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Encuentro “Pensamiento Crítico, Sujetos Colectivos

y Universidad”, Universidad de la República,

Montevideo, Uruguay, septiembre 2011.

    

       Presentación.- El artículo propone posicionamientos para caracterizar analíticamente a los sujetos colectivos populares y liga estos posicionamientos con una crítica social del principio liberal de agencia como sensibilidad moderna y como criterio de vinculo entre las ‘otredades’ humanas. Ilustra estas cuestiones con un análisis del Convenio 169 sobre los pueblos indígenas de la Organización Internacional del Trabajo y compara este documento con la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia (2008). Finaliza indicando la urgencia para América Latina de mostrar/testimoniar su autoproducción de humanidad (autonomía y autoestima) en la actual crisis civilizatoria por la que atraviesa la Cultura Occidental.
 
    I.- Posicionamientos

    El carácter político popular de los sujetos colectivos

    Es el enfoque sociológico de un Primer Mundo autosatisfecho (T. Parsons) el que advierte acerca de la distancia entre actores, movimientos y sujetos sociales. Un actor social tiene su libertad constreñida por el sistema social. Un movimiento social se constituye mediante una acción colectiva cuya racionalidad (relación medios/fines) es función de su internalización ‘apropiada’ del sistema social. Si entendemos al sujeto social o individual como proceso de autoconstitución y autonomía animado por valores de liberación, inevitablemente transformadores y autotransformadores, esta última noción resulta incompatible con las nociones de actor y movimiento social determinadas como se ha hecho en las líneas de más arriba.

    No se hablará pues aquí de actores y movimientos sociales que, como tendencia, expresan un falso principio de agencia (cuyo sentido efectivo se vincula con integración, autodeterminación, autoestima, libertad, responsabilidad, capacidad orgánica para emprender acciones colectivas y  comunicarlas), sino de actores y movimientos sociales que, como proceso y tendencia, se han dado social y conflictivamente la capacidad de incidir desde sí mismos en la existencia sociopolítica creando escenarios (campos) y formas de lucha en el mismo movimiento en que procuran, también como proceso, darse los medios para alcanzar el éxito/fracaso en sus emprendimientos. Estos actores, movilizaciones y movimientos sociales encarnan, desde condiciones que ellos no determinan enteramente, el principio universal de agencia humana que es una de las ofertas culturales nucleares de la modernidad. Lo que aquí se sostiene es que el principio universal de agencia humana es incompatible con la propuesta de una sociedad que carece de alternativas en sentido fuerte. O sea que no requiere ni debe ser transformada.

    La cuestión anterior se vincula con una observación de C. Marx: “Los seres humanos hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, en circunstancias elegidas por ellos mismos, sino en aquellas circunstancias con las que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” [1].

    El texto puede leerse así: los seres humanos producen sus instituciones y la coordinación social que les da sentido con sus lógicas. Por ello, bajo ciertas condiciones, los mismos seres humanos pueden cambiar estas instituciones, sus lógicas y el sistema del que son expresión. Sin embargo esto no puede hacerse desde discernimientos puramente empíricos ni tampoco desde la sensibilidad dominante y de dominación que compleja y diversamente como ‘tradición’ y ‘actualidad’  penetra todo el sistema social. No es ésta la única lectura posible, puesto que la referencia de Marx se inserta en la crónica de un fracaso.

    Los “seres humanos” que organizada y críticamente se proponen y pueden cambiar el sistema social, son llamados aquí “sectores populares” o, si se prefiere, sujetos populares. Estos ‘sujetos populares’, sus acciones, personificaciones, movilizaciones y movimientos, pueden ser conceptualizados como sujeto popular. Sujetos populares y sujeto popular se expresan como emprendimientos colectivos. Un sujeto popular no existe sin las acciones efectivas y materiales (y sus institucionalizaciones) a que remite el concepto. El concepto de ‘sujeto’ popular es primariamente indicativo. No resuelve las distancias, conflictos ni tensiones que pueden darse entre los diversos actores-sujetos populares. Un sujeto popular es actor de un emprendimiento común. Es ‘común’ no por unitario sino por articulado. Para devenir articulado un emprendimiento debe constituirse como un ámbito de comunicación. Un emprendimiento popular debe superar el mito bíblico de la Torre de Babel.

 

   El término ‘popular’ es polisémico. Puede usarse como sinónimo de ‘ciudadanía’ (en la tradición liberal), por ejemplo, o como el variopinto sector de producidos como empobrecidos, vulnerables y sin prestigio/poder, sector diferenciado de los opulentos y capas medias, prestigiosas y con poder social, cuya vulnerabilidad posee un carácter diverso al de los distintos segmentos populares. En esta última descripción, un típico sector popular en América Latina sería el de los pequeños campesinos y, dentro de ellos, los indígenas relegados en el minifundio (reducciones). Que sean socialmente un sector popular no implica que su comportamiento sea el de un sujeto colectivo.

    En esta presentación se utiliza ‘popular’ no como un término sino como una categoría de análisis. Se considera social y objetivamente ‘popular’ a los sectores sociales e individuos que son objeto de dominación estructural (y, bajo ciertas condiciones, también situacional). Tal es el caso de los sectores (y pueblos) indígenas antes mencionados determinados en sus condiciones de existencia por dominaciones de tipo económico-social, jurídicas, étnicas y raciales. Igual cosa puede señalarse de las mujeres determinadas por la dominación patriarcal y su ligamen con una cultura sexoide (sexismo, machismo, fijación genital). Los trabajadores asalariados constituyen asimismo un sector popular al quedar su existencia determinada por la lógica del salario y la economía política que este salario expresa. Sectores sociales populares son, por lo tanto, objetivamente, todos los segmentos de población, con sus diversidades internas, que soportan o sufren una dominación, o varias, dominación o dominaciones que ellos no pueden alterar liberadoramente sin organización y movilización socio-política-cultural.

    Cuando grupos de un sector popular se mueven para conseguir reivindicaciones (mejores condiciones de trabajo, políticas públicas que respondan a sus necesidades, un ‘trato justo’ en la economía, etc.), hablamos de actores sociales populares. Cuando grupos semejantes se movilizan ligando aspectos reivindicativos con las condiciones estructurales o sistémicas que producen sus carencias o necesidades personales y grupales, hablamos de movilizaciones sociales populares y, si es del caso, de movimientos sociales populares. El ‘si es del caso’ hace referencia a la presencia cultural constante de esa movilización (lucha) social. Por su acción, las movilizaciones y movimientos de actores sociales populares los constituyen como sujetos colectivos con independencia de si son reconocidos jurídicamente como tales. Un actor popular se autoconstituye como sujeto colectivo desde prácticas que comprenden transformaciones subjetivas (integración, autoestima, irradiación, por citar tres) cuyo sentido básico puede determinarse, en el marco de concreción del principio universal de agencia, como un tránsito procesual desde identificaciones inerciales a identidades efectivas por autoproducidas y ofrecidas a otros sectores sociales. Este tránsito contiene autotransferencias de poder.

 

   Objetivamente y subjetivamente, entonces, existe un pueblo social, internamente desagregado, en las condiciones latinoamericanas, y muchas veces, internamente enfrentado. Objetiva y subjetivamente también puede construirse un pueblo político que es la expresión de esos sectores sociales populares dando luchas o reivindicativas (que suponen el sistema) o propiamente políticas (que buscan transformar liberadoramente el sistema). La muy conocida “Guerra del Agua” (Cochabamba, Bolivia, 2000) enfrentó a distintos sectores populares: campesinos y grupos urbanos de diversos estratos sociales, cocaleros, maestros y estudiantes, ciudadanos, contra la empresa transnacional de raíz estadounidense Bechtel y el gobierno boliviano (H. Banzer). La movilización popular adversaba no solo la privatización del abastecimiento de agua municipal, sino también exigía mejores salarios, el fin de la erradicación de cultivos de coca y denunciaba (civilmente) la represión policial y militar del gobierno. Se trató de una lucha popular de espectro amplio principalmente reivindicativa con alcances político-culturales cuyo desenlace y sentido, como parte o etapa de un proceso más básico, la gestación de un sujeto colectivo popular nacional, todavía está pendiente.

    Interesan en este trabajo, pues, los sujetos colectivos populares y su capacidad de incidencia político-cultural en las condiciones del capitalismo dependiente latinoamericano y en la fase actual de mundialización efectiva de la lógica del capital.
   
    Teoría crítica y pensamiento crítico desde América Latina

    Un segundo posicionamiento preliminar hace referencia a la expresión ‘pensamiento crítico’. El término se entiende aquí conceptualmente con un distinto carácter que el de ‘teoría crítica’. La teoría crítica, gestada en el seno de la primera fase de la Escuela de Francfort, se liga con la observación de C. Marx de que “en el método teórico es necesario que el sujeto, la sociedad, esté siempre presente en la representación como premisa” [2]. De la conflictividad de esta sociedad-premisa, Marx privilegia la lucha de clases. Ahora, la lucha de clases (inherente a un modo de producción dominante) contiene dos racionalidades ‘teóricas’: una imperante, determinada en lo básico para las sociedades modernas, por un positivismo metafísico y el cálculo propios de una razón axiomática e instrumental, y otra emergente o virtual: la que busca combinar la explicación de la relacionalidad constitutiva de opresión inherente al conflicto de clases y sigue de esta explicación analítica y de la praxis virtual (factible y exigida) que ella indica una normatividad emancipadora. Esta normatividad, y sus actores socio-político-culturales, es rechazada por la racionalidad dominante como imposible, irracional o prohibida, pero es factible en tanto puede ser objetiva y subjetivamente  encarnada por fuerzas sociales propias de un modo de producción y singularizadas en una situación y coyuntura socio-política dadas. La ‘teoría’ crítica contiene de esta manera una tensión entre un componente explicativo (o analítico) y un componente normativo o valorativo: lo a la vez factible y deseable e incluso vinculante [3]por liberador. El pensamiento crítico, que supone discusiones y decisiones, asume esta tensión.

