Grupo Democracia y democratización
en América Latina, septiembre 2012.
Presentación
Como se sabe, el título de la actividad que nos reúne distingue entre democratización, que designaría procesos sociales con algunos rasgos determinados, y democracia a la que se entiende como un régimen específico de gobierno. No existe, por tanto, ‘la’ democracia, sino regímenes democráticos de gobierno. ‘La’ democracia, por su parte, es un concepto/valor propio de discursos que pueden ser más solidamente analíticos, como en los trabajos de R. Dahl, o más ideológicos, como en la utilización que del vocablo hace la prensa o el habla diaria. De este último aspecto no nos ocupamos en este trabajo.
De hecho, de la pareja, democratización/régimen de gobierno democrático interesa principalmente dibujar un esquema básico de los procesos de democratización que parecen más significativos para la historia de los pueblos/naciones a los que suele llamarse latinoamericanos. Este esquema, aunque aquí se le aborda de manera cronológica, no tiene un alcance lineal-acumulativo. En este subhemisferio, procesos que podrían apuntar en una dirección democratizadora, como la ampliación del sufragio a mujeres y jóvenes, por ejemplo, o las transformaciones radicales propuestas por la Alianza para el Progreso (década de los sesenta), pueden ser interrumpidos o bloqueados o incluso revertidos por dictaduras empresarial-militares o por la constitución de regímenes oligárquicos y neoligárquicos, tras de los cuales, cuando existen salidas, no necesariamente se parte de cero, pero tampoco se reanudan sin más los antiguos procesos sociales democratizadores allí donde éstos han existido con fuerza incidente.
Un esquema básico que se refiera a América Latina obviamente utiliza este último nombre como una excusa cómoda. ‘América Latina’ ha sido siempre una realidad diferenciada y compleja, y que se expresa en entornos que no necesariamente controla, y ningún acercamiento básico y esquemático puede dar cuenta de esos caracteres ni reemplazar los específicos estudios de situaciones nacionales puestos en relación con la realidad hemisférica y mundial. Un acercamiento básico sirve para aproximarse a realidades poco estudiadas, pero no explica, por ejemplo, por qué la obligatoriedad de la educación básica tiene un alcance/pretensión democratizador específico en Costa Rica y otro diferente en Paraguay o México. Luego, este texto se ubica en un nivel de abstracción (en el sentido de ‘generalidad’) que pretende ser útil, pero no es una explicación desde la que pueda apoderarse inmediatamente una acción política situada.
El texto que se presenta ha surgido desde los requerimientos de un determinado colectivo de trabajo. Una de las responsabilidades de estos colectivos es continuar trabajando sobre las inquietudes que se le han atravesado en su marcha. El texto es así introductorio y espera además serle útil a otros grupos de trabajo.
Alguna palabra sobre el régimen democrático de gobierno
Los modernos regímenes democráticos de gobierno se insertan en un subsistema político cuyo eje referencial es un Estado de derecho. Los rasgos mínimos de un Estado de derecho son el imperio de la ley, la división e independencia de poderes y la soberanía o popular o ciudadana. Sin Estado sólido de derecho no puede darse régimen democrático de gobierno. Un Estado moderno tiene como contraparte su población cubierta bajo el nombre genérico de ciudadanía. Así, el régimen democrático de gobierno lo es en relación con una ciudadanía. Esta ciudadanía es sujeto de derechos humanos. Hasta aquí el enfoque politicista. Si abandonamos este enfoque, tanto el Estado de derecho como la ciudadanía tienen raíces sociales y contextos.
Las raíces del Estado son fuerzas sociales que impulsan determinadas lógicas de co-existencia (la relación salarial, por ejemplo, o el dominio patriarcal) que pueden resultar altamente conflictivas en formaciones sociales con principios estructurales de imperio. Asimismo un Estado-nación está hoy inserto en una constelación internacional/transnacional de poder y por ello debe atender/expresar las fuerzas que le dan carácter a esta constelación y a sus manifestaciones geopolíticas. Este aspecto altera el carácter de la idea generalizada de que un Estado, para serlo, debe ser ‘reconocido’ internacionalmente por otros Estados. Un nivel determinado de tensión entre fuerzas sociales y la constelación internacional/transnacional de poder inciden en el carácter y funcionamiento de los regímenes democráticos de gobierno. Esto vale para todos los Estados, no solo para los que parecen ser más débiles o dependientes.
Raíces sociales y contextos entregan al Estado de derecho determinados caracteres y sesgos que tornan ideológicas expresiones como “Bien Común” o “Comunidad Internacional” para designar su sentido. El Estado es más bien un aparato de fuerza y regulación (objetiva y subjetiva) que se expresan como subordinación y dominación a los que se traduce como ‘orden’. El régimen democrático moderno es función de complejos juegos de subordinación/dominación. El ‘derecho’ asimismo no puede ser considerado sin más como lo justo o recto, sino como función de las relaciones de sujeción/dominación. Un ejemplo directo de estas cuestiones lo constituyen los tratados de ‘libre comercio’ en curso --en Costa Rica el TLC con Estados Unidos entró en vigencia en enero del año 2009-- que básicamente apoderan la acumulación global y, dentro de ella al capital financiero, en detrimento de la fuerza de trabajo. Esta potenciación de las relaciones de subordinación/dominación que afectan de diversa manera a los grupos humanos en conflicto se torna más evidente si los Estados nacionales no son factores determinantes en las constelaciones de poder de las que son parte o en las que son incluidas. Esta vulnerabilidad afecta a la mayoría de Estados latinoamericanos y caribeños. Y es, sin duda, la situación de los Estados de América Central.
De esta manera el vínculo entre Estado de derecho y régimen democrático de gobierno en la región latinoamericana se torna polémico en cuanto la existencia del Estado de derecho es, más que un dato, una cuestión por discutir. El punto tiene muchos alcances, pero basta con mencionar aquí que establece como desafíos nociones básicas como las de ‘ciudadanía efectiva’ y ‘derechos humanos’. En relación con el asunto que nos interesa especialmente, puede advertirse que los procesos de democratización en el área, si es cierto que se plasman en polémicas acerca del Estado de derecho, y una cultura republicana (centrada en la soberanía popular), parecieran estar ligados a un eje sistémico, un Estado discutible por unilateral y clientelar, que los debilita o frustra. Por ello se hablará en algún momento y más adelante de los regímenes de gobierno latinoamericanos como ‘democracias o poliarquías restrictivas’.
Sobre los procesos de democratización
Los procesos de democratización se siguen, básicamente de movilizaciones y luchas sociales. Éstas son condiciones necesarias para alcanzar incidencia democratizadora. El carácter ‘democrático’ se predica del tránsito sociocultural desde determinadas situaciones de discriminación a situaciones de menor discriminación o de entera ausencia de ella. ‘Lo democrático’ se asocia por ello con participación social y ciudadana efectiva. La participación efectiva se resuelve en capacidad de incidencia. La incidencia puede entenderse como la fuerza o apoderamiento de un actor o sector social para entregarle carácter a los procesos en que participa o para hacer que determinados cosas ocurran de acuerdo a su voluntad. Esta voluntad se supone propia, es decir autónoma, aunque siempre dentro de condiciones que el actor/sujeto, es decir que se apodera a sí mismo como sujeto, no domina o controla por completo. Las lógicas democráticas se oponen por completo entonces con las lógicas de discriminación. También es bueno recordar que las luchas sociales democratizadoras pueden inscribirse en lógicas parlamentarias, usualmente no revolucionarias, o revolucionarias (con ruptura institucional), o en una combinación de ellas.
En una familia nuclear ‘normal’, por ejemplo, pueden existir lógicas discriminatorias, es decir de exclusión y dominación, determinadas por los imperios patriarcal y adultocentrado. Estos imperios pueden adoptar formas variadas. La madre puede gestionar las tareas caseras discriminando a niñas, niños, jóvenes y ancianos, pero lo hace como delegada del esposo. El imperio axial, entonces, es el masculino/patriarcal, pero la madre puede parecer tener el control de la casa. Al ser determinante el imperio patriarcal, esto se traduce asimismo en discriminaciones hacia las niñas y jóvenes mujeres por parte de los niños y jóvenes varones. De igual manera, una mujer anciana puede tener peor suerte que un anciano varón. En el ejemplo, niñas, mujeres jóvenes y ancianas no pueden entregarle carácter desde sí mismas a las relaciones familiares. El “sello” familiar de ese grupo lo ostentan, por delegación, la madre y por ‘naturaleza’ el padre. La dominación intrafamiliar, una forma de violencia, puede verbalizarse mediante discursos ideológicos acerca de la unidad de la familia, la autoridad proveedora de los padres (económica él, de seguridad interna ella), o el intenso cariño con que se les ama a todos. En todo caso no se trata de un hogar que pueda describirse haciendo referencia a prácticas democráticas ya que ni niños ni jóvenes ni ancianos, ni tampoco la madre, aportan desde su autonomía relativa al carácter de la convivencia familiar. El ‘orden’ proviene unilateral y verticalmente del padre a quien secunda (porque de ello deriva seguridad e identificación) la madre. El poder adulto masculino puede extenderse incluso a un tío o primo adulto agresor. Su palabra puede alcanzar más valor que la de un niño. No estamos ante un ‘hogar’ de actores/sujetos efectivos o potenciales, sino en un campo de imperios que generan identificaciones de sujetos ‘falsos’: padre proveedor, madre gestora, niños ‘agradecidos’ y ancianos resignados.
