Seminario de autor,

UNED, 2014.

 

    

Sobre la Teología latinoamericana de la liberación.

 

      Primer capítulo de "Crítica social del evangelio que mata. Introducción al pensamiento de Juan Luis Segundo (H. Gallardo, UNA, 2009).

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    CAPÍTULO UNO

    Cuestiones preliminares

   Este libro introductorio se ocupa de algunos aspectos del pensamiento de Juan Luis Segundo (1925-1996) y, por ello, de la corriente de reflexión y acción que ha sido denominada Teología (latinoamericana) de la liberación. Los aspectos del pensamiento de Segundo que aquí se destacan son básicamente los de su posicionamiento analítico (cómo determina y sitúa él los objetos de pensamiento) y su alcance o significación social (pastoral, político). ¿Por qué interesarse en el pensamiento de este autor y en su posible alcance social? En realidad, deberíamos interesarnos en el ‘pensamiento’, que incluye sentires, imaginarios y conceptos articulados, de todo el mundo y de cada persona. Pero, además de esta observación elemental, en el caso de Juan Luis Segundo existen razones específicas o peculiares. Mencionemos tres. La primera es que, pese a su importancia, la expresión ‘teología latinoamericana de la liberación’ no es comprendida del todo, muchas veces ni siquiera por quienes se interesan por cuestiones ‘religiosas’ o académicas, como la teología, aunque se acerque a los cuarenta años de su aparición sistemática y se la haya mencionado en ellos, y también manoseado, abundantemente. La segunda es que, dentro de esta corriente de reflexión y acción (personal, social) normalmente no bien determinada, el pensamiento de Segundo se ubica como uno de lo más significativos y, sin paradoja, también de los menos divulgados y conocidos entre los latinoamericanos. La tercera es que el pensamiento básico de Segundo, surgido en los contextos del Concilio Vaticano II, la Guerra Fría y el desarrollismo latinoamericano, mantiene su vigencia en esta fase de mundialización capitalista. Este último punto podría ser señal de la radicalidad de su reflexión, término que no indica ningún extremismo, sino que se asocia con pertinencia, intensidad y capacidad de interpelación. Que alguien busque comunicar (se) radicalmente, como suelen hacerlo los enamorados, debería constituir motivo suficiente para interesarse en él. Especialmente cuando se trata de un católico, es decir de alguien que, en América Latina, podría considerar que su existencia personal-religiosa le viene dada inercialmente por la revelación de Dios tal como la traduce la jerarquía de su iglesia. En efecto, ¿para qué ser radical (o sea intensamente angustiado por la existencia y la expresividad de su fe religiosa), si ya se tiene en el bolsillo, como empaquetaditas, todas las verdades y todos los criterios? Bueno, aunque católico, Segundo se interesa intensamente por la existencia no solo de él, o personal, sino por la experiencia de fe cristiana (vivir la fe religiosa) y de su comunicación entre los latinoamericanos. Esta peculiaridad, la de ser un católico intensamente preocupado por su existencia en cuanto cristiano debería resultar tan provocativa como para que más personas se interesasen por él. Este libro se ha escrito para contribuir a despertar, o reforzar, este entusiasmo. Por ello, sugiere más que explica. Indica, más que comenta. Y también coteja y critica. Además, para libro y en relación con la obra de Segundo, es breve. Digamos que apunta a ser posibilidad para un punto de partida o para muchos de ellos. Para iniciar procesos de reflexión y testimonio necesarios y urgentes. Si colabora con esta tarea política, pues Juan Luis Segundo seguramente se sentiría satisfecho de que nos ocupemos de sus reflexiones.

   Y, sin más, ataquemos varias cuestiones preliminares.

   1.- Sobre la teología (latinoamericana) de la liberación

   El nombre “teología latinoamericana de la liberación” debería ser entendido como un nombre propio, no como la designación de una disciplina académica (como una ‘teología’, digamos) cultivada por especialistas. Este nombre designa más una espiritualidad (una manera de compenetrarse del mundo, de sentirlo y actuarlo, una subjetividad) desde la fe cristiana como ella podría (o debería) vivirse en y para América Latina. Por supuesto una espiritualidad “vivida desde América Latina” contiene inevitablemente particularidades sociales. Esto quiere decir que nadie puede vivir o existir universalmente América Latina o, peor, hacerlo en general. Se la vive como mujer, como indígena, como empresario pudiente u opulento, como creyente religioso cristiano, como feligrés católico, etc. Ahora, que las experiencias humanas sean inevitablemente particulares y complejas, o sea sociales y situadas, no evita que las personas sociales puedan desear ofrecerlas al mundo, es decir que aspiren a conferirles un carácter universal. Que una espiritualidad tenga raíces latinoamericanas, por tanto, no quiere decir que no pueda alcanzar valor universal o, si se lo prefiere, que pueda ofrecerse tanto a las personas no creyentes religiosas como a las creyentes de cualquier religión. Se trata de un programa o propuesta de camino, o de comunicación, muy antiguo (pero no por ello menos impracticado). Para lo que después será Occidente, lo propuso Jesús de Nazaret. El determinado en los evangelios. No necesariamente el de las que se designan a sí mismas como sus iglesias.


   En breve, la observación anterior quiere decir que la expresión ‘teología latinoamericana de la liberación’ designa procesos complejos generados en el seno de la experiencia de fe religiosa cristiana latinoamericana de algunos grupos de creyentes religiosos, y también en sectores populares, gestación particular que no impide que se trate de una reflexión-testimonio que busque, vía su comunicación, alcanzar rango universal, o sea propio de la experiencia humana genérica (del género humano). Los primeros trabajos sistemáticos publicados como expresión de estos procesos complejos, por diversificados y a veces conflictivos, son los textos de Gustavo Gutiérrez: Teología de la liberación. Perspectivas (1971) y Hugo Assmann: Opresión-liberación. Desafío a los cristianos (1971). Un primer trabajo importante de Juan Luis Segundo es de 1975: Liberación de la teología (1). Tal vez convenga decir, desde ya, que el esfuerzo contenido en esta voluntad de testimoniar con diferente carácter la fe religiosa, llamada Teología latinoamericana de la liberación, visto desde sus resultados y hasta este momento, no ha tenido éxito o ha sido frustrado.

   1.1.- Que la expresión “teología latinoamericana de la liberación” deba ser entendida como un nombre propio (Teología Latinoamericana de la Liberación) posee al menos dos alcances significativos para una mejor comprensión de su carácter:

    a) en la propuesta de algunos de sus representantes, como Juan Luis Segundo, no se trata solo de una “teología”, o sea de un discurso disciplinar sobre Dios y sus relaciones con su Creación, sino de una práctica político-existencial ligada a testimoniar la experiencia humana del Dios de la Vida en la historia del mundo. Desde esta sensibilidad y práctica política existenciaria puede surgir un discurso “teológico” que, sin embargo, posee un carácter distinto al de las teologías tradicionales, especialmente a las que facilitan la reproducción de las instituciones clericales (2). Esta observación puede aplicarse tanto a la noción restrictiva de ‘teología’ como a la más amplia en la que el concepto comprende no solo las relaciones entre Dios y su palabra y los seres humanos, con sus subdivisiones, sino también los estudios bíblicos y la historia de la (s) iglesia (s) y al carácter de la vivencia de su fe religiosa entre los creyentes. La Teología Latinoamericana de la Liberación no intenta constituirse en una ‘teología’ en estos sentidos, sino que más bien su método aspira a liberar las experiencias de fe religiosa que están en su base proponiendo una crítica y superación de las teologías clericales ‘tradicionales’, de modo que la actividad ‘teológica’ contenga y signifique una práctica distinta: una transformación política subjetiva-objetiva que incida eficazmente en la búsqueda y realización humana, o sea socio-cultural, del plan de Dios. En términos directos, ‘lo’ teológico implica aquí una compleja práctica social de liberación (que puede considerarse tanto ‘laica’ como ‘pastoral’) que produce y supone un testimonio político y una espiritualidad desde cuyo seno puede gestarse, decirse y comunicarse un discurso teológico; en el caso de Juan Luis Segundo, esta práctica básica demanda una reflexión teológica específica rigurosa;

   b) planteado lo anterior (es el tema del reposicionamiento de la noción de ‘teología’ en las prácticas sociales y, con ello, la resignificación de su carácter político-cultural), habrá que advertir, asimismo, que la fórmula “teología latinoamericana de la liberación’ no designa tampoco una única agrupación de pensamiento o acción testimonial: se trata de diversos autores, o de círculos de autores, cuyas opiniones o criterios pueden resultar conflictivas, en el sentido de mutuamente excluyentes, y cuya acción puede, o al menos pudo, plasmarse en planteamientos, movilizaciones e instituciones muy diversas, como la pedagogía liberadora (inspirada en Paulo Freire), el testimonio de las minorías abrahámicas (practicado por Helder Cámara), Iglesia Joven (un movimiento católico intraeclesial), Cristianos por el Socialismo (una plataforma o coordinadora política-doctrinal extraeclesial), Sacerdotes del Tercer Mundo (un tipo de foro), estructuras político-militares (como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia), la selectiva y pequeña comunidad de emprendimiento cristiano (Juan Luis Segundo), un criterio de ingreso o método teológico, la lectura ‘popular’ de la Biblia, la iglesia como acontecimiento carismático más que como institución (L. Boff) o la adopción del instrumental marxista (teoría del fetichismo mercantil) como criterio analítico de ingreso para comprender la realidad social (F. J. Hinkelammert), discernimiento sin el cual no se ‘comprende’ ni asume el Cielo, o sea la redención.

   De modo que cuando se habla de teología latinoamericana de la liberación no se está hablando de una corriente constituida y única de prácticas y pensamientos, porque las diferencias entre sus diversos círculos o espacios (socio-políticos, religiosos, teológicos, pastorales) podrían resultar más significativas que su unificación abstracta (3), y tampoco en ese nombre la expresión ‘teología” puede espontáneamente asociarse con lo que el habla común vincula con el término: una disciplina racional o científica, propia del clero y de sus necesidades institucionales, o de círculos académicos que dan por supuesta su capacidad para producir conocimiento teológico, y cuyo objeto es la determinación intelectual de Dios y de su palabra.