    La primera distancia entre pensamiento crítico y teoría crítica la da el que el componente normativo (lo factible y deseable) puede ser visto por la segunda como una racionalidad. Escribe M. Horkheimer: “Los puntos de vista que la teoría crítica extrae del análisis histórico como fines de la actividad humana, ante todo la idea de una organización social racional y que corresponde a  la universalidad son inmanentes al trabajo humano, aunque no estén presentes adecuadamente en la conciencia de los individuos o en la opinión pública” [4].  El pensamiento crítico reemplaza el “análisis histórico” de la cita, legítimo hasta cierto punto en el plano del modo de producción, por el análisis socio-histórico, legítimo en los planos de la estructura social, la situación y el análisis de coyuntura. Al hacer este reemplazo, aparecen diversas racionalidades, o inteligencias, encontradas, no una racionalidad universal, cuyos sujetos significantes son actores populares y sus formas de organización ligadas a las condiciones de su lucha.

    Este desplazamiento afecta a la propuesta de ‘una organización social racional’ en el punto de partida de las luchas populares. En este punto de partida, resuelto abstractamente por Horkheimer con su referencia al “trabajo”, se encuentran variadas y muchas veces conflictivas ‘inteligencias’ derivadas de las condiciones de existencia social y de las percepciones (asunciones subjetivas) que los diversos sectores populares poseen sobre ella. Recuperando un señalamiento anterior, un pequeño propietario rural puede ‘sentir’ su tierra como una mercancía (en cuyo caso será proclive a venderla sin dejar por ello de cultivarla) o como raíz cultural (en este caso resentiría su venta o remate como una pérdida vital). Por supuesto se trata de un ejemplo abstracto. Una familia pequeño-campesina, y cada uno de sus integrantes, pueden albergar conflictivamente las dos sensibilidades, y otras, respecto de la tierra. En el caso de los indígenas rurales, su visión política puede adoptar los criterios de un indianismo (retorno al pasado precolombino), un indigenismo de inspiración mestiza (con caracteres al menos etnocidas) o una afirmación prospectiva de la legitimación social y humana de su cultura/nación y, con ello, de la legitimidad con que intentan producir, para si mismos y para otros, sus identidades. Estos posicionamientos diversos y conflictivos o encontrados expresan maneras distintas de ligar, por decir lo menos, espacio y tiempo. Suponen por tanto diversas maneras de sentir, discernir e imaginar la realidad y de existir (darse un lugar en o con ella). Contienen y testimonian, así, distintas racionalidades o mentalidades en el punto de partida. Una única racionalidad es factor siempre, en la experiencia humana, de algún tipo de punto de llegada (imaginario utópico) virtual (posible) o efectivo en sus modalidades de referente regulador o realidad material.

    El texto de Horkheimer utiliza asimismo el concepto de ‘trabajo’ como un referente integrador. En las modernas sociedades capitalistas el trabajo contendría, en su reverso, es decir por su ausencia, “la idea de una organización social racional y que corresponde a  la universalidad”. Se trata del trabajo obrero productivo y este punto también contiene legitimidad si se expresa en el plano del modo de producción. Pero se ve afectado y radicalmente si se lo considera en otros planos o campos de la existencia social: el de situación social, por ejemplo. Una situación social puede contener, o estar cruzada por muchos y variados, frentes de lucha. En situación social un obrero puede ser un adulto, una adulta, una joven, un joven, un niño, un anciano/a. Puede tener también un ingreso salarial constante y alto, medio, bajo. O el salario puede ser no constante e irregular. El trabajo de un obrero puede estar regulado por ley o no regulado. Esto quiere decir que en el plano de la situación social y respecto del trabajo productivo, visto desde el punto obrero básico aunque abstracto de la ‘ausencia’ (o presencia por ausencia de una referencia a una organización social racional), se integran, en el sentido de concurrir, diversos vectores de dominación sistémica que concurren a configurar identificaciones/identidades sociales singulares, procesuales, cambiantes y no intercambiables. En sencillo, no es igual ser obrero adulto que obrera joven (y más básicamente no es igual ser obrera que obrero) y en la diferencia concurren tanto la unidad/frente laboral como la vida en el ‘hogar’ o la existencia cotidiana en la calle. Una obrera de la maquila que acude a pie a su empleo no es idéntica, ni en cuanto obrera ni como ciudadana (por referir dos elementos de su identificación), a un obrero que transita en bicicleta desde su barrio a la empresa de telecomunicaciones donde realiza tareas de mantenimiento. El carácter ‘popular’ de su punto de partida social es, entonces, diverso. Puede incluso resultar conflictivo, por razones de sexo-género, por ejemplo. Pero los campos ‘populares’ que pueden configurar con sus luchas, y sus sentidos (alcances), son también diversos. El punto enfatiza, una vez más, la necesidad de una articulación constructiva de estas luchas más que su unidad o integración ‘abstracta’.

    El trabajo visto desde la ausencia, o sea desde un punto de vista popular, y en situación, puede resultar entonces inicialmente tanto integrador (de dominaciones) como desagregador. A la desagregación básica, determinada por el vínculo salarial, se agregan las desagregaciones generadas, por ejemplo, por las dominaciones patriarcal y generacional (adultocentrismo) o las determinadas por los vínculos campo-ciudad o la adscripción a un área dinámica o parasitaria de la economía. La jerarquía de estas desagregaciones es situacional y subjetiva-objetiva no inmediatamente estructural o sistémica, aun cuando pueda, o requiera, llegar a serlo. El paso desde una lucha situacional a una estructural o sistémica supone la mediación de luchas populares particulares y sus articulaciones.

    El punto de partida, entonces, de cualquier actor popular (y eventual sujeto colectivo popular) combina complejamente tanto factores de integración al sistema social (de dominación y de seguridad, básicamente) como dinámicas de desagregación y enfrentamiento (con sectores patronales, machistas, paternalistas, etc.) que constituyen, estas últimas, el motor y eje de una integración autónoma. La articulación positiva desde un punto de vista popular de estos factores desagregadores/integradores contiene como uno de sus factores un pensamiento crítico en situación. Sin embargo, para ser efectivamente crítico un pensamiento no puede encapsularse en un plano existencial, sino que debe constituirse como un sentir-discernir o inteligir e imaginar sistémico. En él se expresa la tensión constructiva entre pensamiento e imaginario popular y teoría crítica.

    La cuestión de la diversidad, por su gestación y sentido, de las racionalidades sociales populares muestra asimismo el distinto carácter que lo racional contiene tanto para el pensamiento crítico como para la teoría crítica original. Primariamente para el pensamiento crítico lo racional no se predica exclusivamente de una práctica intelectual sino que se dice de un proceso conflictivo de autoproducción de identidad (personal/social) efectiva. Este proceso conflictivo contiene sentires ligados a experiencias de contraste, discernimientos intelectuales, deseos y producciones imaginarias, horizontes de esperanza. ‘Pensar’ se dice de la articulación de estos tres momentos de la subjetividad de los individuos y sectores populares: sentir, porque sin irritación al menos ante lo que se debe experimentar socialmente (empleo, familia, acceso a servicios, trato cotidiano, expectativas, precariedad, provisoriedad, etc.) no es factible comprender o inteligir popularmente, cuestión que supone rechazos integradores de un falso sí mismo social; discernir porque desde ese sentir resulta necesario diferenciar las situaciones empíricas de las lógicas sistémicas que producen esas situaciones y también organizar/planificar procesos que parecerían conducir a un cambio de situaciones y estructuras sociales, e imaginar porque es con referencia a los horizontes utópicos o producción de esperanzas que adquieren sentido propositivo y convocador los sentimientos y emociones populares y sus diversas formas de expresión. Sentir, discernir e imaginar y su relación con un eje: expresar/comunicar, son tres aspectos del pensar que se desea popular. Sus desviaciones internas son el voluntarismo y la furia sin discernimiento, el intelectualismo puesto de manifiesto como dogma supuestamente universal sin referente o tensión existencial, y la ensoñación derivada de doctrinas metafísicas o de filosofías de la historia (según las cuales el cambio social radical es o inevitable, cualesquiera sean los comportamientos de los actores que lo requieren, o prohibido (imposible) por razones ‘naturales superiores’: la inevitable superioridad ‘humana’ de la acumulación de capital, por ejemplo). Estas desviaciones internas perjudican tanto las tareas de integración hacia adentro de un sujeto colectivo posible como su capacidad para irradiar su experiencia a otros sectores y avanzar en su articulación.


    El principio universal de agencia humana y su crítica social

    Resulta posible ahora señalar algunas determinaciones sobre el principio universal de agencia humana. Se trata de una referencia civilizatoria de la sensibilidad moderna cuyas expresiones básicas pueden hallarse, por ejemplo, en R. Descartes y su propuesta acerca de que una subjetividad individual (espíritu, razón) y, con ella, cualquier miembro de la especie humana, guiada con un método estricto, que no se deje sobrepasar por la voluntad, puede llegar al conocimiento verdadero. Una fórmula semejante, aunque no sobre la posibilidad de encontrar la verdad de las cosas, se encuentra en Kant y su planteamiento de que una sensibilidad humana universal, con condiciones a priori y una arquitectura del entendimiento también universal, constituyen los objetos del conocimiento posible. Con un enfoque afín, su ética es entendida como universal y a priori (independiente de las experiencias) y por ello formal e imperativa (vinculante universalmente). No tiene aquí  importancia que estos planteamientos contengan una carga eurocentrada, clasista y patriarcal, que bloquea su ‘universalidad’ y, al mismo tiempo, la extrapola sin mayor consideración sociohistórica, sino enfatizar el criterio que hace de la especie humana una productora de sentido y responsabilidad desde una ‘naturaleza’ universal determinada, aunque abstracta, que ‘desciende’ sobre todos y cada uno de sus individuos.