Por el contrario, si una familia estuviera animada por lógicas democráticas sus relaciones internas buscarían apoderar la autonomía relativa, o sea la capacidad de decisión desde sí mismos, de mujeres, niños, jóvenes y ancianos, usualmente los individuos discriminados y rebajados. La familia resulta así un colectivo o emprendimiento común, más que un agregado de individuos, sin lógicas de dominación/subordinación, es decir sin autoridades permanentes o sistémicas. La autoridad en su seno es situacional: los niños podrán decidir si el postre del domingo será helados, queque o frutas y quien lo repartirá, algo semejante ocurrirá con los ingresos económicos: a quienes beneficiarán y cómo, la disposición de los muebles de la sala será el resultado de una discusión colectiva, o de varias, al igual que el presupuesto y la jerarquización de sus rubros. Y también habrá responsabilidades comunitarias y de cada uno para que la casa luzca limpia y bien y no propicie accidentes a los niños y ancianos, los miembros más vulnerables del colectivo. Y si la mamá requiere de tiempo para estudiar y participar en política u organizaciones sociales, lo tendrá. Por supuesto las diversas formas de violencia quedarán institucionalmente proscritas de ese hogar y, si se producen, serán analizadas por el colectivo y sus responsables o actores, por acción u omisión, tendrán que, quizás, proponer y asumir sus expiaciones y reparaciones. En ese hogar cada individuo tendrá como parte de su autoestima el ser actor/sujeto en un emprendimiento colectivo y aportar a su carácter. Es decir cada individuo, y todos, será libre y responsable aunque no ocupe funciones decisivas para la reproducción del colectivo familiar. Por supuesto, aquí no se afirma que esa familia exista. Es solo un ejemplo de lógicas democráticas, o sea participativas y sin discriminación sistémica, institucionalizadas.
Salgamos del ejemplo. La lucha social, que puede adoptar muchas formas, resulta necesaria para avanzar en procesos de democratización en sociedades con principios de imperio, pero no es suficiente. El sentido de cada lucha específica, por reconocimiento, inclusión y participación autónoma efectiva, debe ser legitimado culturalmente para alcanzar su institucionalización, o sea su asunción como un carácter propio y necesario de existencia social. El reconocimiento jurídico o legal del alcance de estas luchas puede tener importancia, pero se quedará corto si no se sostiene en la legitimación cultural. Una legislación que apodere a las mujeres o a los sectores rurales de existencia económica más precaria para que acudan a instituciones permanentes de educación y capacitación formal, lo que significaría para esa sociedad inversiones significativas, no funcionará si los diversos sectores sociales no asumen culturalmente (identidad socio-existencial) que deben financiar esa educación/capacitación para sectores tradicionalmente discriminados pagando nuevos impuestos o cumpliendo con los que no han querido pagar adecuadamente nunca.
‘Democratización’ hace referencia así a tránsitos grupales y personales desde situaciones de discriminación sistémica, con sus alcances de inadecuada autonomía, a situaciones de ausencia de discriminación que suponen la transformación parcial o total del sistema social imperante, y también de las subjetividades, y con ello, en el concepto, del carácter del Estado de derecho. El tránsito de unas a otras situaciones supone cambios en las relaciones de poder y en el carácter de éste: puede describirse como un fenómeno de autotransferencia de poder.
Un último alcance en este apartado. ‘Democratización’ se predica no solo de referentes objetivos, como el logro de una determinada legislación inclusiva, por ejemplo, sino también y especialmente subjetivos. Se trata de transitar desde identificaciones inerciales, que confieren seguridad en un marco de dependencia/discriminación, a identidades efectivas producidas desde un sí mismo autónomamente integrado y que se ofrece a otros como autoestima para asumir responsabilidades en emprendimientos colectivos (darles carácter). Estos tránsitos se entienden como procesos abiertos de autoproducción de sujetos y actores sociales con otros, para otros y desde sí mismos. Como se advierte, los procesos de democratización, o sea de lucha social que aspira al reconocimiento cultural, deben entregarse internamente lógicas coherentes (democratizadoras, de organización, por ejemplo) que animan el sentido de sus propuestas. ‘Democratización’ no se agota, en ningún caso, con salir a votar periódicamente cada cierto tiempo por representantes que se ocuparán profesionalmente de los asuntos públicos. El sufragio informado y responsable es solo un aspecto, y considerado aisladamente un aspecto menor, de las luchas democratizadoras.
Procesos de democratización en América Latina
Se elige aquí para iniciar estas referencias esquemáticas el siglo XIX debido a que en él se despliegan los procesos de independencia de la corona española y de sus funcionarios virreinales sitos en América Latina. Brasil tiene una situación peculiar porque llegó a la independencia formal por decisión de la monarquía portuguesa que la determinó como Reino soberano en 1815. Desde ese momento se inician pugnas y guerras que finalizarán en 1825 con el reconocimiento de la independencia de Brasil por parte de Portugal. En el resto de América Latina, las diversas formas de lucha ‘independentistas’ finalizan entre 1826 y el inicio de la década de los 30 del siglo XIX. Las excepciones a este proceso fueron Cuba, Puerto Rico y República Dominicana. Antes del ethos independentista pueden encontrarse antecedentes que podrían haber tenido un alcance democratizador si no se hubieran expresado en el marco de la Colonia. Dentro de esos ‘antecedentes’ estarían, por ejemplo, el mestizaje (cuyos alcances democratizadores fueron ahogados por el imperio peninsular y un peculiar sistema político-cultural interno de ‘castas’) o los esfuerzos ideológicos aislados y minoritarios de algunas personalidades, Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas, por universalizar la dignidad humana de modo que comprendiera a los indígenas (cuestión frustrada por la política social y económica oficial de repartimientos y encomiendas, la ‘evangelización’ a cargo del aparato clerical católico y, en otro ángulo, por la trata y esclavitud de negros africanos). Conquista y Colonia, con independencia de discursos y legislación y aguas ‘benditas’, incorporaron sistemáticamente procesos de genocidio y etnocidio contra poblaciones puestas en situación de indefensión.
Las llamadas ‘guerras independentistas’ por sí mismas no pueden considerarse tampoco procesos de democratización en sentido estricto. Estuvieron principalmente orientadas a liquidar la dependencia del imperio español (y más ambiguamente de la monarquía portuguesa) y sus tramas institucionales de poder/prestigio y, probablemente en menor medida, a transformar localmente la subordinación política y socio-cultural de algunos sectores de los españoles nacidos en América (criollos) de la autoridad española oriunda de España (peninsulares o chapetones [gachupines, godos, gallegos, etcétera, según la regiones], pero que también incluía ‘criollos’). Más acertadamente estas guerras se pueden entender como guerras civiles entre sectores pudientes/poderosos cuya existencia económico/social se centraba en América contra sectores (minoritarios, aunque con alto status) cuya existencia tenía como eje España. Pero ambos bandos poseían un fuerte contenido oligárquico. Los llamados ‘criollos’ tuvieron éxito ideológico al focalizar en los peninsulares toda la responsabilidad por las desigualdades económicas, la exclusión étnica y el monopolio cultural clerical católico que caracterizó a las sociedades coloniales españolas y presentarse, ellos y sus descendientes, como los constructores de las ‘naciones’ y ‘patrias’ latinoamericanas. Pero de este éxito no se seguía una nueva sensibilidad cultural democratizadora.
En otro ángulo, la dinámica de las guerras civiles, que suelen ser particularmente crueles, no estimula tampoco las lógicas y valores democráticos ya que el sentido de los conflictos se concentra en la eficacia militar (que supone un mando centralizado y vertical) y en la determinación de ‘otros’, los enemigos (cuestión que puede designar cualquier obstáculo al alto mando), a quienes se debe aplastar.
Las guerras civiles entre sectores oligárquicos se presentan también, sin embargo, como guerras entre señores y, en este sentido, parcialmente, como guerras antiseñoriales. Su carácter antiseñorial logró presentarse como lucha nacional y patriótica e incluso ‘americana’ contra los extranjeros europeos. En relación con este imaginario social, el de una pertenencia nacional, las guerras civiles del siglo XIX contienen factores, ilustrados y liberales, que pueden constituirse en núcleos que impulsen procesos de democratización. En otra consideración, las guerras civiles, al incorporar sectores populares a la guerra y armarlos para destruir al enemigo, contienen asimismo elementos de una nueva autoestima o sensibilidad. Para individuos tradicionalmente discriminados un fusil desde el que se puede aniquilar a otros (antes unilateralmente poderosos) a distancia, o un sable con el que se los degüella, tiene alcances de poder y autoestima, no necesariamente constructivos, inéditos. La autoestima puede avanzar hasta transformarse en procesos autónomos de producción de identidades populares. Estas identidades populares autónomas pueden quedar, sin embargo, sujecionadas y distorsionadas por el manto romántico socialmente indeterminado de la nación o la patria. Para el caso latinoamericano este manto romántico e ideológico, con alguna excepción, tiene inspiración oligárquica.
El posicionamiento oligárquico, y con ello antidemocrático, ‘criollo’ puede ejemplificarse clara y someramente con algunas referencias tomadas de textos de Simón Bolívar. Tempranamente, en una de las Cartas de Jamaica (1815), establece la otredad absoluta o maniquea en que se sitúa a los ‘peninsulares’: “… más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de los dos países”. La vertiente antidemocrática es asimismo dura: “… las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales”. “… los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina”. Justifica este posicionamiento por la herencia cultural española: “… (tenemos) los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que solo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia” (paréntesis nuestro). En otra de estas cartas describe a la heterogénea población latinoamericana como una “gran familia” con dominio blanco-señorial, donde los únicos que no tienen cabida son los ‘peninsulares’. Se trata de un arquetipo oligárquico, es decir no democrático, clásico. En un texto posterior, el Discurso de Angostura (1819), se refiere en varias ocasiones al gobierno democrático pero, pero retórica aparte, el balance muestra su desapego hacia él. Solo dos referencias puntuales: “Solo la Democracia, en mi concepto, es susceptible de una absoluta Libertad; pero ¿cuál es el Gobierno Democrático que ha reunido a un tiempo poder, prosperidad y permanencia?”. La respuesta de Bolívar es ninguno. En cambio sí han articulado esos logros la Aristocracia y la Monarquía. Las mayúsculas corresponden a la escritura de Bolívar. Su propuesta se resume así: “Para formar un Gobierno estable se requiere la base de un espíritu nacional, que tenga por objeto una inclinación uniforme hacia dos puntos capitales: moderar la voluntad general y limitar la autoridad pública”. Se trata de la tutela o cuidado derivado tanto de la doctrina moral católica como del poder de la propiedad y los propietarios ante el Estado. ‘Moderar la voluntad general’ exhala un perfume conservador. ‘Limitar la autoridad pública’, por el contrario, huele a liberal. En América Latina la combinación resulta oligárquica. Para Bolívar, no se debe aspirar a lo imposible “… no sea que por elevarnos sobre la región de la Libertad, descendamos a la región de la tiranía”.
