Universidad, diciembre
2015.

   El título de este artículo es, en realidad, “Inocencia falsa, pero inocencia al fin”. Resulta extenso para el formato de un semanario. Se hace necesario agregar, además, que fue escrito un 28 de diciembre, mediodía que recuerda tanto la mitomanía católica (y quizás la judeocristiana) como una tradición de bromas que pueden alcanzar la estatura del “sin querer queriendo” del Chavo, él mismo un ingenuo ambiguo. La fórmula “el que crea en este día pasará por inocente”, perfectamente admite esta lectura: nunca Herodes mandó matar niños para evitar que existiera quien habría de sucederlo. Pero quizá no sean tan cándidos quienes han logrado que existan gentes en el mundo que se lo tragan.

   En todo caso, este artículo no habla sobre ocurrencias dizque religiosas. Versa sobre Costa Rica y su déficit fiscal que, a juicio de quienes entienden y quienes no, podría cambiar definitiva y abruptamente al país para peor. El desafío, en verdad, no es tanto el déficit fiscal sino que respecto a él no existe del todo acuerdo político de cómo enfrentarlo. Los Capuletto o julietos y los Montesco o romeos no se dan capacidad ninguna para llegar a acuerdos que convengan y malvengan a ambos (no existen acuerdos que favorezcan a todos todo el tiempo; por tanto han de buscarse tratos que favorezcan a algunos por cierto tiempo y luego a otros por otro tiempo. De ahí, vuelve a discutirse). Una de las familias no desea impuestos. Para su intransigencia, dispone valla insalvable: si no se baja la masa salarial de los empleados públicos no se aprueban nuevos ingresos que el Gobierno despilfarrará. El punto implica el traspaso de actividades públicas a empresarios privados. La otra familia estima que un menor financiamiento público, o su racionalización falsa, no puede atenderse con tratamiento de shock (excepto se desee romper nexos sociales con secuelas imprevisibles), sino que tendría que ser procesual y que, para salir del atolladero de los inmediatos semanas/meses, se requiere de nuevos ingresos vía impuestos. Una de las familias es tajante y ni siquiera admite tener posiciones de principio. La otra, sin duda más débil, acepta que podría considerar, y eventualmente conceder, cambios en los tiempos y caracteres de su propuesta. No lo dice, pero sospecha que los “conocidos de siempre” desean políticamente sacar todas las castañas del fuego con la mano del gato… tras ser responsables tanto de la hoguera como de poner las castañas. Como se advierte, familias irreconciliables y por el momento sin esponsales.

   En las guerras, los vencedores muestran manos sin sangre y medallas y a los perdedores se los lleva el putas. En la especie, las guerras constituyen procesos sin solución de continuidad porque sus individuos y agrupamientos poseen memoria. Vale incluso para quienes se saben llevados del putas, o sea los especialmente perdedores.

   Puestos a rezar, las guerras no resuelven nada. Conviene por tanto adoptar una inocencia ingenua, o sea que admite algún nivel de falsedad.

   Digamos, por ejemplo, cambiar las actitudes del enfrentamiento que conduce al colapso. Que quienes se saben más poderosos renuncien a aplastar. La renuncia podría tener tiempo: 120 años, por dar una cifra. Los llevados del putas y quienes se dicen sus representantes políticos (normalmente son insinceros) renuncian por su parte a vivir como antes (“antes” es el Estado con rostro social y algunas políticas e instituciones que confirman ese rostro), pero no se resignan a ser “nadie”. Para evitar que pasen a representar cero se abre paso a nuevas políticas sociales: efectivo seguro de desempleo que incluye calificación y recalificación de la fuerza de trabajo. La matriz imaginaria es aquí el pleno empleo. Educación pública de calidad (ojalá un único sistema educativo nacional) que facilite a quienes la cursan ser competitivos en todos los mercados, internos e internacionales. Salud pública o privada que no implique endeudarse hasta que a las familias se las lleve el putas. Prohibición penal de enriquecerse drenando intereses bancarios (plano rentista de la economía). La experiencia, de buena fe, se prolongaría poco más de un siglo y después de él, se volvería a discutir.

   Para llegar a este acuerdo lo único que se requiere es que se apague la Estrella de Belén. Esto, en opinión de Arthur C. Clarke (1955).
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