    Desde la anterior propuesta de una universalidad (en realidad un universalismo) que se expresa como individualidad igual y como carácter de la especie humana, posicionamiento que tiene un correlato económico-político-filosófico en el individuo que con su trabajo genera sus propiedades (riquezas, valores, instituciones políticas, cultura), como propone John Locke, sin considerar las tramas sociales (económico-sexuales-político-culturales, etcétera) en que estos ‘individuos’ y ‘especie’ inevitablemente se encuentran y expresan, construye John Stuart Mill, en el marco del utilitarismo del siglo XIX, y en una discusión contra la tiranía de los políticos (Gobierno), mayoría social y magistrados, (legislación), una noción de ‘libertad individual’ que considera a los heréticos (diversos radicales) como productores de legítimo sentido siempre y cuando sus acciones no lesionen a otros. El criterio de Stuart Mill es que el gobierno/Estado solo puede intervenir en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros cuando se trata de evitar daños a otros. Reitera: “La única parte de la conducta de todo ser humano de que es responsable ante la sociedad, es aquella que se relaciona con los demás. En lo que solo concierne a sí mismo, su independencia debe ser absoluta. Todo individuo es soberano sobre sí mismo, así como sobre su cuerpo y su mente” [5].

    Por supuesto, la expresión de Mill “todo ser humano”, es decir cualquiera y todos considerados uno a uno, no es en su discurso enteramente universal. Quedan excluidos de su soberanía los individuos o grupos que no se encuentren en la “plenitud de sus facultades”, es decir inicialmente niños y jóvenes, pero la lista puede extenderse. También deja fuera de su universalidad a los “estados atrasados de la sociedad” en los que la ‘raza humana’ debe considerarse aun en su infancia. En estos ‘estados’ “un gobernante con espíritu de progreso está autorizado para emplear cualquier medio que permita llegar a un fin que tal vez no podría lograrse de otro modo” [6]. Para estos ‘salvajes’ la tiranía resulta necesaria para su mejoramiento. Solo debe exigírsele al poder tiránico ser eficaz.

    Pero el criterio de universalidad falsa, por individual y abstracta, se mantiene: niños y jóvenes llegarán a la mayoría de edad (para Mill esto lo determina la legislación) y los ‘bárbaros’, es decir los colonizados, terminarán, en algún momento, resolviendo sus problemas mediante una discusión libre y equitativa. En ambos casos, ingresarán de hecho y derecho a la universalidad de la especie y al ejercicio de su libertad/responsabilidad individual. Debe advertirse aquí de inmediato que la ‘solución libertaria’ de Mill no es aplicable a los pueblos indígenas de América Latina (que no son infantes europeos ni tampoco bárbaros sino adultos con una diversa y legítima cultura) ni tampoco a las mujeres objeto de la dominación patriarcal (que son niñas, adultas y ancianas subordinadas al imperio patriarcal y en quienes puede delegarse una ‘autoridad’ administrativa). La liberación/libertad de estas mujeres no surgirá ‘naturalmente’ de su madurez ni tampoco la conseguirán si unilateralmente les es entregada por una legislación.

    Esto porque, en realidad, el principio de agencia humana universal trata sobre la libertad humana en cuanto ser social. El objeto que interesa a Mill es, en cambio: “… la libertad civil o social: es decir la naturaleza y límites del poder que la sociedad puede ejercer legítimamente sobre el individuo” [7]. Esta libertad es enteramente un fuero individual y remite a “aquella porción de la vida y de la conducta de una persona, que afecta solo a la misma o que, si afecta también a los demás, es solo con su libre, voluntario y franco consentimiento y participación”. Esta libertad individual se abre a tres características: el dominio interno del conocimiento (libertad de conciencia, libertad de pensamiento y parecer, libertad de opinión e inclinaciones en todos los campos de la existencia); en segundo término, la libertad contiene la libertad de aficiones y afecciones; en tercer lugar, Mill menciona la libertad de reunión o asociación con cualquier fin. “No hay sociedad que pueda llamarse libre, si no se respetan esas libertades en su conjunto, cualquiera sea su régimen de gobierno”, remata Mill [8].

    El límite de esta libertad absoluta de cada individuo es siempre el que las acciones emprendidas por ese individuo dañen a otros o le impidan ejercer esa misma libertad. Es la versión liberal del principio universal de agencia, enteramente compatible con el imperio de la ley, o de códigos morales de grupos particulares, en cuanto éstos son producidos mediante participación y consenso de los mismos individuos. Si examinamos esta presentación del principio universal de agencia encontramos que supone al menos una separación del vínculo entre individuo y sociedad, separación que se prolonga y acentúa por la afirmación de una mayor jerarquía íntima del individuo ante la sociedad. El orden jurídico se sigue ideológicamente de los individuos mismos, no de relaciones sociales (la acumulación de capital, por ejemplo, o el imperio adulto), de modo que estrictamente no se trata de un límite a la libertad individual. El sujeto es, por tanto, el individuo. Si se diesen sujetos colectivos, sus acciones y poder estarían supeditados internamente a las preferencias de cada individuo mientras no causaran daño a otros. No serían, por lo tanto, sujetos colectivos, sino agregaciones provisorias de individuos con propósitos, ligados a utilidades, que valoran comunes. El punto podría ilustrar la distancia entre una cooperativa que busca solamente resolver dificultades económicas de sus individuos asociados y una cooperativa cuyo referente axial es la autoproducción de humanidad alternativa ofrecida a otros y a sí mismos. Esta última cooperativa podría ser considerada un sujeto colectivo popular.

    Se torna necesario examinar críticamente los supuestos y propuestas de Mill desde un punto de vista popular. La escisión entre individuo y sociedad es enteramente ideológica y no factible para sentir/pensar e imaginar efectivamente las agrupaciones humanas. Los seres humanos son seres sociales que pueden individualizarse. Es analíticamente factible enfatizar el aspecto social o el individual, pero ambos caracteres vienen en el mismo paquete. No se los puede, excepto ideológicamente, separar y luego privilegiar sistémicamente a uno de los factores como superior al otro. El carácter de la existencia humana no radica exclusivamente ni en la comunidad o sociedad ni tampoco en los individuos-soberanos. No existen individuos humanos previos a las relaciones sociales que los constituyen. Estas relaciones (institucionalizadas) favorecen o perjudican expresiones de su individualidad posible. Y con ello, siguiendo a Mill, apoderan o desapoderan su libertad.

    Consideremos con algo más de detalle esta libertad. En cuanto movimiento se expresa como la capacidad de elegir autónomamente y, por ello, de discernir entre opciones. Si no existen opciones alternativas, en sentido fuerte, entonces no se puede elegir. Esto quiere decir que si todas las opciones se inscriben en un continuo sin solución de continuidad, es decir sin contraste radical, elegir resulta una ilusión. Si las opciones consisten en elegir entre más o menos dominio del capitalismo financiero, lo que se ‘elige’ es de todas maneras el capitalismo. Luego, elegir entre opciones, en su sentido fuerte, supone que los seres humanos posean o se den capacidades para producir estas opciones en el mismo movimiento en que subjetivamente producen su capacidad para discernir entre ellas y comunicarlas. El movimiento de una elección libre aparece en relación con una capacidad humana social e individual de producción de opciones y alternativas enfrentadas y disruptoras a las que se entiende como tales. Lleva razón Mill al señalar que la dinámica que produce alternativas resultaría vana si en el mismo movimiento no configura subjetividades capaces de discernir su carácter y alcance, para optar entre ellas. Pero optar tiene que ligarse con una opción crucial: o continuar con más de lo mismo o arriesgarse a su transformación radical aunque sea paulatinamente. La producción de elecciones autónomas y responsables no admite su reducción normativa a variaciones en el seno de un ‘siempre más de lo mismo’ propuesto metafísicamente, anulando su conflictividad posible, como no lesionando los intereses ni la autonomía de otros. Elecciones abstractas de este tipo no resultan efectivamente libres y de ellas no puede seguirse responsabilidad ninguna ni hacia un colectivo particular ni en relación con una universalidad de la experiencia humana.

    Aquí advertimos que la producción de alternativas y de subjetividades que desean informarse acerca de ellas para optar haciéndose responsables de su elección es, en Mill, un dato ‘natural’ de sociedades como la inglesa del siglo XIX. No es un dato ‘natural’ de los seres humanos, sino de un determinado tipo de organización social: “Como principio, la libertad no tiene aplicaciones a cualquier estado de cosas anterior a la época en que la humanidad haya sido capaz de progresar mediante una discusión libre y equitativa” [10]. De su propuesta enfatizamos dos aspectos: a) la separación ideológica entre instituciones e individuos (es decir la invisibilización de la producción histórico-social de las individuaciones) no vale ni siquiera para Mill. Sin las instituciones inglesas, y otras semejantes, que promoverían, en su opinión, la discusión libre y equitativa, la libertad señalada por él carecería de factibilidad; b) no es una realidad histórica evidente que las instituciones inglesas de mediados del siglo XIX (On Liberty se publicó en 1859) promovieran la discusión libre y equitativa con fines progresivos. Mill debería haber tenido claro esto, o al menos haberlo sospechado, porque diez años más tarde publicó The Subjection of Women (La esclavitud femenina) artículo en el cual denunciaba que el sometimiento femenino en Inglaterra tenía como referentes la administración libidinal patriarcal de la sociedad inglesa y sus efectos sobre las construcciones sociales de sexo-género, la educación, a la que la mujer no tenía acceso, y el matrimonio, es decir la familia. O sea que ni cultura sexual, educación formal y hogar ingleses eran espacios donde los desafíos propios de esos emprendimientos colectivos se resolvieran mediante discusiones ‘libres y equitativas’. En la civilizada Inglaterra de Mill, la mujer carecía de derechos al contraer matrimonio (su exclusivo horizonte) y su esposo era el único sustento familiar y el único responsable ante las leyes. Las mujeres inglesas, tras larga lucha, conquistaron el derecho al sufragio en 1917, es decir más de treinta años después de la muerte de Mill. Y, por supuesto, ni sufragio ni la legislación resuelven mágicamente las reclamaciones que él planteó en su texto de 1869.