La ejemplificación anterior no intenta determinar el conjunto del pensamiento de Bolívar ni limitar las ideologías dominantes del siglo XIX al conservadurismo y al liberalismo. De hecho, existió asimismo una influencia republicana de la cual Bolívar es también expresión. Sus frases aisladas se usan aquí solo como señal de que el ethos socio-cultural imperante en la fase de las guerras civiles (o independentistas) no propició directamente movilizaciones democratizadoras aunque él haya estado presente como un factor en la generación, mediante experiencias de contraste, de algunos posteriores imaginarios de liberación popular.
El período que se abre después de las guerras civiles ‘independizadoras’, o sea desde la década de los treinta del siglo XIX, puede ser indicado como el de enfrentamiento entre los imaginarios conservador y liberal que dominaban, y también separaban/enfrentaban, a los grupos oligárquicos. Estos grupos coincidían tanto en estimar que el Estado debía servir sus intereses particulares (en un caso porque ello se seguía de la ‘natural’ jerarquía social y en el otro porque éstos se inscribían en una superior racionalidad universal) como en el rechazo de las propuestas democráticas a las que consideraban impropias de la organización ‘natural’ de la sociedad o inadecuadas en las condiciones de ‘retraso’, analfabetismo y pobreza de las grandes mayorías. Los grupos conservadores bebían principalmente de la tradición monárquica de dominio español, fuertemente determinada por el catolicismo, mientras los grupos ‘liberales’ sostenían sus argumentos desde la Europa moderna traducida filosóficamente por Locke, Rousseau, Montesquieu o de la fuente estadounidense, algo más cercana y también más directamente instrumental en política (Jefferson, Paine, Hamilton, Washington). Sin embargo, estas últimas ideas, desde las que se miraba las instituciones y que nutrieron las Constituciones iniciales establecieron restricciones significativas a la noción básica de ciudadanía ya que los liberales las acomodaron a lo que consideraron eran las situaciones sociales latinoamericanas. Así, por ejemplo, para sufragar era necesario ser propietario, masculino y saber leer y escribir. Desde un punto de vista formal, el sufragio ‘universal’ masculino se produjo en la última parte del siglo XIX (Ecuador inaugura esta serie en 1861) y durante la primera mitad del siglo XX (Bolivia lo cierra en 1952). El sufragio femenino se generalizó durante la segunda parte de la primera mitad del siglo XX y las décadas siguientes (volvió a inaugurar la serie Ecuador, en 1929). Costa Rica se dio el voto universal masculino en 1913. Las mujeres pueden en este país sufragar desde 1949.
Sin embargo la ampliación formal del sufragio no implica mecánicamente una mejor calidad de las elecciones y de su incidencia sobre el carácter del poder en sentido amplio. En la calidad de las elecciones y en la incidencia en el carácter del poder político influyen asimismo la oferta política ideológicamente plural, la capacidad de competencia, determinada en parte por el respaldo financiero, entre personalidades y sectores que los respaldan, y en la existencia, que puede ser polémica, de proyectos de país alternativos, en su sentido fuerte o débil. Una elección política adecuada, asimismo, supone una ciudadanía efectiva. En América Latina la extensión cuantitativa del voto no mejora necesariamente su carácter debido a la desagregación social, la rigidez y, sin conflicto, demagogia de la oferta programática (cuando ella existe), la fragilidad ideológica de los partidos políticos, la represión económico-social y político-cultural sobre los sectores populares, en particular los trabajadores asalariados, campesinos e indígenas y pobres de la ciudad y el campo. Debe añadirse una sólida tendencia estatal hacia el patrimonialismo y los clientelismos. A este panorama deficitario se añade el centralismo autoritario que caracteriza a la principal iglesia y aparato clerical del área: la católica. En este siglo XXI debe sumarse, como elemento, distorsionador, la concertación de los medios masivos (locales e internacionales) para inducir opinión pública y determinar la agenda electoral.
Si retornamos al siglo XIX, advertimos que los imaginarios conservador y liberal, dominantes y en conflicto después de las guerras civiles, fueron parcialmente desplazados en la última parte del siglo por otro imaginario, también de origen europeo, al que se ha llamado positivismo latinoamericano. Una bandera, la de Brasil, grafica la importancia de este imaginario con su lema impreso: Ordem e Progresso (Orden y Progreso). A este último imaginario se deben, internamente, algunos impulsos democratizadores en el subcontinente. Sin embargo, esquematicemos primero lo ocurrido durante el imperio político-cultural de los imaginarios conservador y liberal y su pugna.
Los conservadores estimaban legítimo sostener, sin más cambios que el propio del ser de las cosas, la estructura económico-social y político-cultural heredada de la Colonia: gran propiedad latifundaria, aparato clerical católico, el carácter sagrado de la propiedad, la mantención de los mayorazgos (preservación o aumento de la propiedad vía la herencia al hijo (a) mayor) y la esclavitud. Para los conservadores un orden social desigual y fundado en las jerarquías era un dato ‘natural’. De aquí que el gobierno (u ‘orden’ social) debía estar en manos de minorías autodesignadas, hereditarias o de personalidades cooptadas (meritocracia) por esas minorías. En el Discurso de Angostura antes referido, Bolívar, califica a la igualdad social y política como “ficticia”. Lo natural es la desigualdad física y moral. A los ‘mejores’ por naturaleza corresponden las más altas o delicadas responsabilidades de gobierno. Con independencia de si Bolívar se hubiese inclinado por los liberales o los conservadores o hubiese tenido una ideología republicana, su observación proviene de la filosofía griega y del catolicismo en la versión clerical de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino. Esto quiere decir, es autoritaria, aunque no se desee clerical. El autoritarismo, cualesquiera sean sus ropajes, es antidemocrático. Luego, el conservadurismo solo podría fomentar procesos de democratización de la existencia o como resultado de experiencias de contraste o como decantaciones del cambio no forzado en lo tradicional. Este tipo de cambio, vegetativo, no afecta a lo eterno: Dios, Familia, Propiedad. Y estos tres factores pueden determinar, sin duda, las condiciones y lógicas del orden/desorden social.
El imaginario liberal, en cambio, no acepta el orden social existente en cuanto tradicional y natural. Para este imaginario, la sociedad es progresiva, se mueve desde lo simple a lo complejo y lo último es mejor y más racional. Es la idea de progreso opuesta a la mantención de los prejuicios y la ignorancia. La razón humana, o si se quiere las políticas públicas que se siguen de ella, puede modelar un nuevo orden económico-social y político-cultural centrado en la potenciación de la libertad individual y la propiedad cautelados por un sistema constitucional y por el imperio de la ley consentida por cada individuo. Es la idea de una voluntad/soberanía popular y laica derivada de un informado consenso ciudadano. El ciudadano posee libertades fundamentales negativas (derechos humanos) en el sentido de que el Estado/gobierno debe reconocerlas y ampararlas pero no las constituye. No interviene en ellas. Son fueros individuales (existencia, propiedad, tránsito, comercio, etcétera). Este imaginario no acepta la tradición si ella contiene ignorancia, superstición y escasez (versión liberal estricta) o dominación (en la versión republicana). Mientras para el conservadurismo la libertad consiste en cumplir con la ley natural determinada por Dios y respetar sus instituciones, para los liberales republicanos la libertad consiste en la ausencia de dominación. Para los liberales a secas, la libertad equivale a la no-interferencia en las autonomías individuales. Transformado en estereotipo: mi libertad termina donde comienza la libertad de otro. Este dicho tiene fundamento individualista. Resulta enteramente diverso a la fórmula: el respeto al derecho ajeno es la paz, atribuido a Benito Juárez. Esta última sentencia supone una legislación. Y toda legislación, por fuerza, se sigue de una sociabilidad efectiva o virtual.
Ya sea que se considere la tradición (cuyo caos se sigue de las transformaciones forzadas por la soberbia racional del ser humano) o la razón universal (cuyo caos se desprende de las ignorancias, las carencias, la ausencia de eficacia instrumental y los privilegios) como clave y motor de la historia, estos imaginarios y discursos (a los que debería añadirse el republicanismo: emprendimiento colectivo, soberanía popular, ‘bien común’), pueden estimular procesos de democratización principalmente mediante experiencias de contraste (situaciones personal/sociales de existencia que hacen desear que la realidad sea distinta y mejor). Estas experiencias de contraste deben apuntar a una universalidad no abstracta como las contenidas en los imaginarios de los grupos dominantes. Esta universalidad solo puede surgir como valor deseado, y eventualmente practicado, desde experiencias situaciones y estructurales negativas.
Estas experiencias sociales abundaron durante el siglo XIX porque las guerras civiles contribuyeron a acentuar la desagregación ‘nacional’ del área pero en el mismo movimiento se materializaron en Estados de autoridad política centralizada cuya base económica era el latifundio y el gran comercio, que incluía el del dinero, con tendencia al oligopolio. Las guerras, además, militarizaron las sociedades latinoamericanas y la gran propiedad (‘complementada’ por el minifundio) y la concentración de la riqueza comercial acentuaron las diferencias y tensiones sociales y constituyeron la base de la dependencia latinoamericana (exportación de productos primarios, importación de insumos productivos, productos industriales y suntuarios: intercambio desigual) uno de cuyos ejes es la superexplotación de la fuerza de trabajo. El voto universal de los varones recorrió un largo camino desde la mitad del siglo XIX hasta la primera parte del siglo XX. Este voto universal se daba en economías principalmente agrarias y poblaciones analfabetas y en situación de pobreza y miseria. Durante la primera mitad del siglo XIX el voto masculino fue censitario, es decir reservado a los propietarios.
