por su poca o mucha capacidad para cuestionar, desde esos lugares, la eficacia y legitimidad del ‘orden’ (que para ellos puede resultar un desorden) social. Cuando hablo de políticas públicas las estoy asociando con producción de vulnerabilidad social.