    Es de suponer que el contrato salarial le parecía a Mill también el resultado de una discusión (o pacto) libre y equitativo. Un mecanismo social ‘progresivo’.

    Sin embargo aquí no interesa enfatizar los sesgos ideológicos y capitalistas del pensamiento de Mill, sino su reconocimiento tácito de que el principio de agencia resulta de la lógica que anima las instituciones del sistema social. No es un dato natural, sino humanamente buscado y producido. Su producción, como se advierte en su crítica de la situación de las mujeres, comprende la familia, la educación y la administración social de la libido. Agreguemos una lógica institucional más: la del trabajo (no del empleo). Y un referente de totalidad: la sensibilidad política.

    Si lo pensamos de esta manera, el principio universal de agencia humana (autonomía, libertad y responsabilidad) debe animar la lógica de todas las instituciones del sistema social y al sistema mismo como una de sus lógicas constitutivas. De esta manera los seres humanos tenderán a ser libres y responsables no de una manera abstracta, sino desde una inevitable diversidad y singularidad. Es decir podrán proponerse como sujetos personales y colectivos. Y en el caso que nos ocupa, como sujetos colectivos populares. No hablamos de una sociedad donde tendencial y abstractamente quepan todos, sino de sociedades e instituciones específicas animadas por una lógica de no-discriminación. Lo expuesto en estas últimas breves líneas es resultado de una crítica socio-histórica del principio de libre agencia liberal siguiendo el tramado discursivo con que lo propuso en su momento Mill. Agreguemos que este principio, aunque en su versión liberal-abstracta, anima al Estado de derecho moderno y también a derechos humanos, sin que importen demasiado aquí las ideologizaciones que se realicen acerca de este Estado y de los derechos estimados fundamentales.

    Concluyamos este aspecto de la discusión: para que sea posible y exista el principio universal de agencia y con él el Estado democrático de derecho y derechos humanos, el sistema social debe impulsar lógicas sociales institucionales (familia y economía, por ejemplo) que apoderen a los diversos sectores sociales e individuos de modo que puedan producir opciones sociales de todo tipo, incluyendo alternativas disruptoras, sepan elegir entre ellas y comunicar y compartir con otros el alcance de sus elecciones (apropiarse de su sentido). De esta manera los seres humanos, como tendencia, se tornan sujetos colectivos de su historia, es decir se autoproducen creativamente como libres y jurídica y moralmente se tornan responsables. En términos modernos, se hacen como dioses, aunque mueran. Por supuesto, en un sistema social con principios estructuradores de imperio, como el de sexo-género y los ligados a la acumulación de capital, el principio universal de agencia humana resulta no-factible. Políticamente imposible, con su alcance de ‘prohibido’.

    Conviene, muy esquemáticamente, presentar lo que sí resulta factible en sistemas que apoderan, unilateral o principalmente la lógica de acumulación de capital (y otras dominaciones que le resultan concomitantes). Los escritos del también inglés John Locke (principalmente el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil) trazan el siguiente panorama: desde una ideología del trabajo individual como productor de valores de uso cuya propiedad absoluta es de quien los produce, Locke concluye que los valores de uso, producto del trabajo, son una extensión del cuerpo biológico de quien trabaja y que por tanto atentar contra la propiedad personal derivada del trabajo equivale a agredir  la vida del propietario y por ello debe considerarse un delito de lesa humanidad (el violador se pone en estado de guerra no solo contra el propietario específico sino contra la humanidad toda). Como los perecibles valores de uso iniciales pueden ser hechos equivalentes a valores no perecibles y de cambio (mediante el oro o el dinero), el atesoramiento y acumulación de valores (riqueza/propiedad de cualquier tipo) tienen las mismas características que el resultado directo del trabajo humano: son tan inviolables como la existencia biológica. En este punto se debe agregar un planteamiento supletorio: el atesoramiento/acumulación derivado de la gran riqueza/propiedad es la fórmula más racional de producción. Más racional equivale a más humana. De esta manera la lógica de acumulación de capital es racional y humaniza más que cualquiera otra lógica de coordinación de la existencia social. Actuar contra esta coordinación supone un empobrecimiento civilizatorio (humano) y pone a los agresores en estado de guerra contra la humanidad. Son no-personas y deben ser tratados como fieras dañinas, es decir eliminados o enteramente sometidos. En su época, Locke consideraba ‘eliminables’ a los mendigos (mujeres, varones, niños) porque intentaban existir mediante el trabajo ajeno.

    Como se advierte, en este planteamiento de economía política, previo a Mill, la lógica sistémica corresponde al predominio unilateral del capital, no a seres humanos. La lógica de la acumulación hace la historia. La acumulación de capital es el motor progresivo, por humanizador, de la historia. Los propietarios no son sino una personificación transitoria y derivada de una lógica invariante. Los seres humanos no son sujetos autónomos, sino solo personificaciones del Sujeto que se ha separado de los seres humanos y los domina, aunque ha sido producido (como lógica social) por ellos. Los seres humanos no son aquí dioses, sino creaturas al servicio de un Dios que es la acumulación de capital. Esto vale para los propietarios y también para quienes venden su fuerza de trabajo plegándose ‘libremente’ a la más alta racionalidad posible. Esta racionalidad no les concede propiedad económica ni sobre su existencia pero sí alguna seguridad social dentro de un sistema en el cual a estos poseedores de solo fuerza de trabajo no les resulta factible elegir. En términos teológicos, servir al capital, salva aunque de distinta manera tanto a los propietarios como a los trabajadores. En relación con la acumulación de este capital al ser humano, propietario o ubrero, no le resulta factible elegir. La acumulación de capital sin solución de continuidad resulta el metro de toda humanidad posible.

    La referencia al discurso ideológico de Locke facilita introducirse a las posibilidades populares que ofrece la propuesta sobre la universal agencia humana de Mill. En la presentación de Locke, no existe autonomía efectiva para ningún ser humano dentro de la acumulación de capital. En la propuesta de Mill, la libertad humana es factor y resultado de una sociedad moderna y civilizada. Solo que las instituciones de esta sociedad en la que Mill cree no podrían estar animadas por la lógica de acumulación de capital. Todavía se entiende mejor esta diferencia cuando hoy, desde Estados Unidos, donde Locke forma parte de su ‘religión civil’ aunque no se le haya leído, se propone la tesis de que quienes tienen derechos humanos o fundamentales son las corporaciones transnacionales (supremos ámbitos de racionalidad) por encima de las personas y de los daños que la acción corporativa inflija a la Naturaleza.

    Aquí no se discute una situación de facto, derivada del poder de las transnacionales y del chantaje de las instituciones internacionales y de las ‘necesidades’ de los Estados latinoamericanos y sus dirigencias, por ejemplo, de contar con inversión extranjera directa, sino la existencia de una doctrina y una sensibilidad que permite juzgar de acuerdo a razón y como indicador civilizatorio las guerras por el control de recursos, como el petróleo o el agua, el asentamiento de industrias de maquila y de zonas francas, los megaproyectos que ven la Naturaleza como obstáculo para el crecimiento económico y el comercio, y la corrupción y venalidad de los actores económicos (locales e internacionales), si ello favorece el crecimiento económico y la acumulación global. El aclamado periodísticamente “éxito de China”, centrado en las condiciones inadmisibles que se da a su fuerza de trabajo y en el desprecio por los costos ambientales, y su exportación principalmente a África, son la mejor señal, aunque no la única, del deterioro generalizado de la sensibilidad en relación con derechos humanos de las personas (en especial de los trabajadores y, entre ellos, de las mujeres) y del auge de los derechos absolutos de la acumulación global [11]. Este desplazamiento antihumano respecto del carácter del 'sujeto' no puede ser ignorado si se quiere discutir la cuestión latinoamericana y mundial de eventuales sujetos humanos colectivos.

    II.- La cuestión de los sujetos colectivos en América Latina    

    Legitimación cultural del sujeto colectivo    

    De los posicionamientos anteriores se sigue que en las sociedades modernas de cualquier tipo (postindustriales o subdesarrolladas, por ejemplo), la expresión “sujeto” supone el reconocimiento jurídico de un actor social, reconocimiento que le entrega capacidades subjetivas y obligaciones. El reconocimiento jurídico efectivo, es decir que alcanza capacidad de incidencia y legitimidad sociales, se configura al menos mediante tres frentes que pueden ser al mismo tiempo fases: una lucha social por el reconocimiento, que puede entenderse como lucha de un colectivo por constituirse y ser reconocido como sujeto/sector; una positivización normativa de las condiciones que permiten al sector interpelar y cuestionar al Estado y a otras instancias en los circuitos judiciales internos o internacionales, y la inserción del carácter de ese sujeto colectivo y sus demandas en la cultura o sensibilidad política (ethos político) de una formación social. Este último frente supone la legitimación cultural del sujeto colectivo y sus acciones por la mayoría de la población con sus alcances de presencia y resiliencia (persistencia) para la existencia cotidiana. También supone algún tipo de reconfiguración de la cultura política imperante.