Esta realidad cambió algo durante la segunda mitad del siglo XIX. El dominio liberal avanzó Constituciones basadas en las ideas del contrato social, la soberanía popular y el voto de la mayoría (masculina) como una expresión de una voluntad general. Los ferrocarriles, suministrados por los países industrializados, y otros medios de transporte y comunicación, y las tecnologías ligadas a la producción minera y a enclaves agrícolas hicieron más notorio el carácter dependiente y oligárquico (concentración en una minoría de la propiedad, la riqueza y el prestigio) de las economías latinoamericanas, pero también propiciaron una mayor división social y técnica del trabajo lo que acentuó la diversificación social y requerimientos de sectores de población más informada (educación primaria, estudios técnicos y profesionales). En términos básicos, sin embargo los valores democráticos propuestos por la legislación constitucional y los procesos de diversificación social ‘flotaban’ en relación con las masas de empobrecidos sin educación formal que constituían la mayoría de la población. La abolición de la esclavitud no cambió significativamente el panorama de economías con control señorial y fuerza de trabajo servil. El ethos político-cultural continuó determinado por el aparato clerical católico, que, aunque perdió peso económico (parte de sus propiedades fueron expropiadas y sus monopolios cancelados) logró preservar parcialmente su status en el campo de la educación y asumió tareas fundamentales para mantener a las poblaciones vulnerables sujetas al ‘orden’ moral (económico, político y cultural) de los señores.
El ‘orden’ no democrático descansaba por ello en la gran propiedad y el oligopolio del comercio, la constitucionalidad simulada, la militarización de los desafíos sociales y las líneas pastoral-clericales de sujeción al Señor y a los señores para ganar el cielo. Democratizarse habría significado moverse socialmente y con conciencia contra la gran propiedad y los monopolizadores del dinero y el prestigio, la dependencia, el analfabetismo y la miseria, el etnocentrismo y por el acceso a una ciudadanía plena (que supone un Estado de derecho) y la emancipación de una cultura de culpa y resignación. A la herencia socio-política y cultural de desagregación interna (ausencia de nación) y autoritarismo, reforzada por el ingreso masivo de inmigrantes europeos, la configuración de una existencia urbana y la diversificación de la división social del trabajo, en la última mitad del siglo XIX, y a la situación precaria con que la región ingresaba al mercado capitalista mundial, quiso responder lo que se ha llamado el positivismo latinoamericano.
Este positivismo (cuyo nombre deriva de la filosofía europea de Augusto Comte y Herbert Spencer principalmente), cuya influencia se extiende diversamente en América Latina en la última parte del siglo XIX y en la primera del siglo XX, tuvo impactos significativos en el campo de la educación pública como política estatal, especialmente en México, Argentina, Uruguay y Brasil. También en el interés por la salud como política estatal. Menos significativos, probablemente, fueron sus esfuerzos por trizar y desvanecer la cultura de inspiración clerical para avanzar hacia mentalidades orientadas por la observación e interpretación científica de los hechos y fenómenos del mundo natural y social. Asimismo, una conciencia orientada hacia ‘los hechos’, y afirmada en un sólido eurocentrismo social y cultural, no podía menos que ignorar o despreciar a los pueblos originarios indígenas y en general a los sectores rurales débilmente ligados al mercado interno o las exportaciones, y a sus espiritualidades (subjetividades) que fueron vistas como obstáculos para ingresar a estadios superiores de humanidad. Desde este punto de vista resultan con poco fundamento las opiniones que ven en el positivismo latinoamericano un factor político-cultural que habría hecho ingresar a los latinoamericanos a la modernidad al organizar ideológicamente a las ‘nacientes democracias nacionales’ desde una perspectiva ‘racional’ y que habría además provisto a sus poblaciones de un sistema de ideas y costumbres que superaban la herencia medieval impresa por la Conquista y Colonia. Las ‘nacientes democracias nacionales’ que habrían sido impulsadas por el positivismo no terminaron de mostrarse durante el siglo XX y en el siglo XXI no resultan funcionales para el sistema transnacionalizado vigente, y el peso de la tradicional sensibilidad católica y señorial (el culto al Señor y a los señores) sigue nutriendo, pese a su ostentación grotesca, la ‘espiritualidad’ de los sectores dominantes y, para cerrar la desgracia, de los desagregados sectores populares.
En otro ángulo, y como derivado de su ‘racionalidad superior’, el positivismo dio su aporte a la centralización/concentración del poder y la correspondiente desagregación social y diferenmciación de status, y alentó el chantaje de la cientificidad universal abstracta y tecnocrática de la existencia, en detrimento de la asunción del mundo de la existencia efectiva y desde raíces. Menos inseguros, aunque tampoco inevitablemente exitosos, en relación con las necesidades de la integración social articulada, serán los posicionamientos socialistas y anarquistas que llegan a América Latina, vía mentes ‘ilustradas’ y también por la experiencia de trabajadores inmigrantes europeos, precisamente en la transición entre los siglos XIX y XX. Sin embargo, el interés público positivista por la educación y la salud de la población constituyen, para la realidad latinoamericana, factores que alimentan procesos de democratización.
Curiosamente, uno de los países donde hace más notoria presencia el positivismo, México bajo el porfiriato (por Porfirio Díaz, presidente o factor decisivo de poder entre 1876 y 1910) vio interrumpida su experiencia por una guerra de inspiración revolucionaria con sólida presencia campesina. En efecto, el porfiriato articuló y modernizó económicamente a México y le dio políticas de salud pública, por ejemplo, pero realizó ambos movimientos para mejorar la inserción mexicana en el mercado capitalista mundial. Sus campañas de salud, que incluían educación sanitaria pero también violencia militar para imponer normas de detección y prevención de enfermedades, estuvieron determinadas por los intereses comerciales estadounidenses que privilegiaban el combate contra la fiebre amarilla y no contra otras enfermedades, como la tuberculosis o la sífilis, que afectaban más significativamente a la población pobre del país. De modo que México bajo la inspiración positivista se hacía ‘nacional’ y ‘moderno’ pero solo para algunos. Y, en el mismo movimiento, fortalecía su ligazón subordinada y dependiente al mercado mundial capitalista del período. Contra este porfiriato, que obviamente no tenía veleidades democráticas 'nacionales', se levantó la Revolución Mexicana de 1910.
Esta revolución fue la segunda (la primera fue la revolución de los esclavos en Haití, 1791-1804) en el mundo moderno que tuvo inspiración y fuerza social popular, fuerza que logró ganar militarmente la lucha (Zapata, principalmente) y que, al mismo tiempo, no se entregó a sí misma el poder por el que había luchado. Lo cedió a las fracciones no-populares que también fueron actores de ese proceso revolucionario. Puede considerarse, en su fracaso, la primera movilización social popular latinoamericana con significado cultural democratizador. Su antecedente más próximo estuvo en la embrionaria inspiración martiana que alentó la Guerra Revolucionaria e Independentista Cubana a finales del siglo XIX, guerra frustrada por la intervención estadounidense (1898). La revolución popular mexicana tuvo un contenido agrarista (reforma agraria campesina) y también favorable a la fuerza de trabajo (salario mínimo, jornada de ocho horas), la libertad de conciencia religiosa y la fundación económica y cultural de una nación inclusiva (nacionalización de los recursos naturales). Su proyección se plasmó en la Constitución mexicana (1917) e influyó fuertemente la política del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940). Sin embargo, no logró permear o erosionar significativa y decisivamente la cultura política dominante en México.
La cuestión de la reforma agraria propietarista, agitada por el proceso revolucionario mexicano, impactó en toda América Latina. Su irradiación político cultural-puede ejemplificarse con una referencia centroamericana. En 1932 y con dirigencia indígena y respaldo del Partico Comunista se produjo en El Salvador un levantamiento campesino contra el dictador aultraconservador y autoritario del General Maximiliano Hernández. El levantamiento fue reprimido salvajemente por el ejército. Los masacrados no fueron dignos de conteo. Los cálculos hipotéticos indican entre 7.000 y 30.000 víctimas mortales. Se da este ejemplo porque él condensa bien los elementos de estos procesos por la tierra y la democratización (inclusión) de la existencia. Levantamiento popular agrario, represión militar, masacre e impunidad de los asesinos. Hernández Martínez gobernó El Salvador hasta 1944. Pero el esfuerzo revolucionario agrario mexicano no solo se prolonga en las formas de resistencia y rebeldía político-militares en el subcontinente. En cuanto el desafío agrario resulta de una función/disfunción de la dominación desagregadora interna y de la dependencia internacional, ambas cuestiones sistémicas, él contribuyó, por ejemplo, a gestar producciones literarias en América del Sur, literatura que abordaba desde distintos ángulos el valor humano de los indígenas y sus culturas y el vínculo vital existente entre el pequeño campesino y la tierra. Ejemplos son La Vorágine, de José Eustasio Rivera (Perú, 1924), Huasipungo, de Jorge Icaza (Ecuador, 1934), El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría (Perú, 1941) y Hombres de maíz, de Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1949). En Costa Rica, y desde el ángulo de los obreros en espacios de enclave agrario, Carlos Luis Fallas escribe Mamita Yunai (1941). Al momento de redactar estas líneas (septiembre 2012), las recién iniciadas conversaciones entre las FARC y el gobierno colombiano encabezado por Juan Manuel Santos tienen como punto de partida el desarrollo rural. La razón: el 35% de la tierra colombiana, unas 40 millones de hectáreas, está en manos de ganaderos. Y la relación entre cabezas de ganado y territorio es de menos de una res por hectárea. Colombia ha esperado durante toda su historia por una reforma agraria. Los movimientos agrarios en América Latina contienen factores de democratización. El más significativo de ellos en este momento es el Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) de Brasil, generado en la década de los setenta y ochenta, es decir en el marco de una lucha antidictatorial, del siglo pasado y que se dio su nombre en 1984. En México, su Revolución agraria frustrada todavía palpita en la obra de los muralistas mexicanos (Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros) y es constitutiva del imaginario popular.