   Todavía conviene advertir que la teología latinoamericana de la liberación no fue nunca, ni en sus momentos más polémicos y publicitados, una actitud (sensibilidad) o ideario de mayorías de creyentes y mucho menos del pueblo de Dios (creyentes religiosos) bajo la dirección de su jerarquía, que es como se entiende a sí misma la iglesia católica institucional. La sensibilidad de los diversos grupos que se inscribían en esta corriente de acción y pensamiento social fue siempre, y lo sigue siendo en su languidecimiento o crisis actual, una expresión de minorías a la que sus opositores y enemigos buscaron aislar, deslegitimar y destruir. Y estos opositores y enemigos estuvieron dentro y fuera de las iglesias. De modo que ‘teología latinoamericana de la liberación’ designa una sensibilidad de la fe religiosa propia de minorías con una capacidad efectiva de interpelación social reducida, tanto por sus ambigüedades internas como por la capacidad política de sus enemigos. Si esto es así (y dentro de esta minoría Juan Luis Segundo no es de los autores más leídos o discutidos (4)), ¿qué importancia podría tener esta ‘teología’ latinoamericana? ¿Y para qué ocuparse de ella?

   2.- La importancia para América Latina de la teología de la liberación

   Una imagen o referencia puede servirnos para captar lo importante que pudo ser (y hoy podría serlo), para la existencia de los latinoamericanos, y para una reconfiguración de nuestras lógicas institucionales, una teología asumida como otra manera de vivir la fe religiosa. Los sectores sociales mayoritarios, o pueblos latinoamericanos, pueden ser descritos como empobrecidos, explotados, discriminados… y religiosos. Entre ellos, la mayoría entiende su religiosidad como participar en una iglesia o comunidad de fieles. Es decir que su religiosidad se extiende como clericalidad. Y, siguiendo el camino inverso, pero esto no es asumido del todo, que su clericalidad (aquí no necesariamente su religiosidad) es parte o factor de la reproducción de su empobrecimiento, explotación, discriminación y alienación religiosa. En breve: las iglesias institucionales forman parte del sistema de dominación, como el latifundio tradicional, los enclaves transnacionales, las zonas francas, la educación pública de mala calidad o los gobiernos y Estados patrimoniales de minorías. Pero los sectores populares estiman con sinceridad que su religiosidad pasa por estas iglesias. Y, con ello, su salvación o el plan de Dios. Mucha gente ha internalizado la institución clerical (el católico culto mariano, por ejemplo) haciéndola parte de su subjetividad. Imagina y está-es-en-el mundo a través de su iglesia. Y, a la vez, las iglesias institucionales son parte significativa de su existencia personal y familiar.

   En lo que aquí interesa, esto quiere decir que un cambio social significativo, que es algo que la realidad latinoamericana reclama, no puede hacerse ignorando la adscripción o clerical o religiosa de la mayor parte de la gente y, sobre todo, de sus sectores populares. Este cambio podría hacerse desde la inserción o clerical o religiosa, pero no sin ella. Prescindiendo de ella, nunca. Forma parte de la realidad subjetiva-objetiva del subcontinente. De su espiritualidad.

    Ahora, un cambio social orientado a que todos tengan oportunidades semejantes, o puedan darse los medios para crear esas oportunidades, no puede plantearse desde las iglesias existentes por una razón de fondo: con independencia de excepciones, programas específicos o personalidades generosas y sinceras, las iglesias institucionales son parte del sistema de dominación, empobrecimiento y exclusión. Lo son complejamente, pero forman parte del statu quo y ha sido así por más de quinientos años. Tampoco el cambio social puede hacerse contra las iglesias porque mucha gente cree honestamente en ellas, forman parte de su subjetividad y por ello las jerarquías institucionales y la inercia de las instituciones clericales poseen capacidad para adversar el cambio, frustrarlo o desvirtuarlo. Ninguna experiencia de cambio significativo en América Latina, con independencia de cómo lo apreciemos o de su gestación parlamentaria o extraparlamentaria, ha tenido el apoyo de las dirigencias clericales: el peronismo en Argentina, los gobiernos de Jacobo Arbenz en Guatemala o de la Unidad Popular en Chile, el proceso revolucionario cubano, la experiencia sandinista en Nicaragua o la actual, que se quiere bolivariana, en Venezuela. Todas ellas, equivocadas o en el buen camino, han sido objeto de recelo y enemistad clericales. Por el contrario, las dictaduras empresariales, militares o de terratenientes, o los gobiernos falsamente democráticos de las neoligarquías, e incluso el terror de Estado, o la práctica genocida del Estado guatemalteco, han contado con una tácita o explícita venia jerárquica aunque no siempre con su aplauso ininterrumpido. Baste recordar que Somoza, Pinochet o Videla, por citar tres de la galería de asesinos venales que configuran la ‘clase’ política latinoamericana, han sido católicos fervorosos y que un genocida notorio, como Efraín Ríos Montt, ha tenido el desparpajo de ser protagonista, como pastor, de una iglesia “evangélica” (Iglesia del Verbo) en Guatemala.

   Pero si la anterior consideración sobre las condiciones clericales ‘internas’  no bastara, habría que recordar que el Vaticano, cabeza incontestable de la principal iglesia que opera en América Latina, forma parte del aparato de poder mundial y que pone esto en evidencia sin disimulo al “sospechar” ya no de procesos políticos como los citados arriba, sino de la pastoral sugerida o practicada por obispos latinoamericanos como Helder Cámara, Leonidas Proaño, Pedro Casaldáliga, Oscar Arnulfo Romero, Sergio Méndez Arceo o Samuel Ruiz, obviamente cristianos y católicos, pero también sensibles a las condiciones de discriminación, persecución y muerte que recaen sobre los sectores populares en América Latina. Ante ellos y su testimonio, el aparato institucional clerical muestra o frialdad o malignidad, nunca empatía o misericordia. Luego, si se trata de avanzar en el cambio social, hay que considerar las vigorosas fuerzas clericales, estructurales y situacionales, internas e internacionales, que lo adversan.

   Sin embargo, lo central de este último punto es que si políticamente se quisiera avanzar en las transformaciones necesarias contra las iglesias institucionales, esto dividiría a la población significativamente y tensaría (desgarraría) internamente a muchas personas. Se trataría de procesos de cambio que hacen violencia a los sentimientos de mucha gente. Y si este desafío no se atiende políticamente, los procesos de cambio no alcanzarán plenitud liberadora.

   Queda entonces solo el camino de avanzar en el cambio social apoyándose también en las religiosidades (que no se pueden eliminar por decreto) de la población, sin perder de vista otros idearios no religiosos, como los que se siguen de la necesidad de reconfigurar la propiedad, para, desde su articulación liberadora, criticar y avanzar en la conversión de los aparatos clericales y de su efecto negativo sobre la subjetividad de nuestras poblaciones. En breve: la gente, en especial los sectores populares, debe construir y hacer suya, en la lucha social y política, una manera distinta de experimentar y comunicar su fe religiosa y de ser comunidad, o sea, iglesia y, también, sociedad. Este es exactamente el planteamiento sugerido o propuesto por las expresiones más avanzadas de la teología latinoamericana de la liberación.

   Un proceso de transformaciones sociales sostenidas también por la fe religiosa, o sea por la subjetividad, de la mayoría de la población, no admitiría fracasos ni reversiones. O, si se lo prefiere, sería, por radicalmente sentido, incontenible. De aquí la importancia imaginaria y práctica de la teología latinoamericana de la liberación. Con independencia de sus errores, vacíos o confusiones, su percepción de que una nueva manera de vivir la fe religiosa constituía un factor político revolucionario en América Latina y, a la vez, una manera necesaria de avanzar en la humanización de la existencia en el planeta, fue una intuición luminosa y certera. Por desgracia, en su primera fase, entre la década de los sesenta y el final del siglo, fase en la que se ubican los aportes de Juan Luis Segundo, no prosperó. Pero la intuición permanece ahí como testimonio y raíz. Y va mucho más allá de la imagen, entusiasta pero estrecha, de la alianza táctica o cooperación entre cristianos y revolucionarios. La intuición reza: en América Latina los creyentes religiosos efectivos son inevitablemente revolucionarios. A la ‘revolución’ se le llama aquí ‘liberación’. Uno de los textos de Juan Luis Segundo tiene como título “Liberación de la teología”. Puede entenderse, sin que necesariamente el autor esté de acuerdo, como la necesidad de una “revolución social y popular de la teología” que no puede darse sin una transformación sustancial de las creencias básicas de la población y, con ello, de sus actitudes.

   2.1.- El planteamiento anterior es básico para entender la importancia cultural, política y social de una teología latinoamericana de la liberación. Sin ella, las transformaciones radicales en la propiedad, la distribución, la creación de oportunidades y la cultura política se fragilizan y se abren a las tentaciones (y vocaciones) autoritarias, verticalistas, paternalistas, patriarcales o mesiánicas. Con ello son convocados, asimismo, los fenómenos de la corrupción política y de la venalidad en la función pública. No es necesario citar ejemplos porque los latinoamericanos tenemos experiencia amplia sobre estos procesos de degradación.

   Sin embargo, la importancia de la existencia de una teología latinoamericana de la liberación tiene al menos otro aspecto que resulta necesario destacar. Su sola emergencia, como producción latinoamericana, social o autoral, significó un escándalo para la autoridad (instituida o informal) religioso-cultural reinante debido a que se estimaba (y se sigue estimando) que el quehacer teológico, y la lectura de la experiencia de fe religiosa, pertenecían a la tradición europea, y más específicamente a la vaticana y al sacerdocio ministerial, y que los latinoamericanos, laicos o clérigos, no tenían nada que hacer, en cuanto latinoamericanos, en estos campos, excepto repetir, que es una forma escolar de obedecer. Y he aquí que ahora los pueblos latinoamericanos, no solo sus sacerdotes, querían decir su palabra teológica y reconstituir su pastoral. Y eran palabras y prácticas distintas.. Una propuesta original, por provenir desde las raíces de América Latina, de diálogo y emprendimiento colectivo. Impropio. Inverosímil. ¡Escándalo!