    Es posible ejemplificar la cuestión anterior mediante dos ejemplos abstractos. La organización de los trabajadores asalariados en un sujeto colectivo se sigue ‘naturalmente’ de su situación de desventaja ante la parte patronal en el proceso de trabajo. Este sujeto colectivo se expresa principalmente mediante el sindicato, la negociación colectiva y la huelga. En la fase de lucha estas formas de acción colectiva pueden ser ilegales, legales unas y otras no, o incorporadas todas con ciertas determinaciones al derecho laboral. En el último caso, las organizaciones de los trabajadores pueden presentar sus necesidades y pretensiones legalizadas en los circuitos judiciales y obtener algún tipo de resolución jurídica respecto de ellas. Pero la legitimidad de sus reivindicaciones solo se obtendrá si la mayoría de la población, mejor o peor involucrada en las demandas de los trabajadores, las estima pertinentes y positivas para la existencia social e incluso para su muy diferenciada existencia particular. Si por el contrario, el sindicato es valorado socialmente como “un grupo de vagos que no desea trabajar y que protege a los incompetentes y flojos que quieren ganar sin hacer nada”, y las convenciones colectivas se consideran “abusos inaceptables” regaladas por políticos que las cambian por votos, y la huelga es llamada “terrorismo pasivo” y el calificativo (brutal, por lo demás) despierta socialmente aceptación y admiración por su ‘justicia’, entonces las acciones de este sujeto colectivo, los trabajadores, carecen de peso cultural y su incidencia socio-política será escasa o negativa. Sus acciones mismas resultarán fácilmente desviadas o negadas por otros actores e instancias sociales, incluyendo los circuitos judiciales, y su carácter de sujeto (integración, autonomía, capacidad de incidir, responsabilidad) será más una polémica que un dato de la existencia social. Se ha ejemplificado aquí con la mejor situación posible para ese actor popular, los trabajadores asalariados, que es la de su reconocimiento jurídico como sujeto de derecho, es decir capaz de emprender acciones o ser actor en los tribunales. Pero ese reconocimiento legal puede flotar muy por encima de la realidad social. La cuestión del sujeto colectivo no se resuelve entonces meramente por su reconocimiento jurídico aun cuando éste resulte importante o significativo.

    La segunda ejemplificación nos dice que la unidad móvil combatiente (Che Guevara) es un tipo de actor/sujeto colectivo no parlamentario e ilegal que intenta incidir desde sí mismo en la correlación de fuerzas (economía política, cultura, Estado) de una determinada formación social desplegándose como un Ejército del Pueblo. Obviamente este tipo de unidad móvil combatiente no aspira a ser aceptado jurídicamente como tal. Pero su incidencia político-cultural puede legitimarlo. Si es así, diversos sectores de la población se autoconvocarán para asistir o acompañar de diversas maneras a esta unidad móvil combatiente y harán realidad su propósito de configurar un ejército popular. La cuestión del reconocimiento jurídico no resulta entonces, para los sujetos colectivos populares y alternativos, una cuestión decisiva. Las cuestiones decisivas pasan por la integración/autoestima internas (identidad) y su irradiación, entendidos ambos como procesos abiertos, y el reconocimiento político-cultural. Esta última es la cuestión y lucha por la hegemonía que puede contener, como en este caso, una contrahegemonía. Si la lucha por la hegemonía se pierde, o si no se avanza/triunfa en ella, el actor/sujeto colectivo popular se abre a una derrota estratégica.

    Los ejemplos anteriores, aunque tienen como referencia situaciones sociohistóricas, son abstractos. Solo indican que la constitución de un sujeto colectivo y su acción se inserta en correlaciones de fuerza social cuya composición puede ser altamente compleja y delicuescente de modo que no puede valorarse con apreciaciones simplistas como la pareja ‘favorable/desfavorable’[12].  Un ejemplo, menos abstracto que los anteriores, permitirá introducirse con más detalle a esta situación.

    Uno de los primeros instrumentos internacionales que reconoce sujetos colectivos en América Latina son las Convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre los pueblos indígenas. Hay dos, uno de 1957 (Convenio 107), muy criticado por su enfoque integracionista, y el actual (Convenio 169), aprobado el año 1989. “Enfoque integracionista” quiere decir que se realiza desde la superioridad del modelo occidental de existencia (crecimiento, desarrollo, modernización, etcétera) lo que, desde el punto de los pueblos indígenas, puede valorarse como etnocida. En el Convenio 107, por tanto, no existía lugar para el sujeto colectivo “mapuche” o “aymara” sino a partir de su extinción cultural. El Convenio 169 intenta remediar esta desviación y se propone respetar a los pueblos indígenas por su valor como sujetos colectivos. Con ello, se reconoce formalmente el carácter cohesionador e indentitario legítimamente humano de sus culturas. Así, el artículo 2 del Convenio contiene un inciso b que señala: “(Los gobiernos deberán incluir medidas)… que promuevan la plena efectividad de los derechos sociales, económicos y culturales de esos pueblos, respetando su identidad social y cultural, sus costumbres y tradiciones, y sus instituciones” [13]. También en los considerandos se enfatiza este reconocimiento de los pueblos indígenas como actores/sujetos colectivos y de la legitimidad social y humana de sus culturas: “… Reconociendo las aspiraciones de esos pueblos a asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y de su desarrollo económico y a mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones, dentro del marco de los Estados en que viven”.

    El punto se encuentra por todo el documento. Por ejemplo, en la Presentación se habla sobre “…el reconocimiento de su carácter de pueblos, el respeto a sus formas de vida y de su desarrollo económico, el derecho sobre sus tierras y territorios.” En la muy espinosa cuestión, porque toca el punto de los modelos de crecimiento económico, de la territorialidad, el convenio indica: “Deberá reconocerse a los pueblos interesados el derecho de propiedad y de posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan (…) Los gobiernos deberán tomar las medidas que sean necesarias para determinar las tierras que los pueblos interesados ocupan tradicionalmente y garantizar la protección efectiva de sus derechos de propiedad y posesión (…)  Deberán instituirse procedimientos adecuados en el marco del sistema jurídico nacional para solucionar las reivindicaciones de tierras formuladas por los pueblos interesados (…). Los derechos de los pueblos interesados a los recursos naturales existentes en sus tierras deberán protegerse especialmente. Estos derechos comprenden el derecho de esos pueblos a participar en la utilización, administración y conservación de dichos recursos (…) En caso de que pertenezca al Estado la propiedad de los minerales o de los recursos del subsuelo, o tenga derechos sobre otros recursos existentes en las tierras, los gobiernos deberán establecer o mantener procedimientos con miras a consultar a los pueblos interesados, a fin de determinar si los intereses de esos pueblos serían perjudicados y en qué medida, antes de emprender o autorizar cualquier programa de prospección o explotación de los recursos existentes en sus tierras. Los pueblos interesados deberán participar, siempre que sea posible, en los beneficios que reporten tales actividades, y percibir una indemnización equitativa por cualquier daño que puedan sufrir como resultado de esas actividades” (# 14 y 15). Desde un ángulo positivo, se reconoce aquí el derecho a la propiedad y uso (económico-cultural) de los territorios ocupados de los pueblos indígenas y, también su carácter de interlocutores legítimos, en tanto sujetos colectivos, del Estado y del Gobierno no indígena. Se les debe consultar si aceptan que esos territorios sean incorporados a las lógicas de la mundialización actual. ‘Consultar’ es algo. Al menos se les pregunta. Que se respete su capacidad de respuesta es otra cosa.

    Como se advierte, en la redacción de estos artículos aparece ya alguna trizadura respecto del alcance del reconocimiento pleno como sujetos de derecho de los actores indígenas en cuanto actores/sujetos colectivos. ‘Consultarlos’ no contempla hacerles caso. Se trata de un procedimiento y el resultado de la consulta no es vinculante. Y, en el mismo articulado, cuando se habla de los beneficios económicos que pueden resultar de la operación no indígena en los territorios nominales de éstos, se dice que los pueblos indígenas deberán participar de ellos “siempre que sea posible”. Si hay algún daño para esos pueblos, la reparación será económica (indemnización equitativa), no cultural. Ahora, para un pueblo como el mapuche (en Chile y Argentina), por ejemplo, un daño a sus territorios es un asunto cultural que no se resuelve 'felizmente' con una indemnización en dinero. Es como si a un empresario capitalista quisieran “contentarlo” por un daño a su propiedad/posesión con un saludo moral o una palmadita en la espalda.


    Si retrocedemos a los considerandos, encontramos otra trizadura en relación con la autonomía étnica de los pueblos indígenas, Dice el texto: “Observando que en muchas partes del mundo esos pueblos no pueden gozar de los derechos humanos fundamentales en el mismo grado que el resto de la población de los Estados en que viven y que sus leyes, valores, costumbres y perspectivas han sufrido a menudo una erosión”. El supuesto es que los pueblos indígenas y sus culturas se ‘erosionan’ porque no pueden gozar de derechos humanos (occidentales). La consideración es enteramente etnocéntrica y acepta una propuesta radicalmente opuesta: la cultura de los pueblos indígenas sufre precisamente por la práctica de unos derechos humanos occidentales que no reconocen la humanidad legítima de las experiencias indígenas en cuanto indígenas. Lo contrario equivale a establecer que derechos humanos en su propuesta occidental son una “pomada canaria” que resuelve progresiva e indistintamente todos los males del mundo. El punto también afecta a la autonomía del actor/sujeto colectivo “pueblo indígena” que el convenio dice querer reconocer.

    La maleabilidad del lenguaje, que disminuye el valor de la convención en detrimento de los pueblos indígenas, está asimismo por todas partes. Su epítome aparece en el artículo 34: “La naturaleza y el alcance de las medidas que se adopten para dar efecto al presente Convenio deberán determinarse con flexibilidad, teniendo en cuenta las condiciones propias de cada país” (itálicas nuestras). La ‘flexibilidad’ la resuelve el gobierno no-indígena ni tribal, de modo que la convención tiende a asemejarse a los derechos económicos, sociales y culturales pactados en Naciones Unidas que tienen un carácter “progresivo”, o sea podrían cumplirse cuando se tengan los suficientes recursos para ello. Y las "condiciones propias del país" las resuelven unilateralmente el Estado y el gobierno no-indígenas y sus tecnócratas transnacionalizados nutridos por la lógica de la acumulación global.