Curiosamente, en la Revolución Mexicana de 1910 tuvieron más importancia los posicionamientos anarquistas y no los socialistas en su vertiente marxista/leninista. A las ideas anarquistas en México se les llamaba “magonistas” (por los hermanos Flores Magón, que las encarnaban). Las propuestas anarquistas se dirigían contra la dictadura del “orden y progreso” porfirista y se basaban tanto en las ideas del anarquismo ruso/europeo (en especial Pedro Kropotkin: anarcomunismo) como en una valoración de la comunidad/autónoma indígena y más difusamente en el pensamiento liberal del siglo XIX. El Partido Comunista de México se fundó recién en 1919, pero el estallido de la Revolución Méxicana fue precedido por intensas aunque puntuales huelgas de obreros y su represión gubernamental (huelga de Cananea [1906], que enfrentó a obreros mexicanos contra obreros estadounidenses y ‘rangers’ del mismo país, huelga de Río Blanco [1907] que fue salvajemente reprimida por tropas federales mexicanas).
En punto central aquí, sin embargo, es que las movilizaciones campesinas y el desafío agrario en América Latina han sido política y culturalmente significativos, aunque no necesariamente victoriosos, respecto tanto de los requerimientos como de las expectativas/horizontes de democratización en el subcontinente.
Podría uno preguntarse si las movilizaciones obreras, es decir de los trabajadores productivos asalariados y organizados, han tenido un efecto semejante al de la cuestión campesina. La respuesta básica es no. Las razones para esta negativa son variadas. La relación salarial tardó en despegarse de las relaciones económicas centradas en la servidumbre en América Latina y cuando lo hizo, estuvo ligada principalmente al capital extranjero, el funcionamiento de los puertos, la extracción de minerales, el procesamiento de textiles y las tareas de infraestructura. De esta manera la economía funcionaba combinando relaciones serviles con trabajo asalariado y este último aparecía desagregado tanto por las características geográficas de la ocupación como por el hecho de que en algunos países, como Argentina, el proletariado inicial tuvo un fuerte componente de inmigrantes europeos. Igualmente entre los trabajadores circulaban tanto ideas artesanales tradicionales, que los tornaban mutualistas (organizaciones de encuentro y cooperación mutua), como referencias utópicas y del pensamiento y la práctica anarquista. El capital extranjero, por su parte, se insertaba en una región periférica con tradición señorial y débil tecnología. Por ello se le hacía sencillo obtener sobreganancias tanto del maltrato a los trabajadores como de la flacura de la legislación de impuestos y la imposibilidad de los gobiernos locales para supervisar sus importaciones y exportaciones. El pensamiento socialdemócrata original (después considerado comunista), debió esperar hasta el final de la Primera Guerra Mundial para avanzar en procesos que le entregaran importancia cuantitativa y esto solo en países específicos como Chile y Costa Rica. En el primero de estos países las centrales sindicales iniciales fueron la Federación de Trabajadores de Chile, creada en 1906 y de corta existencia, y la Federación Obrera de Chile (1909-1936), de inspiración anarquista la primera y posicionada como de clase (sindicalismo revolucionario) en 1919 la segunda.
Las pugnas ideológicas por el carácter del sindicalismo, las tensiones entre posicionamientos de clase y posicionamientos culturales (en especial en regiones con fuerte contenido indígena, como Bolivia), las desagregaciones geográficas, las diferencias salariales y de condiciones de desempeño ligadas al trabajo calificado y no calificado, los diversos mercados del aparato industrial, el carácter señorial de la cultura dominante, el rostro ‘social’ del aparato clerical católico, el anticomunismo visceral de la Guerra Fría (cuyo inicio geopolítico puede datarse en 1945, pero que en América Latina existió desde 1937, fecha de la publicación de la encíclica Divini Redemptoris, contra el comunismo ateo, de Pío XI), el carácter minoritario de la población obrera y la represión político-militar brutal ejercida contra sus movilizaciones y organizaciones, son factores a considerar en la menor incidencia cultural-democratizadora de los movimientos obreros en el subcontinente.
Se añadirán aquí dos notas acerca de la movilización de obreros y sus sindicatos que están en relación con las ideologías que se mueven en el seno del ‘movimiento obrero’ latinoamericano y que también le han restado fuerzas como movilización democratizadora. No siguen el criterio más cronológico que ha mantenido este trabajo. En primer lugar se debe recordar que los ‘partidos de clase’, o sea marxista-leninistas clásicos u ortodoxos (que no es exactamente lo mismo), no tuvieron una especial importancia cuantitativa ni cualitativa durante el siglo XX en América Latina, con la excepción notable de la experiencia chilena. Entre los obreros y sus organizaciones, por lo tanto, es factible encontrar inclinaciones anarquistas o libertarias, socialistas no de clase y socialistas de clase, nacionales y patrióticas, democristianas y socialcristianas. No se consideran aquí las inclinaciones personales de muchos obreros que pueden ser ser sólidamente pequeño/burguesas (independizarse como propietarios) y conservadoras (como resultado del peso de la cultura de dominación con fuerte impronta clerical). El peronismo (decisivo para el ingreso de los trabajadores argentinos a los escenarios políticos y para su permanencia en ellos) se dinamizó mediante un discurso de justicia social, la exaltación de la nación y la patria, el antioligarquismo y la unidad del pueblo (en el sentido de masas activas) en relación con el liderazgo carismático de Perón y Eva Perón. Juan Domingo Perón surgió del medio militar que dio un golpe de Estado (1943) y entendió la política no desde una institucionalidad democrática sino en términos de amigos y enemigos. Así, reprimió con dureza a quienes lo adversaban fueran obreros, sindicalistas, empresarios o sectores medios. Sólo si se considera al populismo latinoamericano como antiaristocrático puede contener valores culturales democráticos, pero las experiencias populistas latinoamericanas (Argentina, Brasil, México son las más importantes) son demasiado breves o ambiguas como para juzgarlas desde este parámetro. Puede decirse que Lázaro Cárdenas, presidente de México entre 1934 y 1940, no tuvo herederos efectivos. En Brasil, Getulio Vargas, cuyo protagonismo fue más extendido (1930-1854), reivindicó a los trabajadores y avanzó en un estilo ‘brasileño’ de hacer política (conciliación entre el capital y la fuerza de trabajo), pero su cercanía con grupos militares y su renuencia a la movilización autónoma de los trabajadores no permiten estimar que el régimen democrático o la existencia democrática de Brasil constituyeran una obsesión para su desempeño político.
La segunda influencia ideológica que ha de considerarse es la del socialismo de clase o marxismo-leninismo ortodoxo (ligado a la Revolución Rusa y a la Internacional Comunista [1919]). Ya se ha señalado que los partidos de este tipo no tuvieron un éxito significativo en América Latina, con la excepción de Chile y Costa Rica, más en el primero que en la segunda. Pero, pese a este bajo perfil de los partidos, el discurso de clase y la adhesión al comunismo derivado del éxito de la Revolución Rusa (bolchevique) determinaron el eje de lo que significaba ser “de izquierda” en América Latina al menos entre 1920 y el final de la década de los sesenta. Para pertenecer a la izquierda política y social había que definirse ante el “comunismo”. Lo que aquí interesa es que este ‘comunismo’ no tenía una especial inclinación por los valores democráticos, tal como ellos se proponen en el mundo capitalista occidental. Por el contrario, denunciaba estos valores, sus instituciones y sus lógicas institucionales, como “formales” y “burguesas”, lo que debe traducirse como falsas. Oponía a estas democracias de mentira las instituciones de las democracias populares o soviética que son regímenes de gobierno que se orientan hacia la construcción de una sociedad socialista. La orientación socialista tiene aquí más peso que el referente democrático. En este sentido su vínculo determinante es la dictadura del proletariado (éste es un concepto que puede leerse como democracia obrera o democracia popular, pero que usualmente es malentendido). Para este imaginario, los regímenes democráticos que son función de la construcción del socialismo constituyen democracias sustanciales o ‘reales’, por oposición a las burguesas que, ya hemos dicho, son ‘formales’. Por desgracia, el concepto o visión de una democracia directa de los trabajadores y sus instituciones (asambleas locales y nacionales) fue desplazado, en la Revolución Rusa, por el partido obrero de vanguardia (con su lógica orgánica: el centralismo democrático) determinado como único aparato de conducción política y, a la vez, como partido de Estado. El resultado de esta mediación fue deficitario: los valores ‘formales’ de los regímenes democráticos, como el derecho a la organización y la libertad de tránsito, o la libertad de elección, el régimen de opinión pública, etcétera, ceden ante los requerimientos de la construcción del socialismo discernida y administrada por el Partido. El Estado puede tener políticas públicas ‘democráticas’, o sea universales, no discriminatorias, en empleo, educación y cultura, sanidad, deportes, etcétera, pero los individuos o personas ven limitados (cuando no anulados) sus emprendimientos personales por la organización del conjunto de la sociedad. Aunque el asunto es más complejo de lo que aquí se presenta, esta realidad y la propaganda/agresión propias de la Guerra Fría transformaron para efectos prácticos y de sensibilidad la ‘dictadura del proletariado’ (cuya administración podría ser o al menos pensarse sólidamente democrática) en una dictadura del Partido cuya defensa de la construcción del socialismo (y otros factores) y de su misma existencia (burocratización) determinaba lógicas autoritarias.