   Una anécdota sobre este punto. Durante el Concilio Vaticano II (1962-1965) fue tan débil la participación del episcopado latinoamericano (?) que, con escasa piedad, los europeos los motejaron con el nombre de “Iglesia del silencio” (5) Su mudez no hacía sino corroborar que la fe cristiana y católica, para la sensibilidad ‘natural’ de la mayoría de ‘nuestros’ pastores regionales, debía vivirse en América Latina idénticamente a como se vivía en Europa. O, más claro, repitiendo/coreando lo que se decía en Europa.

   La teología latinoamericana de la liberación es, entonces, voz latinoamericana. Mejor o peor, adecuada o inadecuada, pero latinoamericana. No quiere decir esto que no surja interpelada por Europa y su tradición teológica. Pero trata de sentir sus interpelaciones desde América Latina. Y trata de contestar, en los mejores casos, práctica, emocional y reflexivamente, desde América Latina. Y específicamente desde sus empobrecidos entendidos, no siempre y no en todos sus expositores, como expresión o signo de relaciones de dominación u opresión. Relaciones que, en esta manera de asumir la fe religiosa, Dios ni quiere ni acepta.

   Aunque pueda parecer pueril, querer tener voz latinoamericana es ya un paso en un subcontinente marcado por la dependencia, las modas extranjeras y la imitación grotesca, mediocre y risible. Por supuesto este paso original tiene que educar los oídos de quienes no tienen costumbre de escuchar a los latinoamericanos excepto como entes folklóricos, políticos lambiscones, serviles y venales o militares y civiles asesinos, disculpados con el estereotipo “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Allá Europa, centro cultural, o Estados Unidos, prolongación de Europa. Acá, éstos pintorescos individuos más parecidos a los animales que a los seres humanos. Humanoides, “homúnculos” surgidos de la Europa oscurantista, atrasada, de la mezcla de malas “razas”. Bárbaros. Y he aquí que estos “hombrecillos” y gentes, como los bárbaros, abrieron camino al buscar hacer teología de otra manera.

   Los pocos europeos que se interesaron inicialmente en esta novedad dijeron que la producción latinoamericana no era teología, sino sociología (y de calidad rala), que sus ‘reflexiones’ no apreciaban o desconocían las corrientes ‘progresistas’ de la verdadera teología del momento, es decir la europea, o que eran ‘homúnculos’ balbuceando teológicamente. Tardíamente, en 1984, y sin siquiera intentar comprenderla, o quizás comprendiéndola en su peligrosidad potencial, el Vaticano, vía la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo prefecto era Joseph Ratzinger, va a descalificarla como producto de la fe religiosa al caracterizarla básicamente como tributaria del marxismo. Por ello, perversa. En América Latina esto se lee “comunista" (6). Aún ahora es mala palabra. Para los grupos dominantes latinoamericanos y su sensibilidad de imperio la Guerra Fría aún no ha terminado. Muestran indignados el régimen cubano. Y la aparición de una Venezuela bolivariana o de una Bolivia con rostro indígena. Con la persistencia de algunos sindicatos, se duelen porque existan trabajadores que defienden sus derechos o aspiran a ellos. Para su mirada, los ecologistas no son sino “comunistas reciclados” que espantan la inversión que les abre buenos negocios. Las reivindicaciones sociales y humanas de las mujeres son valoradas como aberrada secularidad, o sea como aberrado "rojismo". En estas condiciones es fácil imaginar la señal que enviaba en la década de los ochenta el Vaticano a sus ovejas latinoamericanas al estigmatizar a la teología latinoamericana de la liberación como “comunista”.

   2.2.- Todavía un corolario sobre la importancia de una teología latinoamericana de la liberación (sabemos ya que es un nombre cómodo que designa un movimiento complejo e internamente conflictivo). Apoyándose en los documentos del Concilio Vaticano II (7), que a su vez recogieron un elemento presente en la tradición (Concilio de Orange, 529), esta teología asumió abiertamente la tesis de que la gracia de Dios era universal, es decir comprendía a todos los seres humanos y a todos los pueblos y culturas y no era propiedad exclusiva de una iglesia. Dice la Constitución Pastoral Gaudium et spes:   

   “Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.//Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (Cap. I, # 22).

   El alcance material que aquí interesa destacar es que este planteamiento critica y supera el ecumenismo reductivo, centrado en la presunción acerca de una sola iglesia “verdadera”, por revelada, y otras iglesias, ‘naturales’, o ecumenismo entre iglesias, reducción/dominación que suele nutrir la actitud jerárquica católica (8), para entender, en cambio, que el desafío ecuménico y la salvación por la gracia de Dios comprende a todos los seres humanos de buena fe, tengan o no adscripción religiosa o sean, incluso, indiferentes a la cuestión religiosa. El estrecho ecumenismo entre iglesias cristianas (con imperio católico) se abre así a las instituciones y religiosidades de otros pueblos y culturas y, también, a los no-creyentes religiosos (macroecumenismo). Esta comprensión universal, o macroecumenismo, es significativa para importantes regiones latinoamericanas en las que coexisten distintas tradiciones culturales, étnicas y nacionales (México, Bolivia, Brasil, Guatemala, por ejemplo) y también para los emprendimientos político-sociales en que la buena fe (un tipo de espiritualidad liberadora) puede articular en luchas comunes a creyentes religiosos y no-creyentes religiosos sin arrogancia (sobrenatural o metafísica o puramente cultural) de algunos sobre otros. Para decirlo directamente, creyentes religiosos y no-creyentes religiosos serían parte del Pueblo de Dios en cuanto actúan de acuerdo, aunque no lo invoquen, a su plan de amor y libertad. Contrástese esta visión con la imagen de un ‘pueblo de Dios’ reducido a la comunidad de los fieles de una iglesia bajo la dirección de su jerarquía legítima (9).

   Conviene todavía destacar que esta tendencia hacia una espiritualidad macroecuménica del Concilio Vaticano II coincidió con la decisión del Consejo Mundial de Iglesias de apoyar financieramente a los programas pastorales de las iglesias protestantes que “salieran del templo”, es decir que se articularan con ‘el mundo’ entendido tanto como ‘morada de los seres humanos’, o ámbito de la familia humana, como en el sentido negativo de ‘espíritu de un mundo’ que se opone a la autenticidad y verdad de la vida, lucha y mensaje de Jesús. La coincidencia resultaba significativa para una América Latina en la que el desafío central para los creyentes religiosos consistía, y consiste todavía, no en qué hacer con el desarrollo, cuestión europea, sino en qué hacer por los seres humanos y grupos sociales pisoteados, humillados y deformados por siglos de opresión y de miseria (10) y en cuya humillación y desfiguración ha influido una cierta manera de asumir el Evangelio. La ‘salida del templo’ implica para los creyentes religiosos enfrentarse abiertamente no solo con los desafíos de sus hermanos de fe, sino con el variado rostro y desempeño de los ‘otros’ sociales: pobladores, trabajadores, estudiantes, indígenas, no-creyentes religiosos, etc. La iniciativa reforzó el ecumenismo práctico de los grupos protestantes que adoptaban la imagen de sentirse habitando (y produciendo) una sola morada (casa) humana con múltiples ingresos.

   La articulación de estos elementos favoreció la configuración de una espiritualidad teológica latinoamericana de liberación como la más significativa movilización ecuménica y macroecuménica que se haya dado en el subcontinente. Pero, recordemos, se trató de una actitud de minorías que no siempre entendieron la expresión ‘liberación’ de la misma manera.

   3.- Sobre el nombre teología latinoamericana de la liberación

   El énfasis puesto en el nombre teología ‘latinoamericana’ de la liberación indica, además de referir a los orígenes sociohistóricos de una voluntad de interpelación, que existen, o se pretende que existan, otras teologías ‘de la liberación’.

   Desde luego, nos encontramos con una teología vaticana de la liberación. Se trata de la teología católica institucional, y por ello jerárquica, centrada sobre el carácter de la naturaleza humana y el misterio de la iniquidad (maldad, pecado). Aunque no es forzoso (11), suele realizarse una lectura ‘espiritualizada’ de esta teología (“espiritualizado” no se sigue de espíritu. Mientras el espíritu anima la vida y da carácter al cuerpo, del que no prescinde para nada ni mutila, la ‘espiritualización’ desencarna, deshistoriza y, con ello, abstrae y mata). Por ejemplo, si se enfatiza la descripción del ser humano como alguien que “quiere más que lo que puede” (12), y se asocia con esta descripción la imagen de que lo que se opone a su liberación (voluntad de ser libre) no siempre viene de ‘fuera’ (las relaciones de propiedad, por ejemplo), sino que de los límites ‘naturales’ de su ser (querer más de lo que se puede se vincula con libertinaje, pecado), entonces es posible seguir que las situaciones de liberación consisten básicamente en esfuerzos personales y sociales por asumir con humildad, que aquí se traduce como sometimiento, los límites de la naturaleza humana, esfuerzos subordinados a valores, como Verdad y Justicia, metafísicamente enunciados:

   “La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien en el cual solamente reside la Felicidad (…) Por consiguiente, el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero y esto (…) guía su voluntad” (13).

   El planteamiento anterior, que parece de sentido común, pertenece a un imaginario del Mundo Antiguo, preservado por la autoridad católica y otros sectores y que suele formar parte de la cotidianidad de mucha gente todavía hoy. En este imaginario católico, La Verdad está en la naturaleza de las cosas y el ser humano tiene la capacidad para reconocerla. La libertad consiste aquí en una sujeción a las naturalezas eternas. O, si se lo prefiere, al reconocimiento de la Necesidad. El epítome de esta sujeción entendida como la naturaleza de la más alta libertad se expresa en el culto mariano y se ilustra con la frase de María ante el ángel que le informa sobre la voluntad de Dios (o sea de quien rige el mundo): “He aquí tu esclava”.