 

   Un sentimiento semejante propone el artículo 6: las consultas que se lleven a cabo en la aplicación del convenio deberán efectuarse de buena fe y de una manera apropiada a las circunstancias. Cuales sean esas ‘condiciones apropiadas’ derivadas de la ‘buena fe’ puede sospecharse leyendo el artículo 7: “Los pueblos interesados deberán tener el derecho de decidir sus propias prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo, en la medida en que éste afecte a sus vidas, creencias, instituciones y bienestar espiritual y a las tierras que ocupan o utilizan de alguna manera, y de controlar, en la medida de lo posible, su propio desarrollo económico, social y cultural” (itálicas nuestras). Como se recordará, ante la acumulación y crecimiento globales nada ni nadie, de modo que ‘en la medida de lo posible’ equivale a no factible siempre. Esto sin tomar en cuenta que para los pueblos indígenas ‘el desarrollo’ occidental usualmente contiene muy malas noticias. El lenguaje maleable no apodera el principio de agencia desde sí mismos de los actores/pueblos indígenas.

    El artículo 8 subordina a los pueblos indígenas a los procedimientos jurídicos vigentes en el Estado-nación y sus pactos, sean estos pueblos indígenas mayorías o minorías: “Dichos pueblos deberán tener el derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos”. El punto pasa por encima del carácter etnocéntrico e ideológico de los derechos fundamentales pactados en Naciones Unidas (por representantes de Estados, no por pueblos) que han servido precisamente para negar derechos humanos a las culturas diferentes a Occidente o con un enfoque político diverso de sus instituciones políticas. Y si consideramos la legislación interna de los países latinoamericanos, y sobre todo las acciones de sus circuitos judiciales, éstas suelen ser clasistas y racistas. De modo que 'legislaciones' y 'derechos fundamentales' pactados local e internacionalmente más que un dato deberían constituir y contener una o varias discusiones desde la perspectiva de los pueblos indígenas.

    La arrogancia etnocéntrica se pone también de manifiesto en el artículo 27 que se ocupa de otro tema sensible: la educación: “…los gobiernos deberán reconocer el derecho de esos pueblos a crear sus propias instituciones y medios de educación, siempre que tales instituciones satisfagan las normas mínimas establecidas por la autoridad competente en consulta con esos pueblos”. ¿Se 'consultará' a pueblos a los que se considera en minoría de edad? ¿Qué sociedad latinoamericana ladina o blanca (¿?) puede defender con seriedad que posee una educación pública de calidad tal que permita imponer sus ‘normas mínimas’ a los pueblos indígenas? Y si estas normas mínimas entran en conflicto con el ethos sociocultural de esos pueblos indígenas, ¿de dónde extrae su legitimidad la ‘autoridad competente’ si no es del poder socio-político que detenta contra otros, en particular los culturalmente diversos?

    Como se advierte, el texto mismo del Convenio 169 de OIT resulta altamente polémico puesto en relación con la categoría de ‘actor/sujeto colectivo popular’, que es lo que aquí se discute, puesto que su determinación de los pueblos/naciones indígenas los hacer ver más cercanos a la referencia abstracta de “ciudadanos” de un Estado-nación no indígena que a la de pueblo étnicamente diverso y autónomo que podría aceptar la categoría de ciudadanía efectiva siempre y cuando antes se le acepte su plena legitimidad humana en cuanto indígena (mapuche o aymara, por ejemplo).

    El punto que interesa destacar de esta discusión es que el principio universal de agencia humana contiene el desafío planteado por el ‘otro’ o ‘los otros’. Si existe una única humanidad (cuestión no discutible en términos de especie biológica, pero altamente polémica en términos político-culturales), será plural. O sea de diversos, aunque articulados.

    Agreguemos algunas cuestiones situacionales-sistémicas. Los pueblos indígenas en América Latina son usualmente minorías poblacionales rurales y urbanas, excepto en regiones específicas de países como Guatemala y Bolivia. Además de minorías, sus diversos pueblos y culturas suelen estar desagregados y no raramente enfrentados entre sí por causales diversas incluso ideológicas y clericales. No existe realmente la mayor parte de las veces, o sea política y culturalmente, un pueblo indígena como actor/sujeto colectivo, aunque sí existen comunidades indígenas. Con mayor razón no existe un sujeto colectivo indígena popular. Sectores de pueblos indígenas pueden autoconstituirse como sujetos colectivos y desde esta constitución convocar a otros, indígenas y no indígenas, en sus luchas por alcanzar legitimidad político-cultural. Pero en las condiciones latinoamericanas se trata de un fenómeno poco frecuente, si es que él ocurre. Además de que estos grupos no se configuran como un espacio de reconocimiento y comunicación interno, el resto de la población (indígenas ladinizados, mestizos, blancos, ciudadanos, autoridades públicas, tecnócratas), la mayoría social y cultural, ignora, desprecia o rebaja a los indígenas tornándolos pintoresco folklore. Esto, cuando no los acosa, agrede y mata. Debe recordarse que las actuales sociedades latinoamericanas se conformaron desde un gigantesco genocidio (el más amplio y numeroso de la historia) y etnocidio (incompleto) que, hasta finales del siglo XX, se celebró como Día de la Raza. Con hipocresía hoy se le suele llamar Encuentro de Culturas. Al desprecio racial-étnico puede agregarse que los sectores indígenas suelen ser considerados refractarios al ‘desarrollo’. La capacidad de los grupos indígenas para convocar solidaridad externa resulta entonces reducida y se agrava por sus divisiones internas. No debe sorprender que el Convenio 169 no les haga justicia. Pese a su resistencia, los pueblos indígenas, no han logrado establecerse como sujetos colectivos y populares significativos en relación con los grupos mayoritarios y dominantes. Por eso un ‘convenio’ surgido “desde arriba”, aunque en él hayan participado personalidades indígenas, resulta flojo. Una iniciativa “desde arriba” no puede reemplazar la lucha desde sí mismo que es factor indispensable en la constitución tanto de un campo, social y simbólico, legitimable de lucha como de un actor/sujeto colectivo popular.

    Puede añadirse que la OIT, con independencia de su buena voluntad, si es que la tiene, es un organismo tripartito en el que sus tres sectores (gobiernos, empresarios, trabajadores) tienen en común el estar integrados en el sistema (aunque de diversa forma). Los pueblos indígenas ni están integrados ni desean ser asimilados. Desean ser reconocidos como expresión legítima de humanidad, que es distinto. Ahora, ni siquiera los reclamos y denuncias autónomos de los trabajadores integrados pueden prosperar en la OIT porque el sector se encuentra en minoría ante gobiernos y empresarios. Por ello el específico Convenio 169 es particularmente flojo en su peso jurídico, aun sin considerar el que pocos países lo acuerpan, porque la OIT carece de capacidad de sancionar su violación, aun si tuviera la voluntad de hacerlo. Pero se insistirá aquí en que éste es un elemento menor. El principal factor que bloquea la existencia de un sujeto colectivo indígena efectivo en América Latina, y en cada uno de sus países y regiones, es la inexistencia o debilidad del trabajo político-cultural necesario para crearlo.

    Conviene aquí hacer alguna referencia, puntual, a modo de contraste con el documento de la OIT, a las situaciones determinadas para los eventuales sujetos colectivos indígenas (que deberían ser populares en el sentido de alternativos) en la Constitución actual de Bolivia.


    La Constitución de Bolivia (2008) se abre con dos párrafos que constituyen la clave para el asunto que nos ocupa: “En tiempos inmemoriales se erigieron montañas, se desplazaron ríos, se formaron lagos. Nuestra amazonia, nuestro chaco, nuestro altiplano y nuestros llanos y valles se cubrieron de verdores y flores. Poblamos esta sagrada Madre Tierra con rostros diferentes, y comprendimos desde entonces la pluralidad vigente de todas las cosas y nuestra diversidad como seres y culturas. Así conformamos nuestros pueblos, y jamás comprendimos el racismo hasta que lo sufrimos desde los funestos tiempos de la colonia.// El pueblo boliviano, de composición plural, desde la profundidad de la historia, inspirado en las luchas del pasado, en la sublevación indígena anticolonial, en la independencia, en las luchas populares de liberación, en las marchas indígenas, sociales y sindicales, en las guerras del agua y de octubre, en las luchas por la tierra y territorio, y con la memoria de nuestros mártires, construimos un nuevo Estado” (Preámbulo).

     ‘Rostros diferentes’, ‘pluralidad vigente de todas las cosas’, ‘nuestra diversidad como seres y culturas’. Se trata del carácter variopinto radical de la existencia humana y con ello de la cuestión de las ‘otredades’. Esta ‘variedad’ puede deberse a la existencia de imperios (división social del trabajo, por ejemplo, una administración libidinal sobrerrepresiva, imposiciones etnocentradas, etcétera) y ello supone su conflictividad. Por ello este preámbulo de la Constitución boliviana habla también de las luchas sociales y se pone en condiciones de reconocer su legitimidad. Luchas sociales cuya referente es la ausencia de discriminación no desde un denominador básico común (el sujeto de vida, por ejemplo), sino el de las existencias plurales en ausencia de imperios y expresadas en instituciones animadas por lógicas de no-discriminación. Se trata de un preámbulo alentador extraído desde la sociohistoria de Bolivia.