Esta sensibilidad autoritaria, y aunque por otras razones también dogmática, marcó la ideología “obrera” predominante en la izquierda latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. Y en este sentido los valores democráticos ‘clásicos’ de Occidente no tuvieron mayor valor para esta izquierda. Tampoco los valores democráticos ‘populares’ podían ser estimados en la práctica porque las izquierdas de clase no ganaban gobiernos. Por ello, para estas izquierdas una apreciación de los criterios democráticos ‘formales’ sólo se producirá tardíamente con los regímenes dictatoriales de Seguridad Nacional y su sensibilidad política que hace del terror de Estado un factor/mecanismo permanente de la reproducción del 'orden' social. Y uno de los objetivos, en el sentido de blanco de tiro, preferenciales de este terror fueron los sectores de izquierda y los obreros y sus organizaciones. El primero de estos regímenes de Seguridad Nacional se instaló en Brasil en 1964. El último de ellos en ejercicio fue el chileno que se extendió entre 1973 y 1990. Para esta última fecha ya se había producido el derrumbe de las democracias populares de Europa Central y en 1991 se autodestruía la Unión Soviética. En la práctica, el régimen democrático ‘popular’, que era función de la construcción de una sociedad socialista, perdía vigencia ideológica y político-cultural. Para la fuerza de trabajo, con independencia de ideologías, se trató de un revés durísimo, el más importante del siglo. Y el revés pasó factura a los trabajadores tanto en términos organizativos (sindicatos) como ciudadanos.
Sin embargo, y retrocediendo en el tiempo, a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado se resolvió una fase de un proceso cuyo despliegue posterior gestó una izquierda que, sin ser reductivamente proletaria, generó un imaginario liberador que alimentó muchos, y a veces encontrados, procesos de democratización popular. El evento fue el resultado victorioso de la etapa de lucha armada en Cuba (1959). Su impacto, y el de su opción por el socialismo unos años después (1961), precipitaron las condiciones para que América Latina aprobara realizar, también en el año 1961, el más amplio programa jamás propuesto para crear las condiciones objetivas y subjetivas para la democratización del subcontinente. El proyecto tuvo como nombre Alianza Para el Progreso (ALPRO) y fue planteado por la administración Kennedy, lo que no lo eximió de ser valorado por algunos sectores como “comunista”. La ALPRO básicamente comprendía una reforma agraria productivista y capitalista, el libre comercio entre los países latinoamericanos, transformaciones urbanas para que el desplazamiento de sectores rurales y otros precaristas a las ciudades se diera en condiciones de acceso a la vivienda y servicios de agua y electricidad, reformas educativas que ligaran a la escuela y al liceo con la existencia real y erradicaran el analfabetismo, y una mejoría de las condiciones sanitarias para elevar las expectativas de vida. Los cambios estructurales incluían asimismo el tránsito hacia gobiernos democráticos, en el sentido de electos. La Alianza para el Progreso estimaba que con estas transformaciones, a las que se añadía la apertura del mercado estadounidense para las exportaciones latinoamericanas, el “comunismo” exportado por el ejemplo del proceso revolucionario cubano no tendría bases sociales, en particular las rurales y, por ello, fracasaría. Las transformaciones también permitirían entornos más propicios para la diversificación y especialización socio-económica de las sociedades latinoamericanas.
Desde luego, la ambiciosa propuesta de desarrollo de la ALPRO no pudo despegar plenamente y menos logró prolongarse. Situaciones internas en Estados Unidos y América Latina consiguieron deteriorarla y bloquearla. Baste recordar que en 1964 se dio un golpe de Estado en Brasil, con complicidad estadounidense, y que ese golpe de Estado abrió en el área el paso al clima político de Seguridad Nacional. En 1965, Estados Unidos, invadió y ocupó República Dominicana con el aval de la OEA. El programa económico, político y cultural desarrollista y democrático de la ALPRO era ya un fantasma que se desvanecía según avanzaba la década. Finalmente, recordada por casi nadie, se esfumó.
Sin embargo, y en una vertiente más polémica, puede considerarse como factor de movilizaciones liberadoras (que podrían darse horizontes de democratización) al mismo proceso revolucionario cubano que fue factor para imaginar a la ALPRO. El impacto inmediato del proceso revolucionario cubano fue la constitución de un Ejército del Pueblo desde la unidad móvil combatiente (guerrilla rural). Se trata de sectores populares siendo actores de escenarios político/culturales que ellos mismos crean. Escenarios no necesariamente democráticos (por los requerimientos que impone la disciplina político-militar) si se los desliga de su horizonte liberador, pero que con los revolucionarios victoriosos se transformó, en su aspecto positivo y para el pueblo cubano, en reforma agraria tanto social como propietarista, sistema público de educación gratuita y de alta calidad, sistema de salud también de acceso universal y tendencia al pleno empleo. La combinación de una permanente agresión estadounidense con los contenidos autoritario-burocráticos de revolucionarios puestos a la defensiva (contenidos que provienen del señorialismo y caudillismo latinoamericano, de la lógica militar que dio el triunfo a los cubanos revolucionarios y que fue central para alcanzar el éxito y también para preservar su proceso, y también de una de las interpretaciones del marxismo) no permiten hablar de la experiencia cubana como centro efectivo de procesos permanentes de democratización para su población, pero sí como referente de un horizonte de esperanza popular, el más importante ocurrido durante el siglo XX en América Latina: los sectores populares tienen la capacidad para hacer una sociedad distinta y mejor. Y si no la aíslan y agreden, podría ser democrática. [En lenguaje de la dirección cubana: “…Frente a la acusación de que Cuba quiere exportar su revolución, respondemos: Las revoluciones no se exportan, las hacen los pueblos. Lo que Cuba puede dar a los pueblos y ha dado ya es su ejemplo. Y ¿qué enseña la Revolución Cubana? Que la revolución es posible, que los pueblos pueden hacerla, que en el mundo contemporáneo no hay fuerzas capaces de impedir el movimiento de liberación de los pueblos”]. Estos pueblos, para la dirigencia cubana, se constituyen con ‘masas hambrientas de indios, de campesinos sin tierra, de obreros explotados, de intelectuales honestos’ que se autoproducen como fuerzas sociales. Así, con independencia del fulgor inmediato y legítimo de su lucha armada y de las sombras de su régimen de orden/desorden político, el proceso revolucionario cubano puede considerarse el mayor fermento de democratización producido en América Latina y para toda ella durante el siglo XX. Prueba el punto que la tienen como uno de sus interlocutores en América Latina la Sociología de la Liberación (Orlando Fals Borda) y la Teoría de la dependencia, la Educación Liberadora (P. Freire), la Teología latinoamericana de la Liberación (Juan Luis Segundo) y hasta, tardíamente, una Filosofía de la Liberación (Arturo Andrés Roig, Horacio Cerutti, aunque hoy quien concentra el interés es Enrique Dussel). En la última parte de la década de los sesenta, y para enfrentar a la experiencia cubana, Chile intentó avanzar en una Revolución en Libertad (1964-1970). En la década de los noventa, la dirigencia del alzamiento zapatista en Chiapas, por construir un México donde tengan cabida sin exclusiones todos los mexicanos, reconoce que la Revolución Cubana la ha interpelado en su configuración y demandas. Una ‘liberación’ con contenido popular, tiene como una de sus lógicas centrales la democratización (autonomía, autoestima, responsabilidad, capacidad para crear opciones y elegir entre ellas) de la existencia. Que la Cuba de los revolucionarios no haya avanzado sin pausas hacia esa meta se deriva principalmente de su aislamiento relativo en el hemisferio y en el planeta y de la agresión permanente e impune de la que ha sido objeto.
En la década de los sesenta la administración Kennedy imaginó dos respuestas al desafío cubano. Una fue el plan de reformas estructurales ya mencionado para que América Latina saliera del subdesarrollo y alcanzara un status político-cultural capitalista. La otra pasó por reconfigurar los ejércitos latinoamericanos y los mecanismos de espionaje y seguridad transformándolos de socios en la Defensa Hemisférica (contra la Unión Soviética, un agresor ‘externo’) a administradores subhemisféricos de la Seguridad Hemisférica. En sencillo, las Fuerzas Armadas latinoamericanas fueron rediseñadas para combatir contra sus pueblos. Son ejércitos contrainsurgentes. Esta última fue la idea que prosperó. El resultado más dramático del proceso fue la gestación de una sensibilidad política regional de Seguridad Nacional. Ya mencionamos el golpe en Brasil (1964) y la invasión de República Dominicana en 1965). Entre 1972 y 1976 se dan golpes de Estado en Bolivia, Chile, Uruguay, Perú y Argentina. Las nuevas dictaduras se agregan a las más clásicas de los países centroamericanos/Panamá y Haití: El Salvador (1931-1984), Honduras (1932-1957; 1963-1982) Nicaragua (1936-1979), Guatemala (1954-1966; 1970-1986), Panamá (1968-1989), Haití (1964-1986). Con variaciones, las dictaduras de Seguridad Nacional y las más tradicionales incluyen entre sus prácticas políticas ‘normales’ la violación sistemática de derechos humanos (ejecuciones sumarias, tortura, secuestros, desaparecidos, asesinatos, estructuras paramilitares, etcétera). A los países mencionados podría agregarse perfectamente Colombia (1948-1957; 1964-2012…), un país que realiza elecciones en el contexto de muchas guerras que contienen desapariciones, torturas, crimen organizado, paramilitares y organizaciones político-militares con interpelación popular.
En este contexto amplio y apenas bosquejado, que se extiende entre las décadas de los sesenta y los noventa, los procesos de democratización tienen un carácter centralmente defensivo. Se trata de encontrar desaparecidos, proteger de la tortura y la muerte a los prisioneros o conseguir su liberación. Los sostienen tanto ONGs de derechos humanos como algunas (pocas) estructuras e instancias eclesiales, familias y grupos de ciudadanos y también aparatos político-militares antidictatoriales e insurreccionales. La defensa (agitación nacional e internacional, denuncias, acciones político-militares, etcétera) busca básicamente restablecer un Estado elemental de derecho, por deficiente histórica y socialmente que éste haya sido, como en la situación guatemalteca, o crear las condiciones para levantar uno nuevo que incluya y respete aunque sea mínimamente, en el marco de un proceso, a la ciudadanía (México). En algunos casos, por ejemplo en El Salvador, la lucha popular armada y la organización social popular coinciden en un horizonte socialista.