   Para el imaginario moderno, en cambio, la verdad es producida, no “está ahí”, al frente, y debe ser referida a sus procesuales condiciones de producción. Esto no la torna ‘relativa’ (porque las verdades humanas carecen de un absoluto previamente dado), sino sociohistórica, procesual o metodológica. La verdad no se dice de ‘algo’, o de una naturaleza, sino de una capacidad de interpelar o comunicar. La libertad aparece así ligada a la producción de contextos en los que es posible optar (elegir) y en la adecuación entre estas opciones y la autonomía y autoestima. Si este imaginario moderno se propusiera un “culto mariano”, él enfatizaría la voluntad autónoma de esta joven judía para comprometerse en el riesgo, la incertidumbre y el dolor de su embarazo (el ángel le habría informado claramente de esto) y de su confianza en que su compromiso podría derivar en dignidad humana, autoestima y gratificación e irradiarlas, para ella y otros, sin más horizonte de esperanza que el ligado a acciones por las que se opta libremente y a las que se puede, incluso, renunciar. Si se ve a María como creyente religiosa, su opción y compromiso se inscribe, en cambio, en una filosofía de la historia resuelta desde siempre por Dios. El sentido de lo que existe le ha sido dado para siempre. He aquí tu esclava. Nada puedo hacer, nada puedo cambiar.

 

  Aunque no es éste el momento, conviene desde ya señalar que Juan Luis Segundo, como todo autor situado, no renuncia enteramente al imaginario antiguo (Dios, la verdad estaría ahí), central para el catolicismo, pero trata de reconfigurarlo de modo que resulte menos sujecionador y se abra cordialmente a la libertad y creatividad humanas. Así, por ejemplo, en su artículo “Revelación, fe, signos de los tiempos”, y refiriéndose a la revelación, la entiende como un acto de comunicación de un Ser Infinito que no puede hablarle al ser humano en un lenguaje (propio) eterno. Señala:

   "Aún antes de “encarnarse” personalmente en el Hijo, Dios, en cuanto ha querido ser revelador, ha tenido que hablar al hombre “encarnando” su palabra en un lenguaje humano, que usa signos limitados en su ser y en su poder de significar. De ahí que en ese acto de comunicación, lo que se comprende sea solo –por así decirlo—una partícula infinitesimal de una verdad que nos llega siempre “en la medida “en que podemos comprenderla” (D. 1796; cf. Mc 4, 33). (14).

   La ‘verdad’ de la Revelación que la divinidad comunica remite entonces a procesos distintos en Dios y en el ser humano: el Primero sabe, el segundo debe aprender a aprender. La Revelación no consiste en un depósito de informaciones ‘verdaderas’ que los seres humanos deben aprender y repetir, o sea una ortodoxia, sino en una pedagogía verdadera, es decir en una comunicación que orienta a los seres humanos que buscan ‘saber’. El plan de Dios consiste en que el ser humano aprenda a aprender haciendo uso de su libertad y de su capacidad creadora. La verdad consiste en una humana ortopraxis de liberación (espiritualidad) orientada por revelaciones transitorias  (graduales, paulatinas) en el Espíritu de Dios. Supone, por eso, una búsqueda y una disposición a escuchar y a transmitir, mediante tanteos, éxitos y errores, de generación en generación, una sabiduría que tampoco es ‘verdadera’, sino que pone de manifiesto una forma de madurez comunitaria o colectiva (15).

   Enfaticemos únicamente que esta última concepción destaca el carácter procesual, comunitario y productivo (histórico-social y comunicativo, libre) del conocimiento humano, y no la ‘verdad’ eterna de la información sobre la naturaleza de ‘las cosas’, aunque esta comunicación provenga de Dios. Se trata de la percepción de un creyente religioso en diálogo con el mundo moderno, inserto, por ello, en la sensibilidad del Concilio Vaticano II. Digamos también que no se trata de que el imaginario antiguo sea algo ‘malo’ y la sensibilidad moderna algo ‘bueno’. Sencillamente apuntamos que estamos ante sensibilidades distintas y que a los latinoamericanos nos ha correspondido existir en la época moderna. De hecho, somos factor de su fundación.

   Todavía puede indicarse que la teología vaticana de la liberación, vista desde la producción teológica latinoamericana, admite al menos dos momentos: uno matricial (condición constante), centrado en los caracteres que hemos destacado y en relación con los que se provoca por parte de ‘la’ autoridad una condena de la teología latinoamericana de la liberación en el marco de la Guerra Fría (se trataría de marxismo y, por ello, de anticristianismo), y su actual prolongación, iniciada en la década de los noventa, ‘modernizada’ con un maquillaje liberador, tras la cooptación institucional y diocesana del vocabulario y algunas instituciones (Comunidades Eclesiales de Base) propuestas por la teología latinoamericana de la liberación en el siglo recién pasado y hoy cooptadas por el poder tradicional. El magisterio católico institucional, por ejemplo, habla hoy de una opción ‘preferencial’ por los pobres, de la dimensión pública y política de la fe (trasladándola a los laicos) y de una liberación ‘integral’, aunque sometida a un principio desencarnado y metafísico. Las palabras suenan semejantes pero los criterios básicos siguen siendo muy distintos.

   Sabemos que en cuanto la teología vaticana actúa en nombre de una información dogmática con pretensiones de verdad (comunicación) eterna, su maquillaje modernizador, al que ha contribuido lo que el teólogo F. J. Hinkelammert llama la “teología del imperio” (16), no puede exceder el calificativo de una “pose” que muestra-esconde una lógica dogmática autoritaria. Esta pose verbal condensa hoy asimismo los procesos de acabamiento de las sociedades del socialismo histórico y una crisis larga de la teología latinoamericana de la liberación, fenómenos ambos materializados durante la década de los noventa. En este contexto, la jerarquía católica coopta una fraseología sin alterar su propio carácter vertical y autoritario y su desprecio por las necesidades y capacidades de los seres humanos de carne y hueso.

   En forma paralela a la teología vaticana, oficial o clerical, de la liberación (que proclama una utopía espiritualizada, desencarnada, como el más allá ‘verdadero’ de la historia), existe una Teología Empresarial de la Liberación desplegada principalmente en Estados Unidos y que reclama que la libre empresa capitalista es la gestora de las condiciones materiales para una liberación ‘espiritual’ efectiva. Abrazar el capitalismo sería la voluntad de Dios. Sus centros más importantes se concretaron, en la década de los ochenta, en el American Enterprise Institute y en el Instituto de Religión y Democracia, dirigidos por M. Novak y P. Berger, respectivamente. El primero estima que la teología latinoamericana de la liberación es básicamente el producto de una cultura ‘atrasada’ y que los teólogos de la liberación ignoran esto. Desde su atraso, estos teólogos proponen prácticas erróneas respecto de la sociedad y en particular acerca de los vínculos entre cristianismo, socialismo y marxismo:

   “La teología de la liberación aduce que América Latina es capitalista y necesita una revolución socialista. Cierto que América Latina necesita una revolución; pero por su ser su actual sistema mercantilista y casi feudal, no capitalista, tal revolución debe ser tanto liberal como católica”. (17)

   Al atraso e ignorancia de los teólogos latinoamericanos de la liberación, Novak opone la tesis de que la salvación de ‘los pobres’ está en la verdad teológica de la sociedad liberal capitalista:


   “Los mejores años de la sociedad liberal aún están por llegar (…) El corazón del judaísmo y del cristianismo –sus convicciones sobre libertad y responsabilidad—es liberal.// Nada eleva tanto a los pobres, como la liberación de sus propias actividades económicas creativas”(18).

   Este tipo de ‘pensamiento’ es puramente apologético y circunstancial, o sea oportunista. Las posiciones de Novak acerca de la teología latinoamericana de la liberación se apoyan en una enciclopédica desinformación tanto acerca de ella como respecto a la realidad de las formaciones sociales latinoamericanas. Combina usualmente esta penuria con la mala fe. En contra de las ideas de Gustavo Gutiérrez, por ejemplo, utiliza una descalificación racista, etnocéntrica y mezquina:

“Gustavo Gutiérrez es de baja estatura y piel aceitunada; cuando estudió en Europa, debió ver en los ojos de otros que él procedía “del otro lado” de una familia pobre en el lejano Perú” (19).

   Como se ve, el pensamiento de Gutiérrez y de los teólogos latinoamericanos de la liberación se seguiría de su resentimiento y envidia por no pertenecer a esos soberbios ‘otros’ de los que forma parte Novak, y por estar vinculados al mercado capitalista y a su ‘modernidad’ de una manera precaria. La teología latinoamericana no tendría autores, sino culpables.

   Existe también una Teología Transnacional-Financiera de la Liberación (que Hinkelammert llama Teología del Imperio) orientada hacia la búsqueda de la mayor eficacia para la práctica de la solidaridad evangélica y el logro de la salvación. Encuentra esa eficacia en los esponsales, históricos y metafísicos, del Mercado capitalista transnacionalizado (la expansión universal de la forma mercancía: privatizar y poner precio a todo) con un metafísico Reino cristiano. A diferencia de la teología empresarial o liberal, indicada anteriormente, esta teología transnacional re-articula sociohistoria y trascendencia, advirtiendo que el Mercado no es el Reino, de modo que siempre existirá la pobreza y que la plenitud de los valores del Reino solo serán posibles en un ‘más allá’ del Mercado. En el más acá, en cambio, incluso la práctica de los valores del Reino debe quedar sobredeterminada por la lógica de la eficacia mercantil, tanto nacional como internacionalmente. Uno de sus principales exponentes, Michel Camdesus, entonces Presidente del FMI, lo condensaba así:

   “… es una fraternidad, por fin, que en el universo de la economía, debe vivirse en el mercado: ¡el mercado, lugar de intercambio, en donde ella anuncia, en donde ella llama a compartir! Como lo dice muy bien mi amigo Michel Bouvier ‘el mercado se impone como el cómo del intercambio, el Reino se propone como el por qué del compartir" (20).