    El párrafo siguiente de la Constitución contiene un desafío a la lectura anterior. Reza: “Un Estado basado en el respeto e igualdad entre todos, con principios de soberanía, dignidad, complementariedad, solidaridad, armonía y equidad en la distribución y redistribución del producto social, donde predomine la búsqueda del vivir bien; con respeto a la pluralidad económica, social, jurídica, política y cultural de los habitantes de esta tierra; en convivencia colectiva con acceso al agua, trabajo, educación, salud y vivienda para todos”. ‘Igualdad entre todos’ no resulta compatible con los desafíos contenidos por la ‘otredad’. Los ‘otros’, que somos todos, no desean ser iguales, buscan que se les respete en sus diferencias y diversidades de modo que ellas no se traduzcan en un trato que los inferiorice. El criterio aquí no es el de igualdad (abstracta), sino el de no discriminación. Por lo demás, si se pide la complementariedad, ¿cómo podría existir ella en la igualdad? La propuesta de igualdad revela un criterio universal-formal que no aborda ni despeja los autoritarismos y dominaciones. La práctica de la no-discriminación admite la complementariedad, la solidaridad no formal, la búsqueda de armonía, el respeto a lo diferente, el “vivir bien”. No es asunto terminológico. Versa sobre la lógica fundamental de una coordinación social alimentada por el principio universal de agencia entendido aquí como una opción política racional que no discrimina y que por ello se abre, no sin conflicto, a la particularidad y universalidad inevitables de la experiencia humana.

    El primer artículo de la Constitución boliviana nos pone directamente en relación con la cuestión del respaldo jurídico a un eventual actor/sujeto popular indígena: “Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país”. ‘Plurinacional Comunitario’, ‘intercultural’, ‘con autonomías’, ‘pluralidad y pluralismo’. No parece necesario comentar la sensibilidad que anima a este texto.

    El artículo 2 confirma esta innecesariedad: “Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado, que consiste en su derecho a la autonomía, al autogobierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley”. Naciones y pueblos ‘indígena originario campesinos’ son vistos desde su historia, cultura y luchas específicas. El intentar apreciarlos de esta manera lleva a determinar jurídicamente su autonomía, el autogobierno, la legitimidad humana de su cultura e instituciones de todo tipo, el derecho a la propiedad y posesión de sus tierras. La referencia a la unidad del Estado no limita su libre determinación (principio de agencia para un sujeto colectivo que contiene su capacidad para crear y determinar campos de incidencia), solo la sitúa en un espacio. Si los pueblos indígena- originario campesinos bolivianos se trasladaran a Chile no encontrarían jurídica y socialmente el mismo espacio.

    Los artículos 3 a 5 amplían y fortalecen el concepto del artículo segundo al mencionar como diversos, pero no discriminatorios ni jerarquizados, los planos de la ciudadanía, las naciones y pueblos indígena originario campesinos, las comunidades interculturales y afrobolivianas los que, como conjunto tensionado, constituyen el pueblo boliviano. Se reconocen como legítimas, además, las diversas cosmovisiones y la laicidad del Estado. También la cuestión del idioma, decisivo para la preservación de las etnias diversas y su autonomía, está presente. Por su nombre se determinan 36 idiomas oficiales del Estado y se obliga al Estado y a los gobiernos departamentales a utilizar al menos dos de ellos. Más adelante, además de utilizar giros indígenas para caracterizar los más altos valores del Estado (no seas flojo, no seas mentiroso, ni seas ladrón; vivir, bien; vida armoniosa; vida buena; tierra sin mal y camino noble) [art. 8], declara como primera finalidad del Estado “Constituir una sociedad justa y armoniosa, cimentada en la descolonización, sin discriminación ni explotación, con plena justicia social, para consolidar las identidades plurinacionales” (art. 9, itálicas nuestras).

    El Título II, Capítulo IV de la Constitución, está dedicado a los derechos de las naciones y pueblos indígenas originario campesino. Menciono seis cuestiones destacadas: la identidad cultural específica puede ser inscrita, a petición del usuario, en la cédula de identidad, pasaporte o cualquier documento de identificación legal junto a la ciudadanía boliviana. Se trata de una radicación y extensión étnicas de la noción jurídico-formal de ciudadano. Se les asegura además la propiedad colectiva de sus tierras y su territorialidad. La cuestión tiene alcances alternativos por el afán mundializador neoliberal de entregar títulos de propiedad agraria individual que puedan ser comercializados en el mercado capitalista. Se exige valorar, respetar y promover los saberes y conocimientos tradicionales de estos pueblos, su medicina ancestral, sus rituales, símbolos y vestimentas, y se señala que sus saberes constituyen propiedad intelectual colectiva y  no pueden ser patentados, explotados o comercializados individualmente. Se indica su acceso al sistema universal y gratuito de salud estatal al que se exige respetar su cosmovisión y prácticas tradicionales. Se enfatiza que deberán participar de los beneficios de la explotación de recursos naturales en su territorio sin ningún condicionamiento previo. Se establece asimismo la entera legitimidad y legalidad de sus cosmovisiones para prolongarse en instituciones políticas, jurídicas y económicas.

    Al pueblo afroboliviano se le reconocen las mismas capacidades que a los pueblos indígenas originario campesino.

    Conviene remarcar que los pronunciamientos constitucionales bolivianos resultan en parte de las experiencias de lucha sociohistóricas de los pueblos indígenas originario campesino, no necesariamente de todos ellos pero sí de sus sectores constituidos como actores/sujetos colectivos populares. Sin embargo a este reconocimiento constitucional le falta aún su legitimación cultural. Se trata de un frente de lucha político-cultural que excede los calendarios electorales y la estrechez de las parroquias ideológicas (incluye los posicionamientos clericales de la sociedad ‘oficial’) y partidistas tradicionales.

    Junto a las luchas indígenas y afrobolivianas el actual gobierno de Bolivia busca asimismo exaltar y conservar la memoria de las luchas de los trabajadores de ese país. Por ello la Constitución también recoge las necesidades y aspiraciones más sentidas de esos sectores sociales. Establece así un espacio o campo jurídico-institucional para que este eventual sujeto colectivo popular incida en una transformación de la economía política que ha sostenido la coordinación de los procesos sociales en beneficio del capitalismo señorial-dependiente (“colonizado”) boliviano. Para esto se requiere asimismo que una ‘cultura del trabajo’ y no de la acumulación de capital se legitime culturalmente para la mayor parte de la población boliviana de modo que se sientan en ella sujetos que producen y cultivan una “tierra sin mal” (ivi maraei) y viajeros que diseñan y transitan por un “camino noble” (qhapaj ñan).

    Dicho muy escuetamente el esfuerzo sociohistórico de lucha de los trabajadores bolivianos se plasma constitucionalmente en muchas disposiciones, a diferencia del resguardo jurídico que se da al capital privado resuelto en unas pocas indicaciones. Sobre el trabajo y el empleo se señala, por ejemplo, la protección del Estado al ejercicio del trabajo, el especial resguardo, comercial y financiero, a las pequeñas empresas urbanas, rurales, cuentapropistas y gremialistas, el fomento estatal a las formas comunitarias y cooperativas de producción. El artículo 48 en su segundo numeral declara que las normas laborales “se interpretarán y aplicarán bajo los principios de protección de las trabajadoras y los trabajadores como principal fuerza productiva de la sociedad” (itálicas nuestras) y cuando algún conflicto se lleve a los circuitos judiciales la inversión de la prueba será a favor de la trabajadora y el trabajador.

    El artículo 49 señala el derecho a la negociación colectiva y siete numerales del artículo 51 caracterizan la autonomía de los sindicatos y la defensa que el Estado hace de ellos y sus dirigentes. El despido de las mujeres trabajadores queda prohibido por razones de estado civil, embarazo, rasgos físicos o número de hijas e hijos. El Estado garantiza la inamovilidad laboral de las mujeres embarazadas y también del padre hasta que la hija o hijo cumpla un año de edad.

    Sucintamente, en cambio, el artículo 47 indica que “Toda persona tiene derecho a dedicarse al comercio, la industria o a cualquier actividad económica lícita, en condiciones que no perjudiquen al bien colectivo” (itálicas nuestras). Más adelante se les garantiza su patrimonio.

    A diferencia del texto del Convenio 169, la Constitución Boliviana ampara legalmente tanto a los pueblos indígenas originario campesino como a los trabajadores. Legaliza asimismo los campos de lucha constituidos por sus reivindicaciones. Lo hace como síntesis parcial de las luchas que estos sectores han librado históricamente. Como lo hemos señalado con anterioridad estas capacidades jurídicas deben todavía dar una larga y dura lucha por incidir y transformar liberadoramente el ethos sociocultural de Bolivia. En estos tres espacios y niveles, lucha, reconocimiento jurídico y legitimidad cultural, en su interacción, y atendiendo desafíos de sus frentes internos, locales e internacionales, es donde se configuran y pueden alcanzar fuerza social transformadora radical los actores/sujetos colectivos populares.

    Si alguien se preguntase si la ciudadanía, en su versión liberal, puede darse la forma de un sujeto colectivo popular, la respuesta es sí, pero debería actuar en los tres niveles antes indicados y acometer tareas que aquí, por razones de espacio, no se han especificado. Sería, en todo caso, una situación inédita para América Latina. Pero no menos inédita que la letra, y la experiencia socio-cultural que recoge, de la actual Constitución de Bolivia.

    III.- Una cuestión de fondo: ¿existe alguien allí afuera?

    Las formas que adquiere la mundialización en curso en la transición entre los siglos XX y XXI, con la acentuación de poblaciones ‘sobrantes’ y territorios derrotados, el desafío sin respuesta del deterioro del ambiente, la disputa armada por materias primas y mercados, la concentración obscena de poder/prestigio/riqueza y las emigraciones/inmigraciones no deseadas, por referir cinco procesos, han acentuado tanto la necesidad de pensar, con sus alcances de sentir, discernir, imaginar y testimoniar/comunicar alternativas, como de identificar actores sociales que deberán tomar la forma de sujetos colectivos populares y expresarse como fuerzas sociales locales-internacionales en campos de lucha determinados por su accionar. No se trata de un tema académico sino político-cultural. Ya no está, o no debería estar, sobre el tapete una discusión sobre “estilos de desarrollo”. Lo que está en cuestión son los caracteres del proceso civilizatorio occidental encarnados en la modernización con ‘triunfo’ capitalista y la no factibilidad de construir política y culturalmente la especie humana desde sus lógicas. Es la cuestión del sujeto civilizatorio. Una batalla que los actores dominantes en el sistema consideran, con desdén, inútil y perdida. Estiman que ya no hay nadie allí.