Sin embargo también desde finales de la década de los sesenta venía presentándose un cambio mundial en el carácter de los movimientos sociales. Es fácil indicar en qué consistió: se pasó desde un imaginario que se centraba en la predominancia de un solo movimiento social, el obrero, a un imaginario en que a este movimiento social se le agregaban otros movimientos sociales: los más relevantes, en la década de los sesentas fueron el de jóvenes y estudiantes, el de mujeres y el que en ese entonces se llamaba ambientalista y que después se ha llamado ecologista o ‘verde’. No es que antes no existieran, pero es que desde ese momento comenzaron a trazar sus propios escenarios políticos con independencia, e inevitablemente muchas veces en conflicto, con el movimiento obrero. Por supuesto el asunto es muchísimo más complejo y convoca a muchas polémicas pero aquí no se hablará de ello. A estos movimientos se los caracterizó como ‘nuevos actores sociales’. No eran nuevos. El de mujeres, en las sociedades modernas, por ejemplo, se remonta al siglo XVIII. Es decir que se dieron movilizaciones de mujeres antes de que existiera movimiento obrero. Lo ‘nuevo’ de estos actores consistía en que se planteaban con autonomía frente a otros movimientos y en que hacían del tema de su identidad particular un asunto político y liberador.
Puede decirse de otra manera: si antes los sectores populares se proponían asaltar el poder, ahora lo que se buscaba era transformar radicalmente el carácter del poder o poderes sociales. Aunque conceptualmente ambas cuestiones no son incompatibles, en la práctica sí lo eran y por lo tanto generó desacuerdos e incompatibilidades. Sin embargo, la tesis de cambiar el carácter del poder o poderes sociales contiene sólidos referentes de democratización de la existencia que en la década de los sesentas los nuevos actores no encontraban en las experiencias socialistas de clase existentes.
El punto anterior, con independencia de la polémica puede explicarse así: los nuevos actores/sujetos sociales 'populares', debido a su fuerte apelación al tránsito desde una identificación social falsa o inercial (conferida por el sistema) a una identidad efectiva auto promovida o auto construida y en proceso, tiene que reposar en una lógica orgánica democrática. La razón conceptual de fondo es que se trata de movimientos que hacen suya, lo sepan o no, la aspiración social propuesta por el principio individual de agencia humana liberal. El vínculo es básico tanto para el reclamo de derechos humanos como para un régimen democrático centrado en la participación ciudadana efectiva. Y, más allá o aca, para un estilo democrático de existencia, con implicaciones económico-políticas y culturales. Estos nuevos sujetos/actores y sus movilizaciones se constituyeron entonces en nuevos fermentos o catalizadores de aspiraciones y acciones por la democratización. Por desgracia y por motivos diversos, han perdido parcialmente su rumbo.
Podemos recapitular: los procesos de democratización surgen desde experiencias de contraste (situacionales o estructurales) que generan movilizaciones y movimientos sociales (que aquí llamamos populares) que contienen explícita o implícitamente lógicas democratizadoras. Estas movilizaciones y movimientos se dan formas organizativas o propias o instituciones para alcanzar sus metas. Estas instituciones pueden o no estar dominadas por lógicas democráticas. El ‘partido de vanguardia obrera’, por ejemplo, no lo estuvo, si se mira su experiencia histórica. En la última parte del siglo XX, y bajo el clima político de Seguridad Nacional, aparecen otras instituciones, los Organismos No gubernamentales (ONGs), por ejemplo. Las que nos interesan, o acompañan o controlan (vía la programación, evaluación, etcétera) procesos sociales populares. Si los controlan, ya no son democratizadoras. Si los acompañan, pueden serlo. Para el caso latinoamericano, a los nuevos actores sociales surgidos en el Primer Mundo (mujeres, ecologistas, jóvenes y estudiantes) se les debe agregar otros propios del área: campesinos y pueblos originarios o profundos. También entre nosotros es factible un movimiento ciudadano (por el Estado de derecho y el régimen democrático de gobierno, por ejemplo, o contra la violencia).Todos ellos comparten el punto del paso desde identificaciones inerciales a identidades efectivas. Todos ellos contienen, por lo tanto, posibilidades democratizadoras. Pero pueden darse, asimismo, instituciones y movilizaciones a las que concurren sectores populares que no estén animadas por lógicas democratizadoras.
En la década de los noventa del siglo pasado, las revoluciones sociales anticomunistas en los países de Europa Central o del Este y la autodisolución de la Unión Soviética contenían el final de la Guerra Fría. El efecto para los regímenes democráticos (“poliárquicos” en la denominación de R. Dahl) occidentales postindustriales fue el de declarar que habrían triunfado ‘la’ democracia y el capitalismo. O, lo que es semejante, el capitalismo democrático. En la práctica esto quiere decir que no existe más régimen político democrático que el que se da en las sociedades capitalistas. Para las sociedades latinoamericanas este período coincide con el final de las dictaduras de Seguridad Nacional y también con el Consenso de Washington (un nombre periodístico) que es básicamente un listado de políticas económicas que debían seguir los países latinoamericanos para conseguir el crecimiento económico, una especie de neoliberalismo para América Latina. Estas políticas las recomendaban, entre otros, organismos internacionales cuyas ‘sugerencias’ resultan en la práctica vinculantes para economías que dependen de la inversión directa extranjera y de sus créditos.
Las medidas del llamado Consenso de Washington incluían la estabilidad de las finanzas públicas (gobiernos sin déficit), un nuevo enfoque y dirección del gasto estatal y gubernamental (menos inversión en educación y salud e inversión en infraestructura e investigación), nueva calidad de los impuestos (tornarlos más regresivos), liberalización financiera (el interés ligado al mercado cambiario sin control), tipo de cambio competitivo (quiere decir tendencia a una inflación cero), caída de las barreras aduaneras (liberalización del comercio internacional) y también de las reglamentaciones para la inversión extrajera directa (desregulación), privatización (achicar gobierno y Estado y transferir sus activos a la empresa privada), blindaje de la propiedad privada y desregulación de todos los mercados.
En este contexto, un gobierno sería “democrático” si era expresión de un Estado cuyas políticas públicas tuvieran las características anteriores. Más democrático todavía si era el resultado de procesos electorales de preferencia con dos partidos fuertes (bipartidismo). Consecuentemente, y ya en el siglo XXI, el gobierno de Estados Unidos apoyó la democratización de América Latina y también propuso el monitoreo de sus democracias (Bush Jr. Condoleeza Rice) por empresarios y tecnócratas. Esta última propuesta fue rechazada en la OEA. Pero América Latina se abrió significativamente hacia la que parecía la única democracia factible (la que coronaba políticamente un sistema económico neoliberal y era, al mismo tiempo, la única que se permitía) y en el 2001 aprobó una Carta Democrática Interamericana que condenaba los golpes de Estado y exaltaba el régimen democrático representativo. Por supuesto la receta para alcanzar el crecimiento económico sostenible, de acuerdo a las líneas del Consenso de Washigton, no funcionó, debido al carácter de las exportaciones latinoamericanas y a la desagregación interna, pero los funcionarios y tecnócratas afirmaron que las reformas habían sido insuficientes y que las cosas se arreglarían con más privatización, más inversión extranjera y más desregulación. Más mercado y menos Estado. Y régimen democrático de gobierno. A este tipo de régimen democrático, funcional al neolioberalismo versión latinoamericana, se le puede considerar “democracias” o poliarquías restrictivas. Son ‘restrictivas’ en varios sentidos:
a) funcionan sobre la separación, cuando no escisión, por sus lógicas, de los ámbitos político y civil de la sociedad. En el primero impera el bien común y se expresan ciudadanos; el segundo esta determinado por el interés privado y la capacidad racional para obtener ganancias o acumular capital: aquí la libertad, sin más restricciones que la legalidad vigente, pertenece al actor económico, trafique capital o consuma sopas enlatadas. Se trata de una libertad orientada al mercado y determinada por él. En el primer ámbito se trata de una libertad tutelada por el Estado cuya legislación, ‘casualmente’, promueve la libertad irrestricta para los actores económicos en cuanto ellos acumulen capital o consuman lo que ‘desean’. En el ámbito político, en cambio, está prohibido desear irrestrictivamente ‘cualquier cosa’, aunque parezca racional o grata: el auge de la pequeña y mediana empresa o el socialismo, por ejemplo, si ello afecta la lógica de acumulación de ganancias. Esta lógica es plataforma y techo de las elecciones posibles. La libertad consiste en elegir entre políticos y partidos que expresan y defienden el statu quo. Este último es la base dogmática de cualquier candidatura;
b) como corolario del recortamiento anterior la poliarquía restrictiva focaliza el acto electoral en sí mismo como eje de significación democrática. Se invisibiliza que el día de elecciones es un momento, con sus caracteres propios, sin duda, de procesos políticos ligados, por ejemplo, con las formas de propiedad y apropiación, con la distribución de la riqueza, con el acceso permanente de la ciudadanía a la información estratégica necesaria para poder elegir, con la génesis de las candidaturas en juego y su financiamiento, con la densidad del ‘mercadeo’ de imágenes en la publicidad electoral, con la viabilidad nacional e internacional de los programas presentados por las candidaturas, con los marcos jurídicos de los procesos, con las ‘aceptaciones’ culturales, etcétera. Aquí se escamotea la política como tensión/juego entre fuerzas sociales (y poderes) y se ofrece el siguiente mensaje: todo se resuelve (el futuro del país) el día de las elecciones. Se trata de un recorte que bordea lo mágico; en un país como Costa Rica, además, quien gana el día de las elecciones se comporta como si hubiera ganado todo: nadie tiene ya estatura ni calidad para interpelarlo. Menos la ciudadanía de a pie. El día electoral funciona así como factor providencial: al ganador, y sólo a él, le corresponderá, en los próximos cuatro o seis años, ‘salvar’ al país o mantenerlo en el ‘buen camino’;