   Esta última teología de la liberación ya no se dirige dogmáticamente contra el comunismo porque se trata de un discurso post Guerra Fría, época que no requiere ya demostrar la eficacia del mercado. Se le supone triunfante. A diferencia asimismo del discurso liberal empresarial ‘liberador’, no es un discurso reactivo sino asertivo que expropia y reacomoda, como lo hizo también el discurso vaticano, el sentido de los campos temáticos y conceptos propios del discurso original de la teología latinoamericana de la liberación. Habiendo vencido el mercado capitalista ya no se desprecia la utopía (El Reino), sino que se la vuelve a colocar en el más allá trascendente en el que tradicionalmente lo posicionó el conservadurismo católico. Este Reino es funcional a la inmisericordia, vía la eficiencia y la competitividad, exigida por el mercado y es desde esta inmisericordia que se observa y se ‘fraterniza’ con (opción por…) el pobre.


   En relación con estas ‘otras’ teologías de la liberación debe anotarse, ya en el siglo XXI, que la evidencia de una crisis de valores de convivencia generalizada o universal en Occidente, ligada con la expansión y transnacionalización mundial de la forma mercantil centrada en las tecnologías de punta, y la geopolítica determinada por la guerra global preventiva contra el terrorismo, con sus efectos sobre la precarización de la existencia de millones de personas y del hábitat natural, ha permitido una aproximación inicial de la teología vaticana de la ‘liberación’ como respuesta a esta crisis civilizatoria de una modernidad en el límite. El episodio más significativo de esta aproximación (que podría adoptar también los planteamientos de la teología transnacional-financiera) fue el diálogo Habermas-Ratzinger sobre las bases morales del Estado liberal, a inicios del año 2004. En él se plantea la posibilidad de un catolicismo como ‘conciencia moral’ generalizada de una modernidad frustrada y que no puede escapar a su particularidad mercantil. Dicho periodísticamente, una especie de retorno del medioevo visto como una orden del ‘Cielo’ y como el mejor de los mundos posibles para seres humanos atados por el pecado y desenfrenados por la soberbia. El movimiento reposicionaría las relaciones entre los actores del matrimonio de la acumulación de capital (Mercado) y el Reino (avanzado por la Iglesia Católica), haciendo de la primera un inevitable principio-proceso de dolor e insatisfacción, y de la enajenación que provee, un paso necesario para el consuelo clerical de la culpa, y también mediación obligatoria para una salvación más allá en el paraíso. El Reino trascendente estaría administrado aquí en la tierra por una jerarquía eclesial con filiación divina. Aunque se trata de un imaginario de terror y que probablemente acumularía tensiones objetivas y subjetivas que desembocarían en múltiples explosiones sociales, es también una posibilidad con probabilidades bajas en este momento, posibilidades que, sin embargo, podrían verse acrecentadas por hambrunas, guerras, pandemias, colapsos ambientales, genocidios y polarización social cuyas probabilidades son altas y tienden a incrementarse.

   Por supuesto, si el catolicismo jerárquico recuperase posiciones como conductor moral (sic) planetario de un capitalismo ingeneralizable, incluso en logros elementales (que todos tengan acceso a la alimentación, por ejemplo), o de ser generalizable, ruinoso por suicida, nos encontraríamos en las antípodas de lo que la teología latinoamericana de la liberación creyó poder practicar y comunicar: una opción radical por los empobrecidos (es decir por los sin poder público) que tornase creíble a Dios para todos los seres humanos, creyentes religiosos y no creyentes religiosos.

   4.- Teología latinoamericana de la liberación

   Los primeros escritos sistemáticos de la teología latinoamericana de la liberación, Opresión-Liberación. Desafío a los cristianos, de Hugo Assmann y Teología de la Liberación. Perspectivas, de Gustavo Gutiérrez, se publicaron en 1971. Social y políticamente la década de los sesenta y el inicio de la de los setenta parecieron, para muchos latinoamericanos, ser tiempos de compromisos fundados en certezas. El triunfo inicial del proceso revolucionario cubano (1959) fue un  referente que cuestionó los esfuerzos del desarrollismo capitalista y, en el mismo movimiento, reforzó la confianza en que una organizada voluntad de los pueblos, orientados por análisis objetivos y liderazgos políticos y éticos efectivos, llevarían al subcontinente a la transformación de las condiciones que mantenían a sus mayorías sociales en la subhumanidad. También fue convocador el triunfo electoral popular en Chile, en 1970, suceso que fue liquidado mediante un golpe de Estado empresarial-militar en 1973.

   Al impacto político y cultural del proceso revolucionario cubano, y a la simpatía convocada por el intento chileno, se añadió el aporte intelectual y académico de la Teoría de la Dependencia. Según este criterio analítico, o al menos de algunos de sus expositores, los procesos de empobrecimiento que sufrían nuestras formaciones sociales, o sea su determinada estructuración de clases, no podían ser superados en el marco del sistema capitalista.

   La opción socialista, la alternativa, e incluso la revolución, resultaron entonces no solo conceptos/valores legítimos sino que se ofrecieron también como materializaciones sociohistóricas factibles. Para los creyentes religiosos y los teólogos profesionales –que reemprendían el camino de una sociohistorización de su fe en el clima abierto por el Concilio Vaticano II e Iglesia y Sociedad en América Latina-- las demandas y realizaciones de las mayorías de latinoamericanos empobrecidos y vulnerables ya no podían ser desoídas. El Sínodo regional de Medellín (1968) condensó para el mundo católico esta atención que deseaba prolongarse como proyecto. Escribieron allí los obispos:

   “Un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte” (21).

   Existía en esta declaración un reconocimiento y, a la vez, un exceso. Los pueblos, las mujeres, los indígenas, los jóvenes, los trabajadores, los pobres de la ciudad y del campo, no pedían a sus obispos o iglesias la liberación, sino que aspiraban a dársela a sí mismos. Para los creyentes religiosos, resultaba el tiempo de recuperación política y liberadora de su fe. A diferencia de los obispos, el emergente movimiento Cristianos por el Socialismo mostró, no sin pugnas, una tendencia a disminuir el perfil del creyente religioso, en cuanto creyente, en los procesos revolucionarios y a enfatizar el compromiso civil, ideológico y político-cultural con la lucha liberadora entendida como el despliegue orgánico de un movimiento popular. Enfatizaron, en 1972:

   “Hay que incorporarse a la revolución bajo la dirección de las vanguardias organizadas del pueblo; en la misma actividad revolucionaria aparecerán espontáneamente los auténticos valores cristianos” (22).

   Sin duda, se trató de una época de compromisos referidos a certezas. Y en este clima, que cruzó toda la década de los sesenta y penetró la de los setenta, surgieron las primeras discusiones y propuestas de la teología latinoamericana de la liberación.

   Las certezas probablemente derivaban de tres actitudes de fe: una confianza en la Razón apuntaba hacia la mediación científica, socio-analítica, de la teología. Una confianza en la Verdad Moral sostenía el compromiso específico con la marcha de la Historia en la que coincidían el sentido del Espíritu y la lucha de clases. Una confianza en la Gracia otorgaba carácter íntimo y místico, subjetivo y salvífico, al compromiso histórico.

   Casi cuatro décadas después, estas certezas y confianzas quizás no se hayan esfumado, pero han sido radicalmente interpeladas (y a veces brutalmente aniquiladas) confirmando que la teología latinoamericana de la liberación, para reconstituirse y prolongarse, requiere materializarse como práctica política, es decir como una compleja movilización social popular que, desde la existencia cotidiana y su crítica, enfrenta, con otro imaginario y sensibilidad, los tradicionales y nuevos desafíos para transformarlos en problemas radicales para su práctica de fe religiosa. Esta movilización, actual y profética, apuesta y no certeza, generará los nuevos sentimientos, las nuevas ideas, y determinará los frentes de lucha y las nuevas instituciones y lógicas de liberación. Tanto para el creyente religioso, en cuanto creyente, como socialmente para quienes no lo son.


   Por señalar sólo algún aspecto de la novedad histórica que enfrentan las formaciones sociales latinoamericanas en la transición entre siglos, y especialmente sus pueblos, el movimiento popular –además de desagregado, precarizado, malmuriente y ensimismado-- ya  no puede ser imaginado como una masa unitaria y homogénea dirigida por vanguardias esclarecidas que lo conducirán inevitablemente a una victoria final que adoptará la forma de algún comunitarismo, mundo solidario o socialismo. Hoy el concepto/valor ‘socialismo’ resuena no deseable o irrisorio para muchos, las vanguardias ilustradas han desaparecido entre la corrupción, su desgaste y la crisis de acabamiento de las sociedades del socialismo histórico, y el movimiento popular, donde existe, se descompone en las prácticas de diversos actores sociales cuya resistencia, lucha y transformación puntuales no parecen adscribirse a un único proyecto de liberación social. Ante este panorama, muchos intelectuales declaran si no el final de la Historia, al menos la muerte definitiva de las revoluciones.

   Los desafíos afectan particularmente a los creyentes religiosos a quienes el desamparo social y la precariedad subjetiva ha hecho retornar a antiguos o renovados templos rituales, espiritualizados, de ‘renovación carismática’ (23), y a combinarlos, cuando no a subsumirlos, con vigorosos ‘templos laicos’ derivados de la universalización de la forma mercancía: consumo estratificado, adicciones, televisión, fútbol, desplazamientos forzados, desempleo, informalidad, degradación e inseguridad de la existencia cotidiana. La extrema indecencia de la existencia cotidiana, señalizada por ‘pastores’ que solicitan dinero por televisión para contratar el favor de Dios en éxitos miserables, o sea de una existencia humana transformada enteramente en negocio individual, combina bien con el refugio “íntimo” de los templos bulliciosos o con la fría abstracción del rito que convocan y ‘conducen’ a un Dios que ‘no es de este mundo’ ni se interesa porque los seres humanos, su creación, o ‘sus’ iglesias, lo transformen.