    Desde América Latina, el desafío puede resumirse así: la historia del subcontinente ha sido, desde la Conquista, permanentemente constituida por la expansión de Occidente (Europa, EUA). Desde este punto de vista nuestra sensibilidad y  mirada, y en especial la de los grupos poderosos y reinantes, ha sido servil-europea. Esto ha impedido, o al menos dificultado grandemente, que podamos reconocernos desde nosotros mismos y para nosotros mismos en un esfuerzo por ofrecer a otros una humanidad situada o existencial que sea a la vez nuestra autoproducción. ‘Nuestra realidad’, para nada nuestra, nos lleva a creernos parte activa de la ' universalización' de Occidente, con su universalismo ideológico, aunque nuestro hacer manifieste el imperio señorial sobre el empresario, la desagregación y sujeción de la sociedad civil por el Estado, los aparatos clericales y los ejércitos, el dominio de la acumulación mercantil o cambiaria sobre la industrial, el racismo y la discriminación sobre la articulación de diversos y el ‘orden’ social (¿?) sobre el cambio. Nos hemos hecho expertos en excluir nuestra realidad social y en tratar de ser ‘occidentales’ sin más. Así, estallidos, rebeliones, masacres, desagregaciones y exilios pasaron a ser disfunciones que, en algún momento, podrían ser objeto de políticas públicas o de consuelos clericales. Nada ha logrado conmover significativamente el ethos oligárquico, es decir de minorías confusas, extraviadas y represivas, que han configurado a su criterio y estilo las formas de existencia y mentalidades de los grupos dominantes y de sectores medios de América Latina. En este contexto, “los de abajo” y “las masas” siempre han sido vistos, cuando se les ve, como “peligro”, “obstáculo” o “clientelas”. Se les debe vigilar, conducir, manipular, evangelizar, moderar, purificar, controlar o suprimir. No se les acepta con movimiento propio ni autoestima (es el pecado de 'soberbia'), ni tampoco se valora el ánimo o espiritualidad que los autopropulsa en experiencias puntuales o sistémicas subjetivas y objetivas de resistencia social y humana en las que se acumula una historia diversa y no reconocida: la de los otros. Esta invisibilización vale incluso para los desarrollismos, populismos y revoluciones parlamentarias o no parlamentarias, llámense sociología de la marginalidad o experiencias de tránsito al socialismo.

    El neoliberalismo del “Consenso de Washington” (un nombre periodístico) vino a  trizar, quizás a romper, el esquema anterior. Se trata de una modernidad, para nosotros con raíz estadounidense, que niega explícitamente el principio universal de agencia y el desarrollo como meta final para todos, escisiona a los individuos, sectores, naciones y regiones en “ganadores” y “perdedores” y los torna ‘responsables’ por su suerte. No hay imperialismo, no hay Estado, nadie debe aspirar a ser beneficiado por políticas públicas [14].  Puede describirse como el lado oscuro de la fuerza (Star Wars). En este lado, no se ofrecen oportunidades para generar campos de lucha popular.

    Por ello, inevitablemente, el lado oscuro de la fuerza se abre hacia su lado luminoso o al menos emergente. Cuando otros han erradicado/liquidado la esperanza en las instituciones y sus lógicas (Estado, aparatos clericales, Mercado, existencia cotidiana) quizás ella se busque y encuentre en las tramas sociales invisibilizadas y en sus actores, en sus inteligencias y lógicas, en sus acciones, en su historia. En su testimonio de resistencia a las identificaciones inerciales conferidas por el lado oscuro del ethos socio-cultural, resistencias en las que se atisban, identidades efectivas autoproducidas desde el dolor y el regocijo, y en procesos de búsqueda y construcción de liberación/esperanza. En una de sus cantos angustiados, el grupo Pink Floyd se preguntó: ¿Hay alguien allí afuera? La respuesta es "Sí. Estamos aquí. Somos los otros, como ustedes". Es el momento, quizás, de los nuevos actores sociales en América Latina y de los sujetos colectivos populares y sus articulaciones. No como moda sociológica o inclinación académico/sentimental. Tal vez el lema sea: o se configuran nuevos, pujantes y tenaces sujetos colectivos populares o no daremos nunca testimonio de humanidad desde y en América Latina. Y es algo que se ha tornado universalmente necesario.

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    Notas:

    (1) C. Marx: El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, p. 288.
    (2) C. Marx: Introducción General a la Crítica de la economía política/1857, p. 52.
    (3) En el caso de Marx-Engels se trata de un factor vinculante. En efecto la lógica del capitalismo deteriora irreversiblemente las fuentes de todo valor: la Naturaleza y el ser humano (su trabajo creativo, en tanto sujeto). De este modo combatir por una alternativa (en sentido fuerte) a él resulta obligatorio excepto si se considera el suicidio un valor cultural.
    (4) M. Horkheimer: Teoría tradicional y teoría crítica, p. 47.
    (5) “The only part of the conduct of any one, for which he is amenable to society, is that which concerns others. In the part which merely concerns himself, his independence is, of right, absolute. Over himself, over his own body and mind, the individual is sovereign. J.S. Mill: Sobre la libertad, p. 32.
    (6)“…we may leave out of consideration those backward states of society in which the race itself may be considered as in its nonage. The early difficulties in the way of spontaneous progress are so great, that there is seldom any choice of means for overcoming them; and a ruler full of the spirit of improvement is warranted in the use of any expedients that will attain an end, perhaps otherwise unattainable. Despotism is a legitimate mode of government in dealing with barbarians, provided the end be their improvement, and the means justified by actually effecting that end. Ídem.
    (7) “…but Civil, or Social Liberty: the nature and limits of the power which can be legitimately exercised by society over the individual.” Ibíd.., p. 21.
    (8) “…comprehending all that portion of a person's life and conduct which affects only himself, or, if it also affects others, only with their free, voluntary, and undeceived consent and participation”. Ibíd.: p.  34.
    (9) “No society in which these liberties are not, on the whole, respected, is free, whatever may be its form of government”.
    (10) “Liberty, as a principle, has no application to any state of things anterior to the time when mankind have become capable of being improved by free and equal discussion”. Ibíd., p. 33.
    (11) Un listado algo más detallado de los resultados del dominio de la lógica de acumulación del capital global por sobre las personas y la Naturaleza es el siguiente: Promoción de guerras de agresión y conflictos interétnicos para controlar recursos económicos e impulsar la industria de la guerra, violaciones básicas de derechos humanos y laborales, degradación del medio natural, corrupción y venalidad de funcionarios para privatizar servicios públicos, apropiación de conocimientos ancestrales, técnicos y científicos, corrupción y venalidad de dirigentes políticos,, monopolización de los medios de comunicación, financiamiento de golpes de Estado, retorno al trabajo infantil forzado, asesinatos de dirigentes sindicales, extensión del trabajo casi esclavo, forzamiento de emigraciones no deseadas, criminalidad financiera, negación de derechos a los pueblos (Véase, Juan Hernández Zubizarreta: Las empresas transnacionales frente a los derechos humanos: Historia de una asimetría normativa, pág. 255 y siguientes).
    (12) Un circuito de educación popular o alfabetización que sigue la metodología de Paulo Freire podría entenderse como factor de un proceso que desemboca en un sujeto o sujetos colectivos y personales. Pero si se ignora la correlación de fuerzas desde la que se genera, conflictivamente, el circuito de educación popular, entonces el esfuerzo fracasará. La correlación social de fuerzas debe incorporarse a todo esfuerzo autónomo de aprendizaje popular.
    (13) OIT: Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, #2, paréntesis nuestro. Todas las referencias siguientes remiten a este documento.
    (14) Escribe B. B. Levine: “Vivimos en mundo de desencanto, es un mundo sin excusas, sin culpa, sin yanquis. ‘Imperialismo’, ‘soberanía’, ‘la deuda’ –susurros que ya no sirven para proclamarse como víctimas” (El desafío neoliberal, p.65). Hoy podemos agregar, las burbujas financieras, el desempleo, la descomposición de la existencia cotidiana, los Estados fallidos, la violencia creciente, las migraciones acosadas, las remesas a las que se castiga con impuestos. Pero no hay víctimas. Solo responsables de no haber sabido salvar su propio pellejo a cualquier costo.
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    Bibliografía:

 

    Horkheimer, Max: Teoría tradicional y teoría crítica, Paidós, Barcelona, España, 2000.
    Locke, John: Segundo Ensayo sobre el gobierno civil. Un ensayo sobre el verdadero origen, alcance y finalidad del gobierno civil, Losada, Buenos Aires, Argentina, 2003.
    Levine, Barry B.: El desafío neoliberal en América Latina. El fin del tercermundismo en América Latina, Norma, Santafé de Bogotá, Colombia, 1992.
    Marx, Carlos: El capital, Ciencias del Hombre, Buenos Aires, Argentina, 1973.
    Marx, Carlos: “El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, en Marx/Engels: Obras Escogidas, t. IV, Ciencias del Hombre, Buenos Aires, Argentina, 1973.
    Mill, John Stuart: On liberty, http://www.utilitarianism.com/ol/one.html
    Mill, John Stuart: Sobre la libertad, Universidad Autónoma de Centroamérica, San José de Costa Rica, 1987.
    OIT: Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, http://www.oitchile.cl/pdf/Convenio%20169.pdf
    Parsons, Talcott: Talcott Parsons: El sistema social, Revista de Occidente, Madrid, España, 1976.
    Salazar, Gabriel: “Historia”, en Pensamiento Crítico Latinoamericano, vol II, Ediciones Universidad Católica Silva Henríquez, Santiago de Chile, 2005.


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