c) la oferta electoral, con las limitaciones ya señaladas, es resuelta enteramente por los políticos profesionales y los medios masivos y, en algunos países, con la colaboración de los aparatos clericales. Toda iniciativa ciudadana con alguna autonomía es o bloqueada o mediatizada por el filtro de los políticos y de los medios que les acompañan. A este bloqueo y sesgo de las inquietudes ciudadanas y sociales se añaden las dificultades legales y administrativas para inscribir asociaciones de ciudadanos con capacidad para incidir en las elecciones. De esta manera los principales requerimientos de la ciudadanía o no aparecen del todo o toman los rostros del discurso oficial. Este aspecto se inscribe en el más amplio y básico punto de una ciudadanía forzada a “elegir” en ausencia de alternativas en sentido fuerte;
d) en las poliarquías restrictivas las organizaciones con ideologías alternativas al statu quo no consiguen inscribirse en los registros electorales, excepto que se comprometan a reproducir el ‘orden’ social existente. La represión sobre estas organizaciones es socio-cultural y también administrativa. La poliarquía restrictiva se abre así hacia un siempre-más-de-lo-mismo, aunque cuando los funcionarios electos varíen. Para acentuar este aspecto restrictivo, muchas veces el traspaso de mandatos se produce entre parientes (hermanos, cónyuges, hijos, sobrinos, etcétera) o hacia otros funcionarios y hasta empleados “de la más alta confianza” de quienes deben abandonar los cargos;
e) en la transición entre siglos los partidos políticos latinoamericanos tienden a carecer de una ideología (en el sentido de un proyecto-de-país-y-sociedad) que permita al elector diferenciarlos. Como es época de "buenos negocios" y no de ideas (porque ya no no resulta necesario pensar) resulta indiferente proponer metas estratégicas y procedimientos para llegar a ellas (excepto las usuales del 'desarrollo', la seguridad de la propiedad y la vida, detener la corrupción galopante, etcétera, promesas que nadie cumplirá). Cada gobierno hará lo que le dejen hacer los entornos y y el resultado será algo parecido. Es decir, más de lo mismo.El elector resuelve entonces por un más-de-lo-mismo varón o mujer, de ojos celestes u oscuros, gracioso o sin gracia, etcétera, o porque tradicionalmente siempre ha votado por ese partido que hace ya mucho dejó de serlo.La flacura ideológica contiene solo algunas exigencias políticamente correctas (nadie, si quiere ganar, debe declararse "populista", o defender a la fuerza de trabajo, o cuestionar la guerra mundial preventiva contra el terrorismo o la militarización de los conflictos sociales): en este sentido, los candidatos también resultan intercambiables. La debilidad o ausencia ideológica hace que quien resulte ganador se diferenciará en la práctica poquísimo de su antecesor y todavía menos de su sucesor. En un clima de siempre-más-de-lo-mismo, aunque fracase, porque no existe de otra, resulta evidente que las elecciones dejan de ser tales. Por supuesto existen países por el momento excepcionales en relación con este punto (Bolivia y Venezuela, por ejemplo), pero se procura aislarlos y aplastarlos.
Si el concepto de poliarquía (R. Dahl) remite a variedad de fuentes de información, autonomía asociativa y libertad de expresión, estas características no existen, excepto nominalmente, en las poliarquías restrictivas latinoamericanas que sí pueden jactarse, en cambio, de que todos los ciudadanos tienen potencialmente derecho a ocupar cargos públicos (quienes ganan son en verdad quienes acceden al “gran dinero”), que el sufragio es inclusivo y los padrones electorales limpios, y que los funcionarios ‘electos’ son legal y legítimamente quienes deciden en materia de política pública durante el tiempo de su mandato. Pero la legalidad y la legitimidad de los funcionarios es en gran parte función de los caracteres previamente negados: carácter no monopólico de la información, autonomía asociativa y libertad de pensamiento/expresión (régimen plural de opinión pública), partidos políticos ideológicos, de modo que tanto legalidad como legitimidad de los electos y de las instituciones en estas condiciones resultan polemizables. Y esto ocurre con independencia de que sectores de la población no tengan preparación ni tiempo para interesarse en los asuntos públicos, que la enorme diferencia de ingresos y el carácter patrimonialista y clientelar del Estado apodere diversos tipos de “clientelas” electorales o que la presión de organismos financieros resuelva qué caminos son factibles y cuáles están prohibidos.
En la mirada más amplia advertimos en este comienzo del siglo XXI y en relación con América Latina, la permanencia de las resistencias y luchas campesinas (y más ampliamente rurales) y de los pueblos indígenas, y un decaimiento de la movilización obrera, en el marco de un deterioro, difícil de revertir, de las condiciones de los trabajadores asalariados. También se advierte un mayor acceso de las mujeres a la educación y al mercado de trabajo y a las responsabilidades públicas, asimismo legislaciones inclusivas, mejorías que no van acompañadas necesariamente de transformaciones sustanciales de la dominación patriarcal. Jóvenes y estudiantes sufren un deterioro de sus posibilidades democratizadoras, en cuanto movimiento social, debido a su desagregación interna (el sistema se ha encargado de esto) y a que el acceso a la educación de calidad, y también tendencialmente a la salud, han pasado a estar determinadas por el mercado. Han alcanzado una clara presencia las movilizaciones ecologistas (que no consiguen articularse en un movimiento ecologista), de las cuales las con mayor contenido democratizador son las que corresponden a los ecologistas radicales, es decir a quienes vinculan el deterioro del planeta con el modelo de crecimiento económico impuesto planetariamente. En América Latina, podría considerarse también la movilización ciudadana (contra la violencia o por empleo digno, por ejemplo) como factible de autotransformarse en movimiento social popular. Las condiciones las ofrece el carácter transnacionalizado del poder político, la lejanía humana de los políticos profesionales y tecnócratasy el evidente fracaso de un sistema que insiste en carecer de alternativa.
Desde el ángulo oficial se han abierto líneas o posibilidades interesantes en países como Venezuela (existe al menos como idea la posibilidad de una organización autónoma de las bases populares; agitó asimismo la bandera de una democracia participativa coexistiendo con un régimen representativo, banderaque efectivamente logró hacer ruido), Bolivia (con su política de inclusión jurídica [con horizonte de inclusión cultural] de sus pueblos profundos), Nicaragua, por su creación constitucional de las regiones autónomas indígenas de la zona atlántica (también han hecho reconocimientos constitucionales acerca de la legitimidad humana de estos pueblos Colombia, Paraguay, Perú, México Brasil, ¡Guatemala!, Ecuador y Panamá), pero habrá que ver cómo se institucionaliza este reconocimiento. La propuesta que ha levantado la sección latinoamericana del Foro Social por una Segunda Independencia más o menos inscrita en el marco de la lucha contra el neoliberalismo y que por ello debería alcanzar contenido democratizador. Por el momento es solo un lema. Luego, existen señales y factores positivos, pero también hay situaciones y tendencias negativas. Han aparecido, en la jerga mundial dominante, Estados frustrados (México, Guatemala, por ejemplo), cuyos desafíos, se dice, no admiten soluciones democráticas. La guerra contra el crimen organizado, en especial el narcotráfico, va a la cabeza de una militarización de los conflictos sociales, asunto que interesa a la geopolítica de Estados Unidos pero que resulta negativo para los latinoamericanos. Pese a la Carta Democrática Interamericana (2001) han retornado los ‘golpes de Estado’ (Honduras, Paraguay) con anuencia estadounidense. La mundialización en su forma actual, con la extensión planetaria de la forma-mercancía, los mega-proyectos, las poblaciones “sobrantes”, las crisis financieras que golpean principalmente a la fuerza de trabajo, y en especial a los jóvenes y mujeres… no son el mejor entorno o marco para promover derechos humanos (que pueden ser factores de democratización). Para agravar la situación, derechos humanos viene agitándose, incluso por sectores de la Corte Penal Internacional, para que intervenga la OTAN, un aparato de destrucción y muerte. Si se añade que la tortura vuelve a ser propuesta como necesaria para combatir el terrorismo, al igual que se proclama nuevos tipos de no-personas (terroristas, musulmanes, desempleados, migrantes no deseados, etcétera), podría hablarse de una fase de exaltación por los poderes reinantes de valores 'democráticos' como parte de un simulacro generalizado y aceptado por los grupos dominantes en América Latina, simulacro que oculta la realidad de la no factibilidad de los valores democráticos de inclusividad y no discriminación en el sistema capitalista que configura al mundo moderno. Pero como este tipo de fenómenos también excita las experiencias de contraste que están en la base de las luchas populares y democratizadoras, pues podría decirse que existen asimismo, efectiva o virtualmente, espacios para horizontes de esperanza.
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En este trabajo se ha utilizado información de muy variadas fuentes. Podemos citar: Simón Bolívar. Escritos políticos; Fidel Castro: Segunda Declaración de La Habana; Ana María Carrillo: Economía, política y salud pública en el México porfiriano (1876-1910); Robert Dahl: La democracia y sus críticos; Pablo González Casanova (coordinador): América Latina: historia de medio siglo; Pablo González Casanova (coord.): Historia del movimiento obrero en América Latina; Hubert Herring: Evolución histórica de América Latina; Carlos Rama: El movimiento obrero y social en América Latina. Primeras experiencias (1830-1917); Giovanni Sartori: La democracia después del comunismo; Óscar Terán: Positivismo y nación en Argentina; Alain Touraine: América Latina. Política y sociedad; Leopoldo Zea: El positivismo en México.
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