   A este desamparo en la existencia cotidiana se agrega el desplazamiento, donde existieron, de las instituciones o programas del Estado social de derecho, maniatado por normativas internacionales o privatizaciones y desregulaciones que consuman su alejamiento de las necesidades de las poblaciones más vulnerables en salud, vivienda, empleo y educación. En el período, el auge de la sensibilidad neoliberal como criterio de juicio sobre la realidad social hace de estos dolores y precariedades sociales responsabilidad exclusiva de quienes los sufren. No saben ser competitivos, son perdedores y ninguna política social podrá hacer nada nunca por ellos.
Como paradoja relativa, el final de la Historia y la muerte de la revolución y de los sueños y esperanzas de los empobrecidos en América Latina son acompañadas por una acentuación del malestar cultural y por la multiplicación de experiencias de contraste signadas como exclusión, precarización, descampesinización, desarraigo, desplazamientos forzados, informalidad, muertes por enfermedades curables, adultocentrismo, patriarcalismo, destrucción irreversible de entornos, tanto sociales como naturales, idolatría, racismo y etnocentrismo. Nunca se evidenció con tanto dramatismo el empobrecimiento y la mala muerte en vida de los diversos sectores que configuran el pueblo latinoamericano como en este final de siglo. Tampoco nunca fue tan evidente la sordera, ceguera, codicia y empobrecimiento espiritual e intelectual de sus minorías con Poder, Dinero y Prestigio, incluyendo los circuitos clericales y sus clientelas de capas medias. El desafío original de la teología latinoamericana de la liberación: hablar de un Dios liberador, porque se cree en él, y convocarlo también para otros en un contexto deshumanizado y cruel al que se debe cambiar, tampoco ha sido nunca tan radicalmente perentorio como ahora. Para el creyente religioso se ha reforzado la exigencia de discernimiento y libre compromiso que testimonialmente buscan y construyen la transformación y avisan la redención. También esta teología latinoamericana sufre hoy una o varias crisis. Quizás por ello resulte urgente recordar algunas de sus raíces, como las contenidas en las propuestas de Juan Luis Segundo, y retornar a la aspiración de crecer humanamente desde otros, con ellos y para ellos y para uno mismo. Este testimonio de crecimiento liberador que convoca y torna posible al Dios de la Vida, constituye una de las propuestas básicas de la teología latinoamericana de la liberación. Cuando se han oscurecido o perdido tantas esperanzas, resistir y luchar es la manera de resucitarlas.

   4.1.- Sobre las prácticas liberadoras

   El concepto, que puede ser utilizado como una categoría, de ‘liberación’ contiene y remite a una relacionalidad. Así, se entiende que las práctica humanas no son ‘libres’, sino que se inscriben en lógicas de instituciones sociales y procesos que pueden ser o liberadores (gratificadores, portadores de creatividad y expansión o plenitud de vida) o de sujeción (que bloquean la autonomía, la autoestima, la creatividad y la responsabilidad). De esta manera el individuo humano, un ser social o comunitario (persona), es resultado y también principio activo en y de instituciones cuyas lógicas pueden ser o liberadoras o sujecionadoras (el vocabulario clásico pronuncia ‘opresoras’). En la tradición de sentimiento-discernimiento-acción de la teología latinoamericana de la liberación, Dios no quiere para los seres humanos instituciones y lógicas opresoras y más bien desea que ellas sean transformadas liberadoramente. Es un alcance de la opción por los vulnerables o pobres, los despojados de poder (autonomía) como un ‘efecto’ de las relaciones sociales. Esquemáticamente podemos sintetizar el punto señalando que Dios ha dotado a todos los seres humanos de la capacidad, que incluye su libertad, para ser, como hijos de Él, creadores, y que por tanto los acompaña en sus esfuerzos o luchas que hagan de las instituciones sociales, como la familia, la escuela o la propiedad, espacios de autoconstitución de sujetos. En este sentido básico es que la teología latinoamericana de la liberación apuesta por un ser humano libre e interlocutor de un Dios de la Vida.

   Por supuesto, podemos imaginar otros ‘dioses’ (uno que desee la guerra ‘justa’ y el triunfo militar de los poderosos para configurar un imperio sobre los vencidos, por ejemplo), pero, desde el imaginario anterior, no se trataría de Dios, sino de ídolos, es decir de falsos dioses cuya adoración mata. Por el contrario, la fe religiosa, cristiana u otra, en un Dios de la Vida, demanda testimonios liberadores en cuanto rechazan toda discriminación. Las discriminaciones son señales y anticipaciones del poder de la muerte.  Para este discurso teológico, la resistencia a la opresión, la organización social para luchar contra ella, y la transformación de lógicas que empobrecen y matan a los seres humanos, hijos de un Dios creador (que comprende la noción de ‘amable’ o amoroso), en lógicas que nutren instituciones que los potencian para ejercer su libertad (autónomos, con autoestima, responsables) y comunicarse-crecer con otros (lo único que les está vedado es sujecionar (oprimir) a otros, sus prójimos), forma parte del plan divino. Con su testimonio de resistencia y lucha organizada los grupos oprimidos, y quienes quieran unírseles, convocan a que el Dios de la Vida venga a la historia, reconozca a sus hijos y los acompañe.


   Ahora, el empobrecimiento humano, es decir el imperio de lógicas sujecionadoras, puede darse, y de hecho se da, en muchas instituciones modernas, no necesariamente criticadas desde este punto de vista: por ejemplo, en la familia. El apego de los padres por la institución (que les ofrece una identificación inercial: madre amorosa todoterreno y padre proveedor, por citar dos estereotipos) y su lógica ‘tradicional’, patriarcal, puede materializarse como bloqueo para la autonomía de los hijos. Los padres pueden creer que aman y protegen a sus hijos, y el entorno social admirarlos como “buenos padres”, cuando, en realidad, lesionan y destruyen a sus hijos en cuanto no los apoderan para auto promoverse como sujetos. En la misma institución familiar, el dominio patriarcal y machista niega el carácter de sujeto autónomo a las mujeres (madre, hijas, servidoras, abuelas, etc.) y las sujeciona mediante lógicas y prácticas opresoras, discriminadoras. El efecto de esta opresión de sexo-género, es que todos, no solo las mujeres, resultan empobrecidos por esa modalidad de familia. Así, Dios no se siente convocado a residir en un ‘hogar’ fragmentado y reconstituido mediante dominaciones, y ese techo común, que no protege a una familia efectiva, o sea a un humanizador emprendimiento colectivo, no forma parte de su plan. Debería ser superado.


   El brasileño Paulo Freire (1921-1997) trabajó este posicionamiento en el marco de la educación. Criticó la tradicional práctica de educación ‘bancaria’ en la cual alguien ‘que posee el saber’ enseña a quienes ‘no saben’, o alumnos (lesionando su vocación de autonomía y autoestima), y promovió la creación de experiencias de aprendizaje en la que todos aportan desde sí mismos y se educan unos a otros en el proceso de un emprendimiento colectivo o comunitario. Freire, autor indispensable para entender lo que se conoce como Educación Popular en América Latina, puede ser adscrito, sin ser teólogo, ni pretenderlo, en esta línea de acción-pensamiento que llamamos teología latinoamericana de la liberación. Uno de sus trabajos fundantes lleva como título La educación como práctica de la libertad.


   Por supuesto el imaginario que hace de las tareas de liberación, contra las instituciones y lógicas que oprimen y sujecionan, un aspecto central de la existencia cotidiana de creyentes religiosos que buscan hacer creíble a Dios mediante un testimonio (no un mero decir) de su fe, tiene como referente elemental una concepción del sujeto humano o de su agencia. Liberadora es la relación que potencia la agencia humana. Opresora la que la coarta o impide. Estas últimas prácticas constituyen violencia, aunque sean realizadas al amparo de discursos de amor, eficacia, valores democráticos, respeto a la legalidad o búsqueda de la paz. La violencia, en este sentido, empobrece tanto a quien la recibe (o sea quien ha sido puesto, o producido, en situación de vulnerabilidad) como a quien la ejerce (o sea quien ejerce poderes en contra de otros, poderes también socialmente producidos). La cuestión de la violencia se relaciona entonces no sólo con la temática del sujeto humano (y divino), sino con el carácter del ejercicio del poder en las relaciones familiares, económicas, políticas y geopolíticas e ideológico-culturales. Este último alcance muestra que inevitablemente la teología latinoamericana de la liberación enseña un, tal vez decisivo, frente político.

   La expresión “frente político” en el habla latinoamericana suele asociarse de inmediato con un contenido politicista, es decir con una toma de partido que puede ser incluso puramente verbal o limitarse a una opción de voto. “Politicismo” designa la desviación conceptual y práctica de un enfoque reductivo de la existencia política. En las sociedades modernas el imaginario burgués tradicional es politicista y lo expresa en el diverso carácter que poseen los ámbitos de los intereses particulares (sociedad civil) y públicos (sociedad política). Durante el siglo XX la movilización de las mujeres (feminismo en su alcance lato) dio un golpe decisivo a este imaginario porque, sin recurrir al ‘marxismo’, demostró que las relaciones de pareja (sexo-género), pese a remitir al ámbito de las decisiones privadas/personales, un área peculiar de la sociedad civil, eran políticas porque contenían lógicas de dominación (24). Con ello se tornaban también políticos los vínculos generacionales (jóvenes, ancianos, ambos bajo el dominio adulto y masculino) y, más ampliamente, los vínculos e instituciones libidinales. Cuando se señala que una crítica de la vivencia de la fe religiosa supone un decisivo frente político se está indicando que posee un alcance para las tramas de la sociabilidad fundamental (sin perjuicio de que pueda alcanzar, además, incidencia en el juego de partidos y en relación con el Estado): sexualidad, trabajo, existencia cotidiana, producción simbólica, por citar cuatro referentes. Este es el alcance primario del carácter político de la teología latinoamericana de la liberación y, también, del carácter político de una institución como la iglesia católica (en el sentido de fieles conducidos por ‘pastores’). Una opción más específica, como la de Cristianos por el socialismo en la década de los setenta, tiene como matriz este alcance primario.

   En breve, el punto anterior significa que la opción de fe por un Dios determinado, o el que se muestra en el prójimo para que se le reconozca y acompañe, o el que está en el Cielo para que lo adoren, por ejemplo, tiene incidencia política primaria y eventualmente secundaria con independencia de que sus creyentes y fieles lo sepan o admitan. Sin que necesariamente éste sea un contenido explícito de la Teología latinoamericana de la liberación, su perspectiva tornaba inevitable, aunque riesgosa, la discusión sobre el papel político de las instituciones clericales en América Latina.

   La consideración anterior vuelve a poner el énfasis en una antropología que descansa en relacionalidades (enteramente compatible con el cristianismo evangélico) y no en la consideración de individuos que entran en relaciones, es decir de individuos previos a sus relaciones, de inspiración liberal y adulteradamente ‘cristiana’. Esto quiere decir, en lo que aquí interesa, que las relaciones con los prójimos en la existencia de pareja o parental, en la economía, en la vida pública, en la producción simbólica y artística, en la existencia cotidiana, en las instituciones clericales… son constitutivas de las personas y que éstas, organizadas, pueden discernirlas como apropiadas o inapropiadas para sus emprendimientos colectivos, religiosos o no religiosos. El ser humano como proceso relacional (en el mundo, para el mundo, o más específicamente para La Creación entendida como proceso) y autoproducción no es uno de los aportes críticos menores que sobre el imaginario tradicional católico (y también sobre el derecho natural que parece imperar en las comunidades indígenas) aporta la Teología latinoamericana de la liberación.

   A mostrar la especificidad con que Juan Luis Segundo aborda este tipo de temáticas, propias de la modernidad, se dedican los apartados siguientes de este trabajo introductorio. Pero, antes, algunas notas sobre contextos.
   
    5.- Teología latinoamericana de la liberación y contextos básicos

   El movimiento amplio de teología latinoamericana de la liberación se gestó en el seno del clima político desarrollista abierto tras la Segunda Guerra Mundial y enfatizado en América Latina por el impacto cultural y geopolítico del proceso revolucionario cubano. Los efectos de esta doble sensibilidad, desarrollo y transformación radical, en el mundo religioso, se evidenciaron en documentos eclesiales básicos como la encíclica Populorum progressio (1967), de Paulo VI, o más regionales, como los documentos emanados de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín, 1968). El desarrollismo, a su vez, se inscribía en la confrontación Este-Oeste a la que se conoció como Guerra Fría. Fueron interlocutores de la naciente Teología latinoamericana de la liberación, entonces, el conflicto capitalismo-socialismo, la voluntad de la iglesia institucional de ser interlocutora de la modernidad (Concilio Vaticano II, 1959-1965) y las estrategias del cambio social en América Latina (reforma o revolución, estrategia parlamentaria o estrategia de lucha armada).

   Aunque las condiciones que posibilitaron el imaginario desarrollista ya no existen desde la década de los ochenta, su sensibilidad se ha prolongado inercialmente en el subcontinente hasta la transición entre siglos. Una de las maneras de disfrazar la crudeza de las doctrinas y prácticas neoliberales (Consenso de Washington, 1989, por ejemplo), por parte de los políticos latinoamericanos consiste en ofrecer a los votantes el ‘desarrollo’ tal como se le entendía en el período de posguerra (25). La prolongación inercial del imaginario desarrollista ha facilitado la pervivencia de posicionamientos ideológico-políticos y ‘analíticos’ propios de ese período y que hoy deberían ser criticados y, en el mejor de los casos, replanteados.

   La teología de la liberación, en su sentido amplio, fue brutalmente interpelada, especialmente en Sudamérica, por el clima político abierto por las dictaduras empresarial-militares de Seguridad Nacional. Éstas tuvieron su primera materialización en Brasil (1964) y se prologaron con diversas características hasta 1990 (Chile). La Doctrina de Seguridad Nacional es radicalmente anticomunista y, por ello, reprime y disuelve a las organizaciones de los trabajadores considerándolas, latamente, comunistas y desagregadoras de la unidad nacional. Al privilegiar a las Fuerzas Armadas como únicas y legítimas conductoras la Seguridad Nacional resulta también anticivil y ello, más el apetito por los negocios, facilita la generalización de su terror de Estado. La transición desde el imaginario desarrollista hacia el neoliberal (imaginario de crecimiento centrado en la eficiencia y competitividad individuales, universalización de la forma mercancía) está marcada en América Latina por el impacto del terror de Estado incluso en países y regiones, como Colombia y América Central, donde no se establecieron formalmente dictaduras de Seguridad Nacional.

   Bajo la sensibilidad que tornó legítimo el terror del Estado, frentes o espacios de la teología latinoamericana de la liberación fueron perseguidos y borrados prácticamente del mapa (Cristianos por el Socialismo, por ejemplo) al igual que sus posiciones ideológicas. Un efecto de este desvanecimiento y debilitación, generado específicamente por la violación de derechos humanos y la persecución brutal de todo lo que pareciera socialismo o simpatía hacia las organizaciones de los trabajadores rurales y urbanos, fue que la institución eclesial (Iglesia católica, principalmente), sin variar significativamente sus posiciones doctrinales, tendió a quedar ‘humanitariamente’ a la izquierda de los regímenes dictatoriales por medio de acciones como bolsas de empleo, vicarías de la solidaridad, o su esfuerzo por la liberación de presos políticos o porque se aclararan desapariciones o violaciones masivas y selectivas de derechos humanos básicos (a la vida, a no ser torturado). De esta manera, la teología de la liberación debió soportar, directa o indirectamente, la represión empresarial militar, y también su desplazamiento del ‘progresismo’ clerical que pudo vanguardizar durante su período de emergencia. En esta fase, además, circuló su anatematización por la vaticana Congregación para la Doctrina de la Fe que emitió una Instrucción (1984) condenando a la teología latinoamericana de la liberación por utilizar instrumentos marxistas, reducir el evangelio cristiano a un evangelio terrestre movido por la lucha de clases y lesionar los intereses de los pobres. La instrucción marca claramente el inicio de un declive en el conjunto del movimiento de liberación que se refugiará inicialmente en instrumentos como la lectura popular de la Biblia y verá fortalecerse, aunque sin la capacidad de impacto de su primera fase, teologías más específicas como las generadas por las mujeres y la sensibilidad ambiental (teología eco-feminista).

   No solamente el terror de Estado, con sus efectos de desagregación y exilio, afectó a la teología de la liberación. La Instrucción vaticana de 1984 condensaba una lucha que se había hecho patente en el discurso inaugural del Papa, Juan Pablo II, en la Conferencia Episcopal de Puebla (1979). En él, el Papa identificó tres enemigos de la Iglesia en América Latina: la Iglesia popular, el magisterio paralelo y las relecturas bíblicas. Todos estos enemigos podían ser asociados con la teología latinoamericana de la liberación. Se personificaban en comunidades eclesiales de base, lectura comunitaria y popular de la Biblia, organizaciones de religiosos (CLAR) y el Jesús de las estructuras político-militares, presente por ejemplo, en Colombia y Nicaragua. Se abría vigorosamente de esta manera un frente clerical en el mundo católico en el que combatían, con diversa capacidad, dirigentes que sostenían procesos de centralización vaticana contra los esfuerzos de descentralización de poder y regionalización/democratización de otros sectores, frente que se combinaba con una ofensiva doctrinal conservadora/reaccionaria orientada contra el ‘progresismo’ o liberalismo del Concilio Vaticano II. La teología de la liberación fue claramente derrotada en el segundo frente, y el terror de Estado, y en parte también la debilidad de su propio discurso teológico, volcado a lo pastoral, no facilitó su inserción en el frente más institucional de la descentralización, desconcentración de poder/responsabilidades y democratización. La mayor parte de los obispos no pudo ser ganada o “convertida” teológicamente para una anatematizada causa de pocos. La teología de la liberación acentuó así su condición de tendencia minoritaria y aislada al interior del catolicismo y de las creencias religiosas, aunque siguió existiendo vía los esfuerzos del macroecumenismo, la lectura popular de la Biblia y la apertura al trabajo en el mundo de sectores del protestantismo o de pastorales sociales aisladas, como la encabezada por el obispo Samuel Ruiz en Chiapas, México, o la menos publicitada desplegada por el vicario apostólico Gonzalo López Marañón y los carmelitas descalzos en Sucumbíos, Ecuador.
 
   La inserción de América Latina en un mundo determinado por por las empresas transnacionales y el gran capital financiero, embrionariamente fijado a finales de la década de los setenta, se combina de una forma relativamente circunstancial con procesos generalizados, aunque diferenciados, de democratización. Las instituciones de las democracias restrictivas, que combinan movilización electoral con economía de mercado bajo determinación neoliberal, son el palco desde el que América Latina asiste al colapso de algunos de los principales regímenes del socialismo histórico, el este-europeo y el soviético. Los temas del triunfo del capitalismo y ‘la’ democracia son acompañados por las ideologías del final de la historia y de los grandes discursos de salvación (marxismo, cristianismo) y por la lectura individualista o ‘postmoderna’ de la realidad social. Un latinoamericano escribe que ahora se existe en las ‘espiritualidades’ de la provisoriedad y la precariedad. En la primera habitan los provisionalmente ‘exitosos’ en un mercado cuya dinámica no determinan. En el segundo los ‘losers’ (perdedores) que carecen de control hasta de su propia sobrevivencia inmediata. Remata, ‘hay que aprender a disfrutar en o de ambos’ (26). En este contexto se entiende que las formas tradicionales de clericalidad latinoamericana se sientan desorientadas (al desaparecer la bandera personalmente heroica, pero a la vez doctrinalmente cómoda de derechos humanos y democracia) y a la vez asistan al acoso de una explosión religiosa generada en la década de los ochentas: es la penetración y auge de las llamadas ‘sectas’, algunas de inspiración oriental, otras enviadas directamente desde Estados Unidos. Desde ellas se genera el predominio de nuevas iglesias cristianas falsamente pentescostales que dan un ‘renovado’ aliento mercantil a algunos temas cristianos tradicionales: gracia, pecado, salvación, infierno, juicio de Dios, sometimiento a la autoridad u ‘orden’. Al mismo tiempo, la salvación y Dios se entienden como un mercado en el que se invierte para ganar dinero y prestigio. Su ‘espiritualidad’ calza perfectamente con la nueva realidad de descampesinización, concentraciones urbanas con sus rutinas masivas, acentuación de la polarización social, informalidad, la inevitabilidad de la derrota de quienes han sido privados de poder, el derroche ostentoso de los opulentos, la desconfianza por la política y el extravío de las esperanzas.
  
   La sensibilidad del reality show tensiona la realidad religiosa de América Latina. Los temas y actividades de una teología de la liberación centrada en la movilización y organización social parecen enteramente descontextualizados. Más todavía si la Iglesia católica, a la defensiva por la pérdida de fieles, reacciona con su propia versión sectaria: la renovación carismática. La renovación carismática, junto a la acción de instancias más antiguas como el Opus Dei, Legionarios de Cristo y focolarinos, tiende a desplazar el poder de la iglesia oficial y de los obispos (que a su vez van siendo paulatinamente reemplazados por otros más favorables al Vaticano, al igual que los sacerdotes formados ahora más conservadoramente en los seminarios). Aunque el proceso en su conjunto despierta resistencias, incluso en el episcopado latinoamericano más conservador, sigue ganando fuerza y, con ello, se acentúa la debilidad de la teología de la liberación que entra en una etapa en que puede ser cooptada en sus términos, no en su actitud, por el discurso de una doctrina social católica rejuvenecida o por documentos específicos sobre la liberación (27). Al acoger la autoridad vaticana giros del discurso de la teología de la liberación y reintegrar a las comunidades eclesiales de base al control diocesano, pero en el marco de una invisibilización de los conflictos sociales, abstrae y al mismo tiempo torna insignificantes sus conceptos y prácticas.

   En este contexto, golpeada social, humana y culturalmente, desagregada, con baja capacidad de reproducción, reintegrada a las formas más conservadoras del discurso institucional, desacreditada por su “debilidad académica” entre muchos teólogos europeos, la teología latinoamericana de la liberación entra en una etapa de decadencia, sin fuerzas para enfrentar, pese a contar con los instrumentos, la mundialización de la forma mercancía, la necesidad de contar con una Iglesia del Sur y de los pueblos que sea inspiradora en la salvación del planeta y de la vida mediante la constitución política y cultural de la especie humana, iglesia del Sur cuya base es la vitalidad de una (o muchas) iglesia y espiritualidad de los empobrecidos y discriminados. Para América Latina, una religiosidad (espiritualidad) desde los campesinos, los indígenas, los afroamericanos, las mujeres, los jóvenes, los informales, los desplazados y migrantes no deseados, los trabajadores, y sus organizaciones y movimientos sociales. Una religiosidad que, desde las experiencias particulares articuladas, se abra a la universalidad de la experiencia humana, de sus diversas culturas y de la vida en el planeta. Por el momento, la teología de la liberación, como pensamiento y movilización, parece sostenerse en ramas particulares y temáticas (teología negra, teología indígena, teología feminista, teología eco-feminista) en las cuales se ha debilitado una espiritualidad de compromiso existencial-político. Por ello, estas voces, cuyo discurso parece volver sobre sí mismo, sin interlocutores, parecen débiles para alcanzar incidencia global, conversiones. Teología básica debilitada y, por ello, sin incidencia; teologías particulares/temáticas con dificultades internas y de contexto para comunicar significativamente y que corren el peligro de transformarse en anécdota tolerable. Una Iglesia católica latinoamericana que, en su frente más conservador, abandona las tesis del pecado socioeconómico estructural y ve en la secularización su principal desafío. Estos son los factores del contexto en el que la teología latinoamericana de la liberación ingresa al siglo XXI, para revitalizarse o para languidecer y morir. A comprender algunos de los factores de su vitalidad en su fase de gestación y en los trabajos de Juan Luis Segundo, están dedicados los capítulos siguientes.
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   Notas

     (1) El clima de la espiritualidad de la teología latinoamericana de la liberación posee antecedentes en los trabajos de Bartolomé de las Casas y más cercanos e institucionales, como los curas obreros, la educación popular (P. Freire), la pastoral de algunos contados obispos en Brasil, México, Ecuador, ISAL (1961), de inspiración protestante, la reunión de Petrópolis (católicos, 1964) todo ello en la sensibilidad abierta por el proceso revolucionario cubano (1959) y su tensionamiento del imaginario desarrollista.
     (2) Este trabajo distingue entre experiencia de fe religiosa e institución clerical. Entre ambos planos puede darse aproximaciones y continuidades y también alejamientos, fracturas y conflictividades. La teología oficial vaticana, por ejemplo, como la que contiene el documento Dominus Iesus, forma parte de un discurso institucional (lo que en sí mismo no la hace mejor o peor), pero no descansa, excepto ideológicamente, en una experiencia de fe, aunque sí puede hacerlo en una tradición institucional que aparenta fe religiosa efectiva.
     (3) En este sentido la fórmula “nuevo paradigma teológico” para designar a la Teología latinoamericana de la liberación no resulta apropiado porque nunca existió articulación unitaria en su seno ni tampoco sus adherentes conformaron una comunidad mayoritaria y culturalmente dominante de creyentes religiosos.
     (4) Un libro relativamente reciente y voluminoso, El concepto del otro en la liberación latinoamericana, de E. Gogol, por ejemplo, reduce “la” teología latinoamericana de la liberación, a un trabajo de Gustavo Gutiérrez a quien critica por no haber penetrado en el imaginario utópico (filosófico) de Marx. Con independencia del valor de esta opinión, es claro que Gogol, ciudadano estadounidense, se aproxima intuitivamente al tema que intenta estudiar y lo reduce y deforma. Por ejemplo, se podría analizar el tema del ‘otro’ en la eclesiología de L. Boff o en la dialéctica de minoría-mayorías (masas) de J. L. Segundo o en el macroecumenismo de P. Casaldáliga. Pero estos autores, y tantos otros, parecen no existir para Gogol. Y ni hablar de las minoritarias pero intensas movilizaciones que constituyeron en su momento la Iglesia Popular.

     (5) Recojo esta anécdota del trabajo de R. Oliveros: Historia de la teología de la liberación. Oliveros le da a esta situación trágica una interpretación positiva.
     (6) Criticando exhaustivamente este documento Juan Luis Segundo va a configurar uno de sus trabajos centrales: Teología de la liberación. Respuesta al Cardenal Ratzinger (1985).  (7) Especialmente en la constitución pastoral Gaudium et spes (1965).

     (8) Véase, por ejemplo, el documento de la Congregación para la Fe, Dominus Iesus (2000).
      (9)  Condensada por el lema: “Fuera de la Iglesia (institución católica) no hay salvación”.
     (10)  Cf. Juan Luis Segundo: Teología de la liberación. Respuesta al Cardenal Ratzinger, p. 103.
     (11)  Como todas las producciones humanas, la teología vaticana tiene su complejidad. En lo que aquí interesa pueden distinguirse sus planos profesional-especializado y su discurso teológico de masas (puesto que se trata de una iglesia que hace descansar su ‘éxito’ metafísico en el número de fieles). Ninguno de los dos es liberador, pero el segundo se orienta ferozmente a fortalecer la culpa y el arrepentimiento y, con ellos, el sometimiento.
     (12) Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, capítulo II, N° 25.
     (13) Ibíd., N° 26.

     (14) J. L. Segundo: Revelación, fe, signos de los tiempos, p. 445.
     (15) Ibíd., págs 455-457.
     (16) F. J. Hinkelammert: La teología de la liberación en el contexto económico-social de América Latina: economía y teología o la irracionalidad de lo racionalizado

     (17)  M. Novak: ¿En verdad liberará?, p. 20.
     (18)  Ibíd.., p. 290-291.
     (19Ibíd.,p. 197.
     (20)  M. Camdesus: Mercado-Reino: la doble pertenencia (1992).
     (21Documentos de Medellín: Pobreza, 2.
     (22Los cristianos y el socialismo. Primer encuentro latinoamericano, p. 223.
     (23) Nombre único y simplificador para una movilización compleja.
     (24)  Véase, por ejemplo, Carole Patenam: “Críticas feministas a la dicotomía público/privado”, en Perspectivas feministas en teoría política.
     (25) Se lo entendía no como mero crecimiento económico sino como mejoría en la calidad de la existencia para la mayor parte, o toda, la población.
     (26) M. Hopenhayn: El día después de la muerte de la revolución.
     (27)  Por ejemplo, Libertatis conscientia (1986) señala: “El mismo sentido de la fe del Pueblo de la Dios, en su devoción llena de esperanza en la cruz de Jesús, percibe la fuerza que contiene el misterio de Cristo Redentor. Lejos pues de menospreciar o de querer suprimir las formas de religiosidad popular que reviste esta devoción, conviene por el contrario purificar y profundizar toda su significación y todas sus implicaciones. En ella se da un hecho de alcance teológico y pastoral fundamental: son los pobres, objeto de la predilección divina, quienes comprenden mejor y como por instinto que la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo” (# 22). Debe entenderse que la jerarquía de la liberación es primero del pecado, resuelta por la fe en Jesús=Dios, y después se verá qué pasa con la miseria, la opresión y la discriminación, que no son deseables pero tampoco son cuestiones fundamentales.
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     Alguna bibliografía:

 

     Ellacuría, Ignacio y Sobrino, Jon: Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, 2 tomos, UCA, San Salvador, El Salvador, 1991.

     Pixley, Jorge: Biblia, Teología de la liberación y Filosofía procesual, Abya Yala, Quito, Ecuador, 2009. 

     Tamayo, Juan José: La Teología de la liberación. En el nuevo escenario político y religioso, Brant Lo Blanch, Valencia, España, 2